Belén y la Eucaristía

Hace unos días les pregunté a los monaguillos si a alguno le hubiera gustado estar presente el día de Navidad, allí en Belén junto a María, a José y al Niño Dios. Por supuesto que inmediatamente todos, con entusiasmo, levantaron su mano. Y me imagino que, de ser interrogados de la misma manera, esa misma sería la respuesta de quienes leen estas líneas, pues a todos nos hubiera gustado estar allí, en esa gran noche de paz, solo comparable en su esplendor a la noche dichosa que tuvo el privilegio de presenciar la resurrección de quien hoy contemplamos en pañales sobre un humilde pesebre.

Grande tiene que ser nuestro gozo entonces pues esto que deseamos, no es inalcanzable; lo que nos gustaría contemplar, es posible que esté ante nuestros ojos; esa felicidad de María y José, puede ser también la nuestra; podemos ser cual otros pastores que cuidando su rebaño oyeron la voz del ángel que los llamaba a reconocer al Mesías, al Salvador. ¿Y cómo puede ser esto posible? ¿No estoy acaso exagerando? ¿No será un buen discurso para unos inocentes monaguillos, pero no para gente madura e inteligente?
Que respondan los que saben:
Y postrándose le adoraron” (Mt 2,51). Si en el Niño que María estrecha entre sus brazos los Reyes Magos reconocen y adoran al esperado de las gentes anunciado por los profetas, nosotros podemos adorarlo hoy en la Eucaristía y reconocerlo como nuestro Creador, único Señor y Salvador”[1]. (Juan Pablo II)
Y la Madre Teresa, de manera más sencilla aún, nos decía que “cuando vamos a la Eucaristía vamos a Belén”.
Por supuesto que en la Eucaristía no sólo encontramos a ese Niño de Belén, también encontramos a ese Hijo obediente a María y a José (Lc 2,51), al humilde hijo del carpintero (Mt 13,55), a aquel que, ya en su vida pública, era alabado por todos (Lc 4,15), de quién estaban admirados por las palabras que salían de su boca (Lc 4,22), porque hablaba con autoridad (Lc 4,32), alrededor de quien la gente se agolpaba para oír la palabra de Dios (Lc 5,1), quien hacía decir a la gente hoy hemos visto cosas increíbles (Lc 5,26), a quien toda la gente procuraba tocarle (Lc 6,19), quién hacía milagros como nunca se los había hecho (Jn 9,32)… ¡es el mismo Jesús! ¡el mismo Señor! ¡el mismo Salvador! ¡el mismo Redentor! ¡El mismo Dios! ¡E L M I S M O!
Es muy probable que todos los que leen estas líneas tengan fe en la presencia Real del Señor bajo los velos eucarísticos… pero también es probable que haya casos en los que esa fe no deje de ser un acto meramente intelectual, meritorio sí, pero que no llega a ser algo existencial, algo que envuelva todo el ser, los sentimientos, los deseos, los gustos, los quereres, los anhelos…
Imaginemos que el Señor durante 24 horas se hiciese visible en algún lugar del mundo… ¿acaso no estaríamos todo el tiempo junto con Él sin importarnos nada más? ¿Acaso no concurriría gente de todos lados a verlo, contemplarlo, adorarlo y pedirle gracias?
¿Y acaso no es el mismo Jesús el que está en la Eucaristía, aunque no lo veamos? ¿Por qué entonces no nos comportamos de acuerdo a la fe que tenemos?
Sucede, como decíamos, que nuestra fe muchas veces deja que desear… Es parecida a la fe que tenían los maestros de la ley cuando los Reyes Magos le preguntaron dónde debería nacer el Salvador. Ellos respondieron que, según las Escrituras, debía nacer en Belén (Mt 2,5). Es decir que algo de fe tenían porque creían en la Palabra de Dios, pero esa fe no les hizo dar ni un solo paso en dirección de aquel perdido pueblito de Judea. Tenían una fe muerta o al menos muy lánguida si estaba viva, o una fe cómoda, es decir, aquella que no se sacrifica por lo que cree.
