La fuerza del silencio, Cardenal Robert Sarah

Entrevista al Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos

Tras el éxito de Dios o nada (Palabra, 2015), el Cardenal Robert Sarah
publica un nuevo libro con Nicolas Diat[1]. Libro magnífico, de
notable altura espiritual, que nos hace entrar en el corazón del
misterio de Dios: el silencio, necesario para todo encuentro con el
Señor, en la vida interior y en la liturgia. Encuentro con un hombre
habitado por Dios.
Entrevista, con este motivo, de Christophe Geffroy, director de La
Nef[2], al Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos.

Este libro que usted propone a los lectores es una auténtica
meditación espiritual sobre el silencio: ¿por qué se ha lanzado a una
reflexión tan profunda que no se esperaría habitualmente de un
Prefecto de la Congregación para el Culto divino, responsable de
cuestiones muy concretas de la vida de la Iglesia?

«El primer lenguaje de Dios es el silencio». Comentando esta rica y
bonita intuición de san Juan de la Cruz, Thomas Keating, en su obra
Invitation to love escribe: «Todo lo demás es una pobre traducción.
Para entender este lenguaje, debemos aprender a ser silenciosos y a
descansar en Dios».
Es hora de encontrar el verdadero orden de las prioridades. Es hora de
volver a poner a Dios en el centro de nuestras preocupaciones, en el
centro de nuestro obrar y de nuestras vidas, en el único lugar que
debe ocupar. Así, nuestro camino cristiano podrá gravitar alrededor de
esa Roca, estructurarse en la luz de la fe y alimentarse en la
oración, que es un momento de encuentro silencioso e íntimo donde el
hombre se ve cara a cara con Dios para adorarle y expresarle su amor
filial.
No nos equivoquemos. La verdadera urgencia está ahí: encontrar el
sentido de Dios. Donde el Padre no se deja acercar más que en el
silencio. La Iglesia es la que más lo necesita hoy día: no una reforma
administrativa, ni un programa pastoral más, ni un cambio estructural.
El programa ya existe: es el de siempre, sacado del Evangelio y de la
tradición viva. Está centrado en el mismo Cristo al que debemos
conocer, amar, imitar, para vivir en Él y por Él, transformar nuestro
mundo que se degrada porque los hombres viven como si Dios no
existiese. Como sacerdote, como pastor, como Prefecto, como Cardenal,
mi prioridad es decir que solo Dios puede colmar el corazón del
hombre.
Creo que somos víctimas de la superficialidad, del egoísmo y del
espíritu mundano que propaga la sociedad mediatizada. Nos perdemos en
luchas de influencia, en conflictos de personas, en un activismo
narcisista y vano. Nos hinchamos de orgullo, de pretensión,
prisioneros de una voluntad de poder. Por títulos, cargos
profesionales o eclesiásticos, aceptamos viles compromisos. Pero todo
eso pasa como el humo. En mi nuevo libro, he querido invitar a los
cristianos y a los hombres de buena voluntad a entrar en el silencio;
sin él, nos quedamos en mera ilusión. La única realidad que merece
nuestra atención es Dios mismo, y Dios es silencioso. Y espera nuestro
silencio para revelarse. Encontrar el sentido del silencio es, pues,
una prioridad, una necesidad, una urgencia. El silencio es más
importante que cualquier otra obra humana. Porque expresa a Dios. La
verdadera revolución viene del silencio, que nos lleva a Dios y a los
demás para ponernos humildemente a su servicio.

¿Por qué la noción de silencio es tan esencial para usted? ¿El
silencio es necesario para encontrar a Dios? ¿Y en qué «es la más
grande libertad del hombre» (n. 25)? En cuanto «libertad», ¿el
silencio es una ascesis?

