SOR ÁNGELES SORAZU, ASOCIADA A LOS ÁNGELES
P. ÁNGEL PEÑA O.A.R.
SOR ÁNGELES SORAZU
ASOCIADA A LOS ÁNGELES
LIMA – PERÚ
Nihil Obstat
P. Ricardo Rebolleda
Vicario Provincial del Perú
Agustino Recoleto
Imprimatur
Mons. José Carmelo Martínez
Obispo de Cajamarca (Perú)LIMA – PERÚ
ÍNDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE: SU VIDA
Situación política. La Orden concepcionista.
Su infancia. Alejamiento de Dios
La conversión. La vocación.
Ingreso al convento. Noviciado.
Profesión perpetua. Consagración a María.
Segunda tornera. El demonio. Noche oscura
El desposorio. La noche del espíritu.
Convento de Jesús María.
Alegría de la naturaleza.
Confesión general. Directores espirituales.
Abadesa. Su figura. El matrimonio espiritual.
Sus libros predilectos.
Dones sobrenaturales a) Ciencia infusa.
b) Conocimiento sobrenatural. c) Éxtasis.
d) Don de sanar enfermos.
e) Comuniones sobrenaturales.
Su muerte.
SEGUNDA PARTE: SUS GRANDES AMORES
Amor a Jesús Eucaristía.
Amor al Corazón de Jesús.
Amor a la Santísima Trinidad.
Amor a la Virgen María. Amor a los santos
Amor a la Iglesia y al Papa.
Amor a su familia humana.
TERCERA PARTE: ASOCIADA A LOS ÁNGELES
a) Los ángeles.
b) Su amor a los ángeles.
c) Los ángeles de los sagrarios.
d) Asociada a los ángeles.
Mediación universal de María
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN
La vida de sor Ángeles Sorazu es una vida centrada en María. La Virgen fue para ella el motor de su vida espiritual; la guía y maestra en todo su caminar por las oscuras sendas del espíritu. Aferrada a ella pudo sortear todos los obstáculos y asechanzas del demonio. Por María y en María podía amar a Jesús sacramentado y por medio de Jesús (el Verbo humanado, como ella dice) pudo realizar su unión transformante con la Santísima Trinidad. En todas las etapas de su vida espiritual estuvo presente María. Y estaba convencida de que sin María no podía llegar a la santidad.
También nos habla mucho de su unión con los ángeles, como sus amigos y compañeros de oración y de adoración a Jesús sacramentado. Ella se asoció a ellos como hermana y se consideraba uno de ellos. Los ángeles fueron en su vida un medio que Dios le concedió para amarlo más por medio de María.
Son hermosas las frases en que nos habla de los ángeles y de su unión con ellos, especialmente cuando estaba en adoración ante Jesús Eucaristía.
Que el ejemplo de su vida nos estimule en nuestro amor a María, a Jesús sacramentado y a los santos ángeles, para que podamos llegar al grado de amor y de santidad al que Dios nos ha destinado desde toda la eternidad.
Nota.- Al citar el texto de sus cartas o de su Autobiografía, nos hemos tomado la libertad de cambiar algunas palabras para que el texto sea más inteligible, respetando siempre el sentido original.
PRIMERA PARTE
SU VIDA
SITUACIÓN POLITICA
La situación política de España en el siglo XIX fue muy deplorable. Hubo dos guerras civiles entre liberales, contrarios a la Iglesia, y carlistas, católicos partidarios de la subida al trono del príncipe Don Carlos. El año 1898, en guerra con Estados Unidos, España perdió Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Por otra parte, la situación religiosa estaba deteriorándose debido a las medidas tomadas contra la Iglesia por los liberales. En 1835 habían dado la ley de desamortización, promulgada por el Ministro Mendizábal, por la cual se suprimían todos los conventos de religiosos varones. En principio, sólo se salvaron unos poquísimos conventos-seminarios para recibir vocaciones para Filipinas, pues en esos años el Gobierno consideró que para el buen gobierno de esas islas era necesaria la presencia de los misioneros españoles. Es cierto que, poco a poco, los sucesivos Gobiernos dieron permiso para la fundación de otros conventos, pero la mayor parte de ellos habían sido suprimidos y sus bienes malvendidos y sus bibliotecas expoliadas por la gente del pueblo. A veces los libros los usaban para usos domésticos o los malvendían, siendo tesoros de valor incalculable; y lo mismo podemos decir de tantas obras de arte acumuladas durante siglos.
