Un pequeño ejercicio de memoria para vivir con más alegría

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A veces sólo nos fijamos en lo malo, no logramos ver la luz oculta, y eso nos entristece

Me gusta agradecer. Mirar mi vida con gratitud. Me hace bien no pensar sólo en lo que me va mal. Me quiero olvidar de la mala suerte. No me detengo en mis derrotas.
Mi convicción está firme, puedo volver a vencer, puedo seguir luchando, llegar más lejos. Por eso tengo que ser más agradecido.
Siento que en ocasiones me fijo sólo en lo malo de mi vida. Y veo en las caídas y en las pérdidas un motivo claro para ponerme triste.
No me hace bien la tristeza. Envenena mi alma. Me lleno de nostalgias infinitas y de rencores hacia un mundo que no me ha dado todo lo que merezco.
Sufro con y sin sentido. Lloro. Y entonces soy incapaz de ver en esos momentos la luz oculta en las sombras del dolor. En la oscuridad del odio. En medio de la ira que despierta mi orgullo.
Y dejo de agradecer por todo lo que tengo. ¿Qué sentido tiene dar gracias cuando he perdido lo más valioso? Es una pregunta que surge a veces.
¿Cómo se puede agradecer llorando? Asocio la gratitud con las risas, con la felicidad momentánea o eterna, con la plenitud de una vida confiada y sencilla, con el éxito y la buena suerte.
El otro día leía: “Narcisistas serían en la práctica todos los que no saben integrar su pasado ni leerlo con gratitud y que, de hecho, nunca han sentido la necesidad de dar las gracias a nadie, siempre encuentran algo que recriminar con respecto a su vivencia y a las personas que han tenido al lado, han perdido la capacidad de asombrarse de lo gratuito y de darse cuenta de que tal es su existir; y al actuar y exigir de este modo, entran en la lógica masoquista de la necesidad”[1].
Narcisista es el que no agradece. Porque siente que tiene derecho a todo lo que disfruta. Y siempre encuentra alguna queja dibujada en su ánimo. Algo falta. Algo no es todavía pleno.
Ha perdido la capacidad del asombro. Es un don de los niños. La capacidad para mirar con ojos grandes la vida. Y descubrir tesoros escondidos en medio de las flores, de las rocas, de la noche.
El asombro ante un paisaje, ante una visita inesperada, ante una sorpresa con la que no contaba. El asombro que me lleva a agradecer y logra que deje de mirar mi vida con egoísmo.
Cuando agradezco vivo más volcado hacia el que está fuera. Hacia el hermano, hacia el que sufre. Quiero aprender a agradecer al final de este curso. Como cada año. Como cada vez que acaricio el verano. Y descubrir fuentes de alegría en los meses pasados.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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