¿Quién puede pertenecer o simpatizar con un partido político o un equipo de fútbol y no hacer que eso se muestre en su vida en algún sentido? Sería raro ¿no? Y así pasa con nuestra fe muchas veces… está “ahí”, pero no se muestra, no se ve. Recordemos las palabras del Apóstol: muéstrame tu fe sin obras, que yo con mis obras te mostraré mi fe (Sgo 2,18)¿Qué fe puedo decir que tengo en que Jesús está realmente en la Eucaristía si vivo exactamente de la misma manera que si Él no estuviera allí? Me pueden responder: “pero yo al menos voy a Misa todos los domingos”. Y sin dejar de felicitarlos por eso me animo a decirles que, si ese es en la semana el único acto de fe en la Presencia Real, sin ni siquiera hacer alguna comunión espiritual a la distancia, o tener algún recuerdo de la presencia del Señor en algún sagrario y con cierto anhelo de visitarlo, permítanme decirles que a esa fe le hace falta una buena inyección de vida, de fuerza, de energía, y que todo esto se consigue pasándola con el Señor.
¿Y qué le contaría a Jesús hacerse visible al menos una vez para facilitarnos las cosas? El Señor no hace eso justamente porque nos ama y sabe el valor que tiene la fe. Es la fe la que nos salva, la fe la que nos une con Él, la fe la que nos abre las puertas del Cielo. Es por esto que Él quiere que hagamos una y otra vez un acto de FE. Y esto también porque nos quiere dichosos, felices y contentos. Se acordarán del incrédulo Tomás, quien luego de ver y tocar sus llagas escuchó estas palabras: Porque me has visto has creído. Dichosos los que crean sin haber visto (Jn 20,29). ¡Así de dichosos nos quiere Él! Y hagan la prueba de estar un rato en su presencia –y mientras más y más, mayor y mejor, como diría el gran san Ignacio– ¡y verán los resultados!
Así como la Sagrada Escritura es nuestra norma de vida, así también la vida de los santos, que son la mejor interpretación que puede hacerse de aquella. Por eso termino con dos ejemplos, uno de un laico y otro de un religioso/sacerdote/misionero, triple vocación a la que indignamente estamos llamados algunos.
El laico es el beato Carlos emperador de Austria que solía pasar largos ratos junto al Sagrario; allí sabía que lo encontraría su esposa, cuando silenciosamente partía de su casa. Hasta tanto llegó su devoción que ya al final de su corta vida, luego de muchos sufrimientos por defender su fe, el Papa Benedicto XV le concedió autorización para disponer de una capilla doméstica para tener Misa diaria y la presencia continua del Señor; debe haber sido el mejor regalo que podría haber recibido y con lo cual preparó de la mejor manera su santa muerte. ¿Sería un hermoso regalo también para ti querido lector?…
El de la triple vocación es el P. Segundo Llorente, jesuita, que pasó 40 años en el círculo polar ártico. Allí, mucho tiempo solo y con temperaturas de más de 50º bajo cero, logró una intimidad con el Señor propia de alguien que ha entendido aquellas palabras del Evangelio: a vosotros os llamo amigos (Jn 15,15). Así lo describe en uno de sus libros más conocidos:
Solo ante el Sagrario
Las noches de Bethel son siempre deseadas por el misionero para darse la gran satisfacción de poder conversar con Jesucristo ante el sagrario después de haber terminado el breviario, el rosario y el viacrucis en el silencio de la iglesia con las tres consabidas indulgencias plenarias que la santísima Virgen se encargará de aplicar según ella vea ser de la mayor gloria de Dios.
En aquellas horas nocturnas en que la gente va de cine en cine y de bailoteo en bailoteo es un privilegio inmenso poder hacer compañía a Jesucristo delante del altar. A la larga Jesucristo y el misionero son como si los dos no fueran más que uno.
¿Por qué todos han de tener músicas y nosotros hemos de estar siempre callados? A Jesucristo le he entretenido yo con el acordeón y lo considero una de las acciones más puras de mi vida. Con el órgano también; pero esto se sobreentiende. Con el acordeón y a solas ya es otra cosa. El gozo de esas tertulias no es para describir, sino para sentirlo.