La cultura bajó de nivel al clausurarse muchos colegios e Instituciones dirigidas por religiosos, especialistas en distintas ramas del saber. Felizmente los conventos de religiosas fueron respetados, pero tuvieron que sufrir muchas limitaciones. Los religiosos exclaustrados debían vivir como sacerdotes diocesanos incardinados en alguna diócesis o con sus familias; dependían del obispo, pero sin llevar vida de comunidad y sin poder atender convenientemente a los conventos de religiosas. Por lo cual la Santa Sede decidió que los conventos de religiosas, en vez de depender de los religiosos de su Orden, dependieran directamente de los obispos.
Por otra parte, la situación económica de estos conventos de religiosas era muy precaria, dado que no realizaban trabajos remunerados para el exterior y sólo sobrevivían con las dotes de las que ingresaban y poco más.
Pensemos que en aquella época los monasterios de clausura estaban prácticamente incomunicados unos con otros y había estricta clausura. No existían las federaciones de monasterios, que más tarde promovió el Papa Pío XII. Además, en esos tiempos, existían las hermanas de Coro o coristas, que rezaban el Oficio divino en latín y las hermanas legas o de velo blanco, que se dedicaban a las labores de la huerta, cocina, etc. Esta división de clases fue suprimida por el concilio Vaticano II. En una palabra, había pobreza material y espiritual, hablando en general.
LA ORDEN CONCEPCIONISTA
Las religiosas concepcionistas, a las que perteneció nuestra biografiada, fueron fundadas por santa Beatriz de Silva, que nació en Campo Mayor (Portugal) en 1426 y murió en 1492. Tuvo parentesco (prima) con la reina Isabel de Portugal. Con el auspicio de Isabel la Católica, reina de Castilla, consiguió la aprobación de la Orden de la Inmaculada Concepción el 30 de abril de 1489 por el Papa Inocencio VIII.
El primer convento fue el de Toledo. Actualmente, la Orden está extendida por muchos países, especialmente en España y Latinoamérica. Son aproximadamente 150 conventos. Una de las religiosas más famosas de esta Orden ha sido la venerable Madre María de Jesús Ágreda (1602-1665), que vivió en el convento de Ágreda (Soria) y que durante los años 1620 a 1631 estuvo muchas veces en los territorios norteamericanos de Nuevo México, Texas, Colorado y Arizona en bilocación, y allí evangelizó a 500.000 indios.
El franciscano padre Benavides, después de haber constatado en esos lugares la presencia de una misionera vestida de religiosa, escribió un Memorial de los hechos que fue confirmado por la misma Madre Ágreda en persona, cuando él la visitó en su convento .
En el siglo XIX había en Valladolid dos conventos de concepcionistas, uno llamado de Jesús María, y el otro de La Concepción. Este último había sido fundado en 1521 por Don Juan de Figueroa y en él entró sor Ángeles Sorazu.
SU INFANCIA
Sor Ángeles (Florencia) nos dice en su Autobiografía : Nací en Zumaya (Guipúzcoa) el 22 de febrero de 1873, y al siguiente día 23 fui bautizada en la iglesia parroquial de San Pedro apóstol , donde recibí más tarde el sacramento de la confirmación . Pertenezco a una familia pobre constituida en su mayor parte de pescadores. Mis abuelos paternos se llamaron Buenaventura Sorazu y Ana Goicoechea. Los maternos, José Aizpurua y Concepción Olaizola. Mis padres, Mariano Sorazu y Antonia Aizpurua, y mis padrinos, Santos Sorazu y María Antonia Aizpurua, ambos tíos carnales .
Mis padres y abuelos eran muy católicos, siempre nos hablaban de Dios, de la Virgen y de los santos; tanto que los primeros años de mi vida los pasé en un ambiente parecido al que rodeó la existencia de los primitivos cristianos. Como éstos, miraba a Jesús como jefe de familia, y a los santos los identificaba con mis padres y abuelos, especialmente a san José, san Joaquín y santa Ana, a los santos apóstoles, y a san Ignacio de Loyola, patrón de Guipúzcoa, singularmente venerados de mi familia .
Pocos días después de mi nacimiento, para sustraernos al peligro que amenazaba la villa con motivo de la guerra, mi padre nos llevó al establecimiento de Baños de Cestona, donde estuvimos cerca de dos años. Los años tercero, cuarto y quinto de mi infancia estuve en Zumaya, donde asistí a la escuela de párvulas de las Carmelitas de la Caridad. Siendo de cinco años, mis padres perdieron los pocos bienes que poseían, y para facilitar la compra y el transporte del pescado que mi padre vendía en Tolosa, la familia se domicilió en San Sebastián, donde estuve hasta los once años en compañía de mi madre y hermanos. Mi padre vivía en Tolosa, y nos visitaba cada tercero o cuarto día. Durante nuestra estancia en San Sebastián visitó Dios nuestra familia con largas y penosas enfermedades. Por este motivo, y para distraernos de la pena que nos produjo el desenlace (muerte) de dos hermanitas, nos trasladamos a Tolosa, donde pasé el resto de mi vida secular .