El silencio no es una noción, es la vía que permite a los hombres ir
hacia Dios. Dios es silencio, y ese silencio divino vive en el hombre.
Viviendo con Dios silencioso, y en Él, nosotros mismos nos volvemos
silenciosos. Nada nos hará descubrir mejor a Dios que ese silencio
inscrito en el corazón de nuestro ser. No me da miedo afirmar que ser
hijos de Dios, es ser hijos del silencio.
La conquista del silencio es un combate y una ascesis. Sí, hace falta
valor para liberarse de todo lo que frena nuestra vida, a la que tanto
le gustan las apariencias, la facilidad y la superficie de las cosas.
Empujado hacia lo exterior por su necesidad de contarlo todo, el
locuaz no puede sino estar lejos de Dios, incapaz de toda actividad
espiritual profunda. Al contrario, el silencioso es un hombre libre.
Las cadenas del mundo no hacen presa en él. Ninguna dictadura puede
nada contra el hombre silencioso. A un hombre no se le puede robar su
silencio. Pienso en mi predecesor en la sede de Conakry en Guinea,
Mons. Raymond-Marie Tchidimbo. Estuvo en prisión durante casi nueve
años, perseguido por la dictadura marxista. Tenía prohibido recibir y
hablar con nadie. El silencio impuesto por sus verdugos se convirtió
en el lugar de su encuentro con Dios. Misteriosamente, su calabozo se
convirtió en un auténtico «noviciado», y aquel reducto miserable y
sórdido le permitió comprender un poco el gran silencio del Cielo.

¿Es todavía posible comprender la importancia del silencio en un mundo
donde el ruido, en todas sus formas, no cesa jamás? ¿Es una situación
nueva de la «modernidad», con sus medios de comunicación, televisión,
internet, o el ruido ha sido siempre una de las características del
«mundo»?

Dios es silencio y el diablo es ruidoso. Desde siempre, Satán procura
enmascarar sus mentiras bajo una agitación engañosa y sonora. El
cristiano no debe ser mundano. Le corresponde apartarse de los ruidos
del mundo, de esos rumores que corren a toda prisa agazapados para
mejor desviarnos de lo esencial: Dios.
Nuestra época ultra-tecnificada y ocupada nos ha puesto más enfermos
aún. El ruido se ha convertido en una droga de la que nuestros
contemporáneos son dependientes. Con su apariencia de fiesta, el ruido
es un torbellino que evita mirarse a la cara, enfrentarse al vacío
interior. Es una mentira diabólica. La alarma es brutal. No temo en
llamar a todos los hombres de buena voluntad a entrar en una forma de
resistencia. ¿Qué será nuestro mundo si no puede encontrar oasis de
silencio?
En las aguas turbulentas de las palabras fáciles y huecas, el hecho de
callarse revela apariencia de debilidad. En el mundo moderno, el
hombre silencioso parece que no sabe defenderse. Es un «infra-hombre»
ante los llamados fuertes que aplastan y ahogan al otro entre las olas
de sus discursos. El hombre silencioso es un hombre que está de más.
Es la razón profunda de los crímenes abominables o del desprecio y el
odio de los modernos contra esos seres silenciosos que son los niños
no nacidos, los enfermos o los ancianos terminales. Estos hombres son
los profetas magníficos del silencio. Con ellos, no me da miedo
afirmar que los curas de la modernidad, que declaran una forma de
guerra al silencio, han perdido la batalla. Porque podemos permanecer
silenciosos en medio de las más grandes revueltas, de las agitaciones
abyectas, en medio del estrépito y los gritos de esas máquinas
infernales que invitan al activismo, arrancándonos toda dimensión
trascendente y de toda vida interior.

Si el hombre interior busca el silencio para encontrar a Dios, ¿Dios
es siempre silencioso? ¿Y cómo comprender lo que algunos llaman el
«silencio de Dios» ante los dramas paroxísticos del mal, como la
Shoah, los gulags…? Más en general, ¿la existencia del mal cuestiona
la «omnipotencia» de Dios?

