Sobre la pregunta más importante que Dios le hace al hombre
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Pedro lo sabía; él, a quien Cristo preguntó tres veces “¿Me amas?”. Pedro lo sabía; él que a la hora de la prueba, Pedro negó tres veces a su Maestro… Y su voz temblaba cuando respondió: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21, 15). Sin embargo, no respondió: “Y no obstante, Señor, te he decepcionado”, sino: “Señor, tú sabes que te amo”. Al decir esto, sabía ya que Cristo es la piedra angular sobre la cual, por encima de toda debilidad humana, puede crecer en él, en Pedro, esta construcción que tendrá la forma del amor. A través de todas las situaciones y de todas las pruebas. Hasta el fin. Por eso, escribirá un día, en su Carta que acabamos de leer, el texto sobre Jesucristo, la piedra angular sobre la cual “vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo” (1 Pe 2, 5). Todo esto no significa otra cosa que responder siempre y constantemente, con tenacidad y de manera consecuente, a esa única pregunta: ¿Tú amas? ¿Tú me amas? ¿Me amas cada vez más? Es, en efecto, esta respuesta, es decir, este amor lo que hace que seamos “linaje escogido, sacerdocio regio, gente santa, pueblo adquirido…” (2 Pe 2, 9). Es la que hace que proclamemos las obras maravillosas de Aquel que nos “ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (ib.). Todo esto Pedro lo supo con la absoluta certidumbre de su fe. Y todo esto lo sabe, y lo continúa confesando, en sus sucesores. Homilía en la catedral de Notredame. 30 de mayo de 1980.
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