Siendo de seis o siete años, un día de repente me sentí poseída del sentimiento de la infinita grandeza y soberana bondad de Dios, que entendí era infinitamente amable. Comprendí cuán estimable es y digno de ser amado y servido de sus criaturas y el honor que a éstas les resulta de ocuparse en su servicio, o sea, la verdad de estas palabras: “Servir a Dios es reinar”. Sentí vivo anhelo de consagrarme al amor y servicio de Nuestro Señor, mas no me atreví a realizarlo por el sentimiento de la propia indignidad para tan alto honor, y porque temí de mi debilidad y grande miseria que no serviría a mi Dios con la absoluta fidelidad y pureza de conciencia que entendí merece ser servido y yo lo deseaba. Propuse hacerlo cuando fuese mayor de edad, si Dios se dignaba recibirme en su santo servicio, o sea, en el número de las almas consagradas a su santo amor y servicio, pensando que la mayor edad sería auxiliar poderoso para la fidelidad y pureza inviolables que anhelaba .
A la edad de nueve años, después de larga y penosa enfermedad, visitando la iglesia parroquial de San Vicente (en San Sebastián), en compañía de mi madre, hice propósito de ser santa, respondiendo al deseo que tuvo mi buena madre al pedir mi salud, quien me dijo que se lo había pedido a Nuestro Señor con la condición de que fuera buena y no le ofendiese con un solo pecado. Entendí que Dios bendecía el propósito y, poco después, cerca de la misma iglesia, en la calle de San Vicente, tuve una especie de visión. Comprendí que Nuestro Señor estaba en una región, especie de cielo, cuya voluntad se impuso a mi alma y me requirió soberanamente para un grado de perfección altísima mediante un completo abandono a la misma. Anhelaba responder al divino llamamiento y me costaba mucho resistir a la voluntad de mi Dios que me requería para conducirme a la santidad por caminos que yo ignoraba, pero yo me resigné por temor de ser infiel a la gracia, y diferí el acto de abandono, para el cual era requerida, para cuando cumpliese los 25 años, pensando que entonces dispondría de las energías necesarias para conservarme en la consagración proyectada. Mientras duró el soberano influjo y la lucha entre la voluntad de Dios y mi flaqueza, entendí que Nuestro Señor favorece soberanamente a las almas que a su servicio se consagran y el bienestar que éstas experimentan en sus relaciones divinas, cuya noticia acrecentó mi pena por la poca edad, pues quisiera salvar los años que me faltaban para los 25 para intimarme con Dios y gozar de sus favores, a la vez que cumplía su santísimo querer.
A los 11 años hice la primera comunión y me alisté en la Congregación de las hijas de María. Me confesaba mensualmente, y todas las veces que recibía el sacramento de la penitencia, experimentaba en mi alma una cosa muy divina y permanecía unida a Dios y en oración continua por espacio de uno o varios días hasta que cometía la primera falta deliberada, cuyo remordimiento me retraía de Nuestro Señor y abandonaba la oración, pensando que con ella más le ofendía que agradaba. Pero continuaba practicando el ofrecimiento de obras y otros ejercicios de piedad que hacía todos los días .
Cuando Florencia tenía 13 años fue a servir a una casa de San Sebastián, pero extrañaba mucho a su familia y no le daban bien de comer. Por eso, al año se regresó a su casa de Tolosa y consiguió ser admitida como obrera en la fábrica de boinas Elósegui. Allí trabajó hasta su entrada al convento
ALEJAMIENTO DE DIOS
A sus quince años se disipó un poco, aficionándose a las diversiones mundanas. Salía con amigas al baile y a otros espectáculos públicos. Ella refiere: Cumplidos los quince años, empecé a sentir la perniciosa influencia del mundo, del demonio y de la carne, que me arrastraban a las vanidades y pasatiempos mundanales, singularmente al baile. Tenía una pasión por bailar que no me dejaba sosegar. En el mismo momento fui requerida por la divina gracia para abandonar el mundo y hacer una confesión especial o general como preparación para la comunión pascual. Era Semana Santa. Por falta de valor para vencer la inclinación que me arrastraba a las vanidades mundanales y al baile, o por temor de ser infiel a Dios si adelantaba el plazo de mi conversión por mi poco juicio y firmeza, resistí al divino llamamiento y secundé los perversos designios de Satanás, abandonando a mi Dios y casi todas las prácticas piadosas, incluso la confesión y comunión y la asistencia a los ejercicios de la Congregación.