Su pregunta nos lleva a entrar en un misterio muy profundo. En la
Grande Chartreuse[3], he meditado largamente de este punto con el
Prior general, Dom Dysmas de Lassus. Dios no quiere el mal. Por tanto,
se queda asombrosamente en silencio ante nuestros sufrimientos. A
pesar de todo, el sufrimiento, lejos de cuestionar la omnipotencia de
Dios, nos la revela. Todavía oigo la voz de aquel niño que preguntaba
llorando: «Por qué Dios no ha impedido que papá muera?»
En su silencio La fuerza del silencio misterioso, Dios se manifiesta
en las lágrimas del niño y no en el orden del mundo que justificaría
esas lágrimas. Es la misteriosa manera de Dios para estar cerca
de nosotros en nuestras pruebas.
Está intensamente presente en nuestras pruebas y sufrimientos. Su
fuerza se hace silenciosa porque revela su infinita delicadeza, su ternura
amorosa por los que sufren. Las manifestaciones exteriores no son
necesariamente las mejores pruebas de proximidad. El silencio revela
la compasión, la parte que Dios toma de nuestros sufrimientos. Dios no
quiere el mal. Y cuanto más monstruoso es el mal, más aparece que Dios
es la primera víctima en nosotros.
La victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado, se consuma en el
gran silencio de la cruz. Dios manifiesta su omnipotencia en ese
silencio que ninguna barbarie podrá manchar jamás. Cuando he viajado a
países que atravesaban crisis violentas y profundas, sufrimientos,
trágicas miserias, como Siria, Libia, Haití, Filipinas tras la
devastación del tifón, constaté que la oración silenciosa es el último
tesoro de los que ya no tienen nada. El silencio es la última
trinchera donde nada puede entrar, la única habitación donde vivir en
paz, el lugar donde el sufrimiento baja por un instante las armas. En
el sufrimiento, escondámonos en la fortaleza de la oración.
Por tanto, el poder de los verdugos no tiene importancia; los
criminales pueden destruirlo todo con furor, pero es imposible entrar
a la fuerza en el silencio, en el corazón, en la conciencia de un
hombre que reza y se acurruca en Dios. Los latidos de un corazón
silencioso, la esperanza, la fe y la confianza en Dios no se pueden
hundir. En el exterior, el mundo puede ser un campo de ruinas, pero en
el interior de nuestras almas, en el gran silencio, Dios vela. La
guerra y su comitiva de horrores nunca tendrán causa en Dios, presente
en nosotros. Ante el mal y el silencio de Dios, siempre hay que seguir
rezando y gritando silenciosamente, diciendo con fe y amor:
¡Te he buscado, Jesús!
Te he oído llorar de alegría con el nacimiento de un niño.
Te he visto buscar la libertad a través de los barrotes de una
prisión.
He pasado cerca de ti cuando pedías un pedazo de pan.
Te he oído gritar de dolor cuando tus hijos eran arrasados por las
bombas.
Te he descubierto en las salas de un hospital, sometido a terapias sin
amor.
Ahora te he encontrado, y no quiero perderte más.
Te lo ruego, enséñame a amarte.
Con Jesús, llevamos mejor nuestros sufrimientos y nuestras pruebas.

¿Qué papel le atribuye al silencio en nuestra liturgia latina, dónde
lo ve usted y cómo conciliaría silencio y participación?

