La Misericordia y el Pecado


Mucho se ha hablado en estos últimos años de la importancia de la misericordia y sobre todo de la misericordia como atributo propio de Dios, donde más muestra su infinito poder, como nos decía el Papa, citando a santo Tomás, en la bula de convocatoria al año de la misericordia:
“Mostrarse misericordioso es considerado como lo propio de Dios, y en ello se manifiesta sobre todo su omnipotencia”[1].

Nunca se puede hablar demasiado de algo así, ya que, como en Dios no se distinguen sus atributos y su ser, hablar de su misericordia es hablar de Él mismo y, por tanto, no nos alcanzaría ni el tiempo ni la eternidad para agotar semejante “materia”.
Y así, la Sagrada Escritura, tanto el antiguo como el nuevo testamento, no dejan de expresar de una manera o de otra esta consoladora –¡quizás la más consoladora!– verdad. Cito, para solamente ejemplificar, del A.T. el salmo 117, donde se repite hasta el cansancio –si nos pudiéramos cansar de algo así– que tenemos que alabar a Dios porque es eterna su misericordia, y aunque ya no se estile y nadie lo entienda, me doy el gusto de citarlo en la lengua oficial de la Iglesia: quia in aeternum misericordia eius. Y del N.T., no podríamos citar nada mejor que Lc 15 con las tres parábolas, insuperables por supuesto, de Nuestro Señor Jesucristo.
Pero a lo que me quería referir específicamente en este post –luego de mucho tiempo de dejar la pluma en el tintero–, es que, necesariamente, para resaltar la importancia de la misericordia, la grandeza del poder de Dios que perdona, la inabarcable ternura de un Dios que llega hasta hacerse hombre y morir en la Cruz para mostrarnos su amor misericordioso, para todo esto es necesario, decíamos, hablar de lo que más se le opone a esa misericordia, de lo que más contradice ese amor infinito, del enemigo casi eterno de la ternura de Dios Padre y de su Hijo encarnado: estoy hablando de la realidad del pecado.
Parecería a simple vista que no habría que hablar demasiado de un tema “así”, que hasta me animaría a decir que en algunos ambientes es un tema tabú… pero, así como para entender cuán prestigioso es un médico, tenemos que comprender cuánta gravedad tiene la enfermedad de la que puede librarnos; así también, la única manera de entender algo de lo que es esa infinita misericordia de Dios, es comprendiendo algo al menos (sí, algo, porque en sí mismo el pecado es también un misterio) de esa terrible, tremenda, espeluznante, satánica y destructora realidad que es el pecado.
Y este claroscuro se repite en todas las verdades de nuestra fe: si queremos entender la importancia de la salvación de las almas –la nuestra primero y la de los demás después–, tendremos que profundizar en la escalofriante realidad del infierno; si queremos valorar la salvación traída por el Señor –que en días más celebraremos en Navidad–, debemos fijar el ojo de nuestra inteligencia en el poder del demonio, del cual nos ha salvado; si queremos que un matrimonio entienda el por qué es necesario bautizar a sus hijos, habrá que hablarles de la cruda verdad del pecado original con el cual todos venimos al mundo; y así podríamos seguir…
Sucede que siendo la verdad una sola, quitándole fuerza a una “parte” de esa verdad, necesariamente pierde fuerza también su contraria –si es que la podemos llamar así–, y de este modo, esa parte de la verdad que se quería destacar, queda empolvada bajo la tibia mediocridad del “no escandalizar a nadie”, de lo “políticamente correcto” (sí, aún en materia religiosa), del no zaherir los hipersensibles oídos del hombre moderno.
Prefiero a esto la cruda y dura verdad que por ser tal –por ser verdad– ni es tan dura ni tan cruda… Más vale que nos digan que en el río que estamos por cruzar hay cocodrilos para que, aún muertos de miedo, tratemos de cruzar rápido y salvemos el pellejo, a que nos endulcen los tímpanos con que son simples lagartijas y terminemos siendo el plato principal de alguno de esos verdosos y voraces reptiles.
No le costaba mucho al Señor decir la verdad sin ambages:
Si, pues, tu mano o tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado en el fuego eterno.
Y si tu ojo te es ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida con un solo ojo que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna del fuego. Mt 18,8-9.
Y san Pablo, fiel discípulo de su maestro dirá: Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación (Fil 2,12); algunas traducciones en lugar de temor y temblor dicen: respeto y seriedad…, clara muestra de ese “echarle agua endulzante” a la verdad, de la que hablábamos más arriba; hay tanto de esto hoy en día que, si fuera posible, tendríamos diabetes doctrinal…
Y volviendo puntualmente al tema pecado-misericordia, traigo a colación dos citas que pueden iluminar, de un santo la primera –que justamente por entender así esta parte de la verdad pasó muchísimas horas en el confesionario–, y del magisterio la otra:
Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror”. (Santo Cura de Ars[2])
“A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1488)
Termino con unas líneas que me llegaron por correo electrónico y que me han permitido publicar. Creo que pueden iluminar también lo que venimos diciendo, ya que valorar la misericordia es también valorar los canales por las cuales aquella nos llega a nosotros.
Querido padre,
            Permítame desahogar mi corazón en este momento de mucho consuelo sobrenatural. Soy una persona muy bien formada, gracias a Dios y con toda sinceridad y con algo de vergüenza le confieso que suelo criticar bastante a los miembros de su gremio por no compartir muchas veces lo que predican, lo que piensan, lo que hacen… Muchas veces me he confesado de esto y no había podido superarlo. “No había podido”, digo bien, porque luego de esta experiencia que le contaré, siento que Dios me dio esa gracia.
            Tuve la terrible desgracia de caer en pecado mortal después de muchos años y no me encontraba cerca de ningún confesor “de confianza”, de esos que yo sabía que me iban a dar los consejos –y retos, si hubiese sido necesario– que yo esperaba. Pero… ¡estaba en pecado mortal! Y sabía muy bien que la simple atrición[3] no me devolvía la gracia y no me animaba a pensar que llegaba a tener verdadera contrición[4].
Es por esto que me dirigí a la iglesia más cercana; estaba con muy poco tiempo porque tenía que viajar y rogaba que hubiera un sacerdote en el confesionario, y, ¡bendito sea Dios!, había uno… En ese preciso instante valoré muchísimo, como nunca en mi vida, qué es un sacerdote, cuánto vale un sacerdote… No me importaba cómo estaba vestido, ni que pensara de muchas cosas, ni que consejos me diera, incluso si llevaba una vida acorde al Evangelio… solo quería que dijese las más que mágicas palabras: “yo te absuelvo de tus pecados”, y una vez que me las dijo, sentí una paz que es muy difícil de explicar… entendí como nunca antes, cuán grande es la misericordia de Dios y cuánto pero cuánto de esa misericordia ha dejado en manos de sus ministros.
Es por eso que desde ese momento ya no critico a los sacerdotes, solo rezo mucho por ellos, para que sean santos y también sean más y más canales de la infinita misericordia de Dios.
Hasta aquí este conmovedor testimonio –al menos para mí– que me ayudó valorar de nuevo, ese gran tesoro de la misericordia de Dios que Él ha puesto en nuestras manos a través del sacramento de la confesión.
Estamos en tiempo de Adviento, tiempo de conversión, y como dirá San Juan Pablo II, que no es sino otra magistral expresión de lo que venimos diciendo: “La conversión exige la convicción del pecado”[5]. No tengamos miedo, entonces, de meditar sobre esta escalofriante realidad, ya que es una de las mejores maneras de valorar la infinita misericordia de Dios.
Monseñor Fulton Sheen dirá que “La única cosa de la que el hombre nunca aprende algo por experiencia es el pecado”[6], haciendo notar que si no fuera por la gracia inmerecida del arrepentimiento, el pecado tiene la propiedad de hacernos insensibles al mismo pecado. Es por esto que ninguna creatura sabe tanto sobre el pecado como Aquella que, no solo bajo ningún punto de vista ni circunstancia tuvo ni la más mínima cercanía con uno de ellos, sino que contempló con dolores de muerte, gota a gota el desangrarse de su Hijo por ese mismo pecado.
A nuestra Madre le pedimos nos alcance la gracia de conocer más el grandísimo mal del pecado para convertirnos de verdad y valorar más y más la infinita misericordia de Dios, el eterno amor de Cristo Crucificado y los dolores de parto que Ella tuvo que sufrir al pie de la Cruz para darnos a luz a la vida sobrenatural.


Más material sobre el tema:
  • San Alberto Hurtado: Morir, meditación sobre el pecado (Aquí)
  • San Marcelino Champagnat, Qué es el pecado, 8 del libro: Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas.(Descargar AQUÍ).
  • Henri Nouwen. El regreso del hijo pródigo. (Descargar AQUÍ)

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 30, 4.
[2] Citado por Juan XXIII en la encíclica Sacerdoti nostri primordia.
[3] Aclaro para quien no sepa: se trata del dolor por el pecado más movido por el miedo a condenarse que por el amor de Dios (N.B. -Nota del bloguero-).
[4] Es decir, dolor de los pecados más movido por amor a Dios que por el temor del infierno; dicha contrición de suyo, con la condición que la persona ni bien pueda se confiese, ya devuelve la gracia; es lo que hay que tratar de lograr –pero no hay que confiarse por supuesto, por eso mejor siempre llamar a un sacerdote– en el momento de la muerte, sobre todo si creemos que no estamos en gracia de Dios.
[5] San Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 31.
[6] Fulton Sheen, Vida de Cristo, cap. 16 “La agonía en el Huerto”.

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