Así viví, como pagana, hasta los dieciséis años, cometiendo muchos pecados y hubiera cometido infinitos más, y los más horrendos y degradantes, a no prodigarme sus cuidados paternales la divina providencia que veló sobre mi conducta, ligó mi sensualidad hasta el punto de no sentir su influencia, y me sustrajo a los peligros que me creó el diablo y me procuraba yo misma. No detallo los pecados que cometí en este período y en los anteriores para no escandalizar a las almas inocentes que quizá leerán esta relación, pero afirmo que fueron muchos y graves, y el haberme librado de otros mayores lo atribuyo a la protección de Dios, de la Virgen Santísima y de mi ángel custodio, a quienes profesaba singular devoción desde mi infancia.
No pensaba convertirme hasta tener 25 años, pero todas las veces que asistía al santo sacrificio de la misa, con mucho fervor le pedía a Nuestro Señor la gracia de una conversión verdadera para ser toda suya, añadiendo que esta gracia me la concediera cuando fuese mayor de edad y dispusiera de la firmeza y energías necesarias para perseverar en su santo servicio sin cometer ni la más mínima imperfección.
He aquí cómo otorgó el Señor mi petición. Fuimos siete hermanos. Sus nombres: Concepción, José Manuel, Joaquín Luis, Julita, Bibiana y María. Julita y Bibiana no se lograron, los demás pasaron de veinte años. Servidora fue la tercera, me llamaba Florencia. Nos queríamos mucho los hermanos y nos divertíamos juntos dentro y fuera de la casa. Los padres nos permitían ir en romería a las aldeas cuando en ellas se celebraba fiesta en honor del santo titular o protector. A estas romerías asistíamos todos los hermanos, mas no siempre íbamos juntos. Nos reuníamos en la aldea para hacer la merienda, bailar y singularmente para acompañarnos a nuestra vuelta de regreso y llegar juntos a casa al toque del “Angelus” en cumplimiento de las órdenes recibidas de nuestros queridos padres. Cumplidos quince años, mi hermano mayor José Manuel se retiró al claustro y, con este motivo, para distraer su pena, mi hermana mayor se fue a San Sebastián, donde estuvo largo período en compañía de mis tíos.
La ausencia de los dos hermanos mayores contribuyó, sin duda, para que me dejara arrastrar por la corriente del mundo en este período, cuando empezaba a sentir su influencia acompañada de una extraordinaria afición al baile, baile honesto y libre se entiende, como se acostumbraba entonces entre las jóvenes piadosas de Tolosa. Mas fuera o no éste el motivo, no quiero atribuir mi relajación a las vicisitudes de la vida, porque en mi alma había sobrada perversidad para el pecado .
A los quince años me aficioné a una amiga algo mundana, aunque de buena conducta. Compartí su vanidad en el vestir y peinado y su afición al baile, mas no sus inclinaciones y mayor libertad para hablar con personas de otro sexo. Las pocas veces que en el mundo hablé de paso, a solas, con personas de otro sexo llamé la atención del interlocutor con el temblor que se apoderó de mi organismo, interceptando mi voz la agitación que padecía. Esto tratándose de personas conocidas y que trataba mucho en casa. Fue providencial este temblor, y lo experimenté desde mi niñez. Cuando salía de casa para ir a lugares peligrosos o que podía sufrir algún encuentro con varones, me encomendaba a la Virgen Santísima y permanecía en oración mientras duraba el peligro. Mi semblante reflejaba sin duda mis disposiciones interiores, porque infundía respeto aun a los jóvenes más libertinos, quienes se retraían y retiraban con estas o semejantes palabras que hablaban entre sí: “¡Qué seria y formalota es!”.
Más he aquí que una tarde, al anochecer, cuando me dirigía a casa, observé que un caballero, dejando la dirección que seguía, se había vuelto y venía en pos de mí. Apreté el paso, y cuando llegué cerca de casa, di una corrida y me metí en el portal cerrando la puerta tras de mí. El caballero debió volver a tomar su camino. Al día siguiente referí a una amiga mía el susto que había recibido cuando observé que el caballero me seguía. Permitió Nuestro Señor que la amiga repitiese la historia con alguna inexactitud, quizá sin intención, y pocos días después me sorprendió una horrorosa calumnia, de cuyo cumplimiento estaba yo muy lejos. La sufrí en profundo silencio exterior e interior, besando la mano de Nuestro Señor, que ejercitaba mi paciencia. Es más, continué mis relaciones con la amiga de referencia, que era piadosa, y la amé y obsequié como si nada me hubiera hecho .