Ante la majestad de Dios, perdemos las palabras. ¿Quién se atrevería a
tomar la palabra ante el Todopoderoso? San Juan Pablo II veía en el
silencio la esencia de toda actitud de oración, porque ese silencio,
cargado de presencia adorada, manifiesta «la humilde aceptación de las
limitaciones de la criatura ante la trascendencia infinita de un Dios
que no deja de revelarse como un Dios amor». Rechazar ese silencio,
lleno de temerosa confianza y de adoración, es rechazar a Dios la
libertad de llevarnos por su amor y su presencia. El silencio sagrado
es, pues, el lugar donde podemos encontrar a Dios, porque vamos a Él
con la actitud justa del hombre que tiembla y se mantiene a distancia,
esperándolo todo con confianza. Los sacerdotes debemos volver a
aprender el temor filial de Dios y la sacralidad de nuestro trato con
Él. Tenemos que volver a aprender a temblar de asombro ante la
Santidad de Dios y la gracia inaudita de nuestro sacerdocio.
El silencio nos enseña una gran regla de la vida espiritual: la
familiaridad no favorece la intimidad; al contrario, la justa
distancia es una condición de la comunión. Por la adoración, la
humanidad marcha hacia el amor. El silencio sagrado abre al silencio
místico, lleno de intimidad amorosa. Bajo el yugo de la razón secular,
hemos olvidado que lo sagrado y el culto son las únicas puertas de
entrada de la vida espiritual. Por eso, no dudo en afirmar que el
silencio sagrado es una ley cardinal de toda celebración litúrgica. En
efecto, nos permite entrar a participar en el misterio celebrado. El
Concilio Vaticano II subraya que el silencio es un medio privilegiado
para favorecer la participación del pueblo de Dios en la liturgia. Los
Padres conciliares querían manifestar lo que es una auténtica
participación litúrgica: la entrada en el misterio divino. So pretexto
de hacer el acceso a Dios más fácil, algunos han querido que todo en
la liturgia sea inmediatamente inteligible, racional, horizontal y
humano. Pero actuando así, corremos el riesgo de reducir el misterio
sagrado a buenos sentimientos. So pretexto de pedagogía, algunos
sacerdotes se permiten interminables comentarios planos y
horizontales. ¿Esos pastores temen que el silencio ante el Altísimo
confunda a los fieles? ¿Creen que el Espíritu Santo es incapaz de
abrir los corazones a los Misterios divinos, respondiendo a la luz de
la gracia espiritual?
San Juan Pablo II nos pone en guardia: el hombre entra en
participación de la divina presencia «sobre todo dejándose educar en
un silencio de adoración, pues por encima del conocimiento y de la
experiencia de Dios, está su trascendencia absoluta». ¡El silencio
sagrado es el bien de los fieles, y los clérigos no deben privarles de
él! El silencio es el tejido en el que deberían grabarse nuestras
liturgias. Nada en ellas debería romper la atmósfera silenciosa que es
su clima natural.

¿No hay una cierta paradoja en afirmar la necesidad del silencio en la
liturgia, a la vez que reconoce que las liturgias orientales no tienen
momentos de silencio (n. 259), y son especialmente bonitas, sagradas y
piadosas?

Su observación es acertada y demuestra que no basta decretar «momentos
de silencio» para que la liturgia esté impregnada de silencio sagrado.
El silencio es una actitud del alma. No es una pausa entre dos ritos;
en sí mismo es plenamente un rito. Es verdad que los ritos orientales
no prevén tiempos de silencio durante la divina liturgia. Pero conocen
intensamente la dimensión apofática[4] de la oración ante Dios
«inefable, incomprensible, inalcanzable». La Divina liturgia está, de
alguna manera, sumergida en el Misterio. Se celebra detrás del
iconostasio, que es para los Orientales el velo que protege el
misterio. Para los Latinos, el silencio es un iconostasio sonoro. El
silencio es una mistagogia[5], y nos permite entrar en el misterio sin
desflorarlo. En la liturgia, el lenguaje de los misterios es
silencioso. El silencio no oculta, revela en profundidad.
San Juan Pablo II nos enseña que «el misterio se vela continuamente,
se cubre de silencio, para evitar que, en el lugar de Dios, se
construya un ídolo». Quiero afirmar que hoy el riesgo para los
cristianos de acabar idólatras es grande. Presos del ruido de los
discursos humanos interminables, no estamos lejos de construir un
culto a nuestra altura, un dios a nuestra imagen. Como señalaba el
Cardenal Godfried Danneels, «la liturgia occidental, como se practica,
tiene como principal defecto ser demasiado locuaz». En África, decía
el abad Faustin Nyombayré, sacerdote ruandés, «la superficialidad no
perdona ni la liturgia ni las funciones pretendidamente religiosas,
donde vamos a resoplar y a sudar, más que a reposar, llenos de lo que
se ha celebrado para vivir mejor y dar testimonio». Las celebraciones
se hacen a veces ruidosas y agotadoras. La liturgia está enferma. El
síntoma más llamativo de esa enfermedad es la omnipresencia del
micrófono. Se ha vuelto tan indispensable que uno se pregunta: ¿cómo
podían celebrar antes de su invención?
El ruido de fuera, y nuestros propios ruidos interiores, nos hacen
extraños a nosotros mismos. En el ruido, el hombre no puede más que
caer en la banalidad: somos superficiales en lo que decimos,
pronunciamos discursos huecos, donde se habla y habla… hasta que se
encuentra algo que decir, una especie de «batiburrillo» irresponsable
hecho de chistes y palabras que matan. Somos superficiales también en
lo que hacemos: vivimos en una banalidad, pretendidamente lógica y
moral, sin hallar nada malo. Salimos a menudo de nuestras liturgias
ruidosas y superficiales sin haber encontrado a Dios ni la paz
interior que nos quiere ofrecer.