Asimismo los martes y sábados, a las dos de la tarde, que es cuando se reparte el correo en la estafeta, tomo el puñado de cartas con sellos variadísimos y las leo en una silla junto a las gradas del altar.
Lo hago por dos razones y son éstas:
1. ¿Con quién voy a comunicar yo mis penas y alegrías si no hay un alma en todo el Kusko que me entienda ni a mil leguas? ¿Con quién me voy a expansionar yo ante las noticias que me llegan si nadie sabe de mí más que soy cura, digo misa, predico contra los vicios y explico el evangelio del domingo? Para ellos a mí me llovieron nubes y soy diferente. En cambio, con Jesucristo me desahogo hasta saciarme y quedar como nuevo.
2. En todas las cartas se me piden oraciones. Como lejos de ser Salomón he sido y soy un hombre de pocas luces con no muy buena memoria y peor entendimiento, al llegar en la carta a una petición, se la leo alto al Señor y le digo: “¡Ojo!, ¡aquí!, que esto va con vos”, y se lo leo despacio.
Si la necesidad es verdaderamente notable, se la leo dos veces y luego le ruego que no le eche en saco roto. Con eso me descargo de la obligación de pedir por todos y cada uno especificando.
Cuando la carta trae buenas noticias, le doy gracias por ello. Si sale algún chiste, me río en silencio y sigo leyendo. Si sale a relucir algún drama verdaderamente calamitoso, hago algo, y se lo encomiendo con particular insistencia.
La vida espiritual e interior, la vida de unión con Dios no puede ser cosa más fácil. A Jesucristo se le hace tomar parte en todo y eso es todo.
Al salir de la iglesia por la noche e irme a mi nueva casa, echo la bendición a la aldea, sin más testigos que las estrellas y me retiro a dormir tranquilo como nadie[2].
Y como para que quede un desacertado gusto a “esto es algo para pocos y muy elegidos”, transcribo un hermoso testimonio de una ejercitante virtual[3] de una mujer de a pié: trabajadora, esposa, madre y, eso sí, muy enamorada del Señor Sacramentado:
Valió la pena…
…comer un poco de carne fría y unas espinacas hervidas sin condimentar (también frías porque no tengo microondas) para ahorrar el tiempo que hubiera demorado en ir a comprar algo caliente
Valió la pena…
…caminar con un par de botas no muy cómodas, con mucho frío por la calle, 15 minutos de ida y otros 15 de vuelta
Valió la pena…
…ir agarrándome de los pelos conmigo misma porque no tenía ganas, porque tenía mejores planes, porque seguro iba a ser en vano, porque hubiera sido mejor ir a comer un plato caliente al bar y leer algún buen texto espiritual
Valió la pena…
…estar solo 12 minutos frente al Santísimo, porque ya era la hora de pegar la vuelta.
Valió la pena…
…porque en esos 12 minutos, pude decirle: Jesús, acá estoy. Vine para decirte que te amo.
Si lo tenemos a Cristo es gracias a Ella y, por eso, no exageramos tampoco si decimos que la misma Eucaristía es un regalo suyo, aunque mejor aún, podemos decir que fue un regalo de Jesús para Ella. Me atrevo a pensar que mientras Jesús pronunciaba el “esto es mi Cuerpo” en la última cena, pensaba sobre todo en su Madre a quien, más que a nadie, no quería dejar sola durante su ausencia física. Y me animo a pensar que María pasó larguísimos ratos, todos los que pudo, junto a lo que en ese amanecer de la Iglesia hacía las veces de un Sagrario. Ella prolongó así su Belén hasta que pudo verlo nuevamente cara a cara… ¿lo haremos nosotros?

[1] San Juan Pablo II, Mensaje para la XX Jornada Mundial de la Juventud, Colonia 2005n 4.
[2] Segundo Llorente, Cuarenta años en el círculo polar ártico, Sígueme5, Salamanca, 2004, pp. 364-365.
[3] Es decir, de una persona que hizo –sigue haciendo todos los años– los Ejercicios Espirituales de San Ignacio por internet (www.ejerciciosive.org).

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