Comentario 22 de Diciembre del 2017: El humilde agradece, el soberbio se resiste.

Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra, Parroquia Santa Marìa de los Ángeles

La vida es siempre una elección, un constante escoger sobre cómo queremos que sea y cómo queremos que termine. Elegimos a los amigos, la ropa, el alimento, la profesión, el trabajo, la pareja, el cuadro de futbol, si creer o no en Dios, etc. Por lo general, siempre elegimos de acuerdo a nuestros intereses, porque siempre pensamos en grande, le tiramos a lo grande, pensamos en ganar nunca en perder.
Una de las interrogantes que salen a nuestro paso a la hora de tomar decisiones es la de ¿qué o quién quiero que sea el centro de mi vida? ¿Qué quiero que sea lo que me mueva para poder alcanzar eso que me he propuesto? Puedo preguntarme también ¿quiero ser yo mismo el principio y el fin de mis propias decisiones, de quien dependa todo? Si digo que si, automáticamente estoy dejando a fuera a cualquier otro, convierto mentalmente a los demás o en mis rivales o en mis siervos y termino por considerarlos o en gente que me quiere ganar y destruir o en gente que me debe y me tiene que pagar con servicios. Los demás serán, así, un obstáculo al que hay que eliminar o un instrumento de poder al que se puede usar, pero nunca un hermano o un amigo de mi caminar. La vida así se convierte en una carga pesada, en una competencia o en una “telenovela” donde el personaje principal es un tirano sin futuro.
En la liturgia de la Palabra de hoy, encontramos a dos mujeres cuya existencia decidieron ponerla en Dios, decidieron entregarle todo su ser, su inteligencia, su voluntad y su cuerpo. Eligieron tenerlo como el centro de sus vidas. Lo eligieron como la única potencia con la que podían realizar la mejor inversión y podían alcanzar la victoria de la forma más segura. Son dos mujeres que cantan agradecidas por las maravillas que Dios les ha mostrado y por todo lo que les ha permitido recibir, no sólo para el bien de ellas sino también para el beneficio de los demás, para la salvación de muchos.
A María la encontramos nuevamente llena de la alegría que caracteriza a los sencillos y humildes que le han dejado espacio a Dios en sus vidas. Por eso canta con entusiasmo el “cántico del magnificat”, una alabanza con la que glorifica a Dios y con la que reconoce que no hay nada que tenga que no lo haya recibido de parte de Él. María sabe reconocer que ella no es la protagonista ni la autora de todo lo que le está aconteciendo, más bien, reconoce que todo es “don” (regalo), que todo es “gracia” y que la vida no valdría la pena ni tendría ningún sentido si no la viviera de cara a él. María pertenece al grupo de los “anahuim” (los pobres de Yaveh), que todo lo esperan de él y sin él, consideran que nada puede ser. Y es que sólo los humildes son los que engrandecen a Dios y Dios los engrandece a ellos, son los que glorifican a Dios y Dios los colma con toda clase de bendiciones. Mientras tanto, lo que se creen reyes, jefes, capataces, señores y soberanos son los que se resisten a la Palabra de Dios, son los que creen que todo lo que tienen y lo que son lo han conseguido por su propia cuenta o porque eran grandes y dignos merecedores.
Cuando Isabel bendice a María, ella no dice “gracias”, sino que devuelve la gloria al autor de todo el evento, agradecida porque quiso que ella colaborara en su plan. Y así comienza a predicar la Madre de Dios, a manifestar que el cumplimiento de las promesas ha llegado y que junto a ella todos los humildes de la tierra pueden ya alegrarse. María es la primera servidora de la Palabra que se ha encarnado en su seno, y que ya suscita en ella el más hondo anhelo de darla a conocer.
Quien alaba y bendice a Dios, quien lo glorifica con sus palabras y con sus acciones, es un evangelizador completo, un verdadero servidor de la Palabra de salvación, una bendición para lo hermanos. Éste es propiamente el que teme a Dios, porque éste temor es el don del Espíritu Santo que mueve a  la persona a respetar a su Señor por amor, no por miedo. Quien teme a Dios ha palpado la cercanía de su amor misericordioso, y como María proclama junto a los humildes de Israel: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes por mi: su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
María es la mujer feliz, la mujer dichosa, por eso canta, porque no se resistió a la Palabra de Dios sino que la aceptó en su corazón y decidió mostrarla a los demás. Aprendamos de María, la primera evangelizadora, y mostremos al mundo la dicha que provoca el conocimiento y el servicio a la Palabra de Dios, ése Dios al que muchos rechazan y se ahogan en la desesperación porque no hay quien les anuncie que el amor de Dios es eterno y su misericordia infinita.
Por ello, conviene que ya casi, a las vísperas de la Natividad del Señor, hagamos un poco de silencio y nos preguntemos ¿qué o quién es el centro de mi vida? ¿Todo lo que Dios me ofrece, considero que es gracias a su misericordia o me siento un digno merecedor de poseerlo? ¿Me muestro agradecido con Dios y por eso, la mejor de mis alabanzas que le ofrezco no sólo es con mis palabras sino también con mi vida?  Que María, nuestra madre, la “virgen del magníficat” nos enseñe a hacernos pequeños y sencillos para poder contemplar y recibir en nuestro corazón a su Hijo muy amado, nuestro Señor.


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