Después de su conferencia en Londres del pasado julio, volvió a la
orientación en la liturgia, y que deseaba verla aplicada en nuestras
iglesias. ¿Por qué es tan importante para usted y cómo le gustaría que
se pusiera en marcha ese cambio?

El silencio plantea el problema de la esencia de la liturgia. Pero
ésta es mística. Mientras abordemos la liturgia con corazón ruidoso,
tendrá un aire superficial y humano. El silencio litúrgico es una
disposición radical y esencial; es una conversión del corazón. Ahora
bien, convertirse, etimológicamente, es darse la vuelta, volverse
hacia Dios. No hay silencio auténtico en liturgia, si no estamos −de
todo corazón− vueltos al Señor. Hemos de convertirnos, volvernos al
Señor, para mirarle, contemplar su cara, y caer a sus pies para
adorarle. Tenemos un ejemplo: María Magdalena pudo reconocer a Jesús
la mañana de Pascua porque se volvió hacia Él: «Se han llevado a mi
Señor, y no sé dónde lo han puesto». «Haec cum dixisset, conversa est
retrorsum et videt Jesus stantem. Cuando dijo eso, se volvió, y vio a
Jesús que estaba allí» (Jn 20,13-14).
¿Cómo entrar en esa disposición interior sino volviéndonos
físicamente, todos juntos, sacerdote y fieles, hacia el Señor que
viene, hacia el oriente, simbolizado por el ábside donde se encuentra
la cruz? La orientación exterior nos lleva a la orientación interior
que simboliza. Desde los tiempos apostólicos, los cristianos conocían
esa manera de rezar. No es cuestión de celebrar de espaldas o cara al
pueblo, sino hacia el oriente, ad Dominum, hacia el Señor. Esa manera
de hacer favorece el silencio. En efecto, el celebrante tiene menos
tentación de monopolizar la palabra. Cara al Señor, es menos tentado
de convertirse en profesor que da una lección a lo largo de toda la
misa, ¡reduciendo el altar a una tribuna donde el eje no sería ya la
cruz sino el micro! El sacerdote debe recordar que no es más que un
instrumento en las manos de Cristo, que debe callarse para dejar sitio
a la Palabra, donde nuestras palabras humanas son insignificantes ante
el único Verbo eterno. Estoy persuadido de que los sacerdotes no usan
el mismo tono de voz celebrando cara a oriente. ¡Somos mucho menos
tentados de creernos, como dice el Papa Francisco, como actores!
Bien entendido, esta manera de hacer, legítima y deseable, no debe ser
impuesta como una revolución. En numerosos lugares, sé que una
catequesis preparatoria ha permitido a los fieles captar y apreciar la
orientación. ¡Cómo me gustaría que esta cuestión no fuese ocasión para
enfrentamientos ideológicos entre facciones! Se trata de nuestra
relación con Dios. Como tuve ocasión de decir recientemente, durante
una reunión privada con el Santo Padre, no hago aquí más que
sugerencias inspiradas por mi corazón de pastor, consciente del bien
de los fieles. No pretendo oponer una práctica a otra. Si
materialmente no es posible celebrar ad orientem, necesariamente hay
que poner una cruz en el altar, bien a la vista, como punto de
referencia para todos. Cristo en la cruz es el oriente cristiano.

Usted defiende ardientemente la constitución conciliar sobre la
liturgia, lamentando que ha sido mal aplicada. ¿Cómo lo explica usted
con la retrospectiva de los pasados cincuenta años? ¿Las autoridades
de la Iglesia no son las principales responsables?

Creo que nos falta espíritu de fe cuando leemos el documento del
Concilio. Embaucados por lo que Benedicto XVI llama el Concilio de los
medios de comunicación, hacemos una lectura demasiado humana, buscando
rupturas y oposiciones donde un corazón católico debe esforzarse por
encontrar la renovación en la continuidad. Más que nunca, la enseñanza
conciliar contenida en la Sacrosanctum Concilium nos debe guiar. Sería
hora de dejarnos enseñar por el Concilio más que de utilizarlo para
justificar nuestras inquietudes creativas o defender nuestras
ideologías usando las armas sagradas de la liturgia.
Solo un ejemplo: el Vaticano II definió admirablemente el sacerdocio
bautismal de los laicos como la capacidad de ofrecernos en sacrificio
al Padre con Cristo, para llegar a ser, en Jesús, «Hostia santa,
hostia pura, hostia inmaculada». Ahí tenemos el fundamento teológico
de la verdadera participación en la liturgia. Esta realidad espiritual
debería vivirse en concreto en el ofertorio, ese momento donde todo el
pueblo cristiano se ofrece, no ya al lado de Cristo, sino en Él, por
su sacrificio que será realizado en la consagración. La relectura del
Concilio nos permitiría evitar que nuestros ofertorios se desfiguren
por manifestaciones que tienen más de folklore que de liturgia. Una
sana hermenéutica de la continuidad podría llevarnos a devolver el
honor a las antiguas oraciones del ofertorio, releídas a la luz del
Vaticano II.

Menciona usted «la reforma de la reforma», que es su deseo (n. 257).
¿En qué debería consistir principalmente? ¿Se refiere a las dos formas
del rito romano o solo a la forma ordinaria?

La liturgia siempre debe reformarse para ser más fiel a su esencia
mística. Es lo que llaman «reforma de la reforma», y quizá deberíamos
llamar «enriquecimiento mutuo de los ritos», por retomar una expresión
del magisterio de Benedicto XVI. Es una necesidad espiritual.
Concierne pues a las dos formas del rito romano.
Me niego a perder el tiempo oponiendo una liturgia a la otra, o el
rito de san Pío V al del Beato Pablo VI. Se trata de entrar en el gran
silencio de la liturgia; hay que saber dejarse enriquecer por todas
las formas litúrgicas, latinas u orientales. ¿Por qué la forma
extraordinaria no debería abrirse a lo que la reforma litúrgica del
Vaticano II haya mejorado? ¿Por qué la forma ordinaria no podría
recuperar las antiguas oraciones del ofertorio, las oraciones al pie
del altar, o un poco de silencio durante ciertas partes del Canon?
Sin un espíritu contemplativo, la liturgia se vuelve ocasión de odios
y enfrentamientos ideológicos, de humillaciones públicas de los
débiles por aquellos que pretenden detentar una autoridad, cuando
debería ser el lugar de nuestra unidad y de nuestra comunión en el
Señor. ¿Por qué enfrentarnos y detestarnos? Al contrario, la liturgia
debería hacernos llegar todos juntos a la unidad en la fe y al
verdadero conocimiento del Hijo de Dios, a la edad del hombre
perfecto, a la plenitud de la estatura de Cristo… Así, viviendo en la
verdad del amor, creceremos en Cristo para elevar a todos hasta Él,
que es la Cabeza (cfr. Ef 4,13-15).

En el contexto litúrgico actual del mundo latino, ¿cómo se puede
superar la desconfianza que hay entre ciertos adeptos de las dos
formas litúrgicas del mismo rito romano que rechazan celebrar en la
otra forma y que tal vez la considera con cierto desprecio?

Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios y la expresión de
nuestra fe cristiana. El Cardenal Charles Journet afirmaba: «La
liturgia y la catequesis son las dos bocas de las tenazas por las que
el demonio quiere arrebatar la fe al pueblo cristiano y apoderarse de
la Iglesia para aplastarla, aniquilarla y destruirla definitivamente.
Todavía hoy, el gran dragón está al acecho ante la mujer, la Iglesia,
dispuesto a devorar al hijo». Sí, el diablo quiere enfrentarnos los
unos a los otros en el corazón mismo del sacramento de la unidad y de
la comunión fraterna. Es hora de que cesen desprecios, desconfianzas y
sospechas. Es hora de encontrar un corazón católico. Es hora de buscar
juntos la belleza de la liturgia, como nos recomienda el Santo Padre
Francisco, cuando dice que «la belleza de lo litúrgico (…) es
presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo
vivo y consolado» (Homilía de la Misa Crismal, 28-III-2013).

¿Cómo ha pasado su estancia excepcional en la Grande Chartreuse?

Doy gracias a Dios de haberme concedido esa gracia excepcional. Y cómo
callar toda la gratitud de mi corazón y mi inmenso agradecimiento a
Dom Dysmas de Lassus por su recibimiento tal caluroso. También
quisiera pedirle humildemente perdón por las molestias que haya podido
ocasionar durante mi estancia entre ellos. La Grande Chartreuse es la
casa de Dios. Nos eleva a Dios y nos pone ante Él. Todo lleva a
encontrar a Dios: la belleza de la naturaleza, la austeridad del
lugar, el silencio, la soledad y la liturgia. Aunque yo tengo la
costumbre de rezar de noche, el oficio nocturno de la Grande
Chartreuse me ha impresionado profundamente: la oscuridad era pura, el
silencio traía una Presencia, la de Dios. La noche lo ocultaba todo,
nos aislaba a unos de los otros, pero unía nuestras voces y nuestras
alabanzas, orientaba nuestros corazones, nuestras miradas y nuestros
pensamientos para no mirar más que a Dios. La noche es maternal,
deliciosa y purificadora. La oscuridad es como una fuente de donde
salimos limpios, apaciguados y más íntimamente unidos a Cristo y a los
demás. Pasar una buena parte de la noche rezando es regenerador. Nos
hace renacer. Aquí, Dios es verdaderamente nuestra Vida, nuestra
Fuerza, nuestra Felicidad, nuestro Todo. Siento una gran admiración
por san Bruno que, como Elías, condujo a tantas almas a esta Montaña
de Dios para escuchar y ver «la voz de un silbo apacible y delicado» y
dejarse interpelar por esa voz que nos dice: «¿Qué haces aquí, Elías?»

(1R 19,11-13).
Traducción de Luis Montoya.

[1] La force du silence. Contre la dictature du bruit. Fayard, 2016.
378 pp., 21,90 €.
[2] Artículo original en francés; y en inglés.
[3] La Grande Chartreuse (Isère, Francia, cerca de Grenoble) fue la
primera Cartuja de San Bruno. En 1084 el obispo Hugo facilitó a Bruno
y a sus seis compañeros un lugar apartado y deshabitado, situado un
poco más arriba del donde actualmente se encuentra la Grande
Chartreuse, en un valle a 1190 m de altura (ndt).
[4] Del griego apofatai (decir no, negar, sin palabras), la dimensión
apofática (también llamada negativa) es la forma de expresar lo
inefable: hablar de Dios apofáticamente es afirmar lo que Dios no es
(ndt).
[5] Del griego mystagogheín (iniciar, introducir en los misterios). El
término mistagogia se usa para indicar lo que se refiere a la
iniciación en los misterios (ndt).
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