Cumplidos dieciséis años, el 29 de junio de 1889, fiesta del apóstol San Pedro, me fui en romería a Leáburu con varias amigas, esperando hallar en dicha aldea a mis hermanos Concepción y Joaquín Luis. La providencia dispuso que ni uno ni otro asistiesen a la romería que se celebraba en honor del santo apóstol, patrón de Leáburu, y también de nuestro pueblo natal, y por esto singularmente venerado en nuestra familia. Los dos hermanos asistieron al paseo y baile público de Tolosa, y al no encontrarlos en la romería, adelanté la hora de mi regreso para llegar a casa al tiempo que ellos, mas no lo conseguí. Cuando entré en casa hacía rato que mis hermanos estaban en ella y era pasada la hora del “Angelus”. Mi querida madre se preocupó cuando me echó de menos a la llegada de mis hermanos.
Sin sospechar lo que pasaba por el corazón de mi madre, le entregué las rosquillas que había adquirido para ella y mi padre en Leáburu como recuerdo de la romería del santo apóstol, las que rechazó sin decirme palabra. Insistí en que aceptase el presente, rechazando mi madre nuevamente con estas palabras: “Nunca pensé que tú pertenecerías al mundo. Mira cómo se porta tu hermana, en otro tiempo ávida de pasatiempos”. Advierto que mi hermana en períodos anteriores gustaba mucho de salir de casa, frecuentar el paseo, bailar, etc., aunque honestamente; mientras parecía que yo había nacido para ermitaña. En cambio después, cuando yo me aficioné al baile, ella cifraba sus delicias en las funciones religiosas de los templos. Recordaba esto el reproche.
Las palabras de mi madre me desconcertaron, porque leí en ellas el desencanto que padecía al verme tan ávida de diversiones. Ella me había manifestado constantemente el concepto que de mí tenía y sus esperanzas de verme consagrada al amor y servicio de Nuestro Señor. Recordé los sentimientos que abrigó mi corazón en períodos anteriores, el propósito que había hecho en mi niñez de sustraerme a la influencia del mundo y perseverar toda mi vida retirada en mi casa para evitar a mi madre el disgusto que le proporcionaba la disipación de mi hermana. Recordé los llamamientos que había tenido hacia la perfección, mis ansias de consagrarme a Dios, etc., y me retiré a mi cuarto, pensando en estos recuerdos.
Era la primera vez que veía triste a mi madre por mi culpa, y la viva impresión que me produjo hizo revivir en mi alma no sólo los recuerdos, sino también los sentimientos y aspiraciones. Sentí vivísimo anhelo de consagrarme a Dios Nuestro Señor, cumpliendo los propósitos que había hecho en períodos anteriores y todos mis anhelos relacionados con la propia santificación. Deploré como una desgracia que los años de mi vida fuesen tan largos, que tardaran tanto en pasar por mi historia, porque me costaba una pena insoportable diferir mi conversión un solo día. Era apremiante hasta no más la necesidad que sentía de entregarme toda a Dios. Conté los años que faltaban para el plazo prefijado para mi conversión, y, al ver que faltaban nueve, me afligí muchísimo. Quise adelantarlo, pero no me atreví, pensando que si lo hacía, mi conversión sería obra humana, no de Dios, y además que no perseveraría en el camino de la perfección si lo abrazaba antes de dicho tiempo por las razones que dije, y la recaída me excluiría del beneficio de la salvación; porque no habría lugar para una segunda conversión.
Ya que no me atrevía a adelantar el plazo, pensé en conciliar la práctica de la virtud con los pasatiempos mun¬danales (cosa que no había podido nunca) y propuse asistir a las funciones de los templos los días de fiesta, antes de salir a paseo, empezando a cumplir el propósito desde el día siguiente. Nuestro Señor tenía determinada otra cosa, sin duda porque previó que mi vocación peligraba en el mundo y porque mi corazón tenía que ser necesariamente todo suyo, único para el Único, todo para el Todo, y que para mí no había término medio.
Pasáronse dos días, en los cuales continué experimentando la influencia de la vocación que secretamente trabajaba en mi alma. El 2 de julio asistí a una reunión consti¬tuida en su mayor parte de jóvenes piadosas que hallaron el secreto de conciliar la piedad y la vanidad mundanal. Había entre ellas una beata sólidamente virtuosa. Todas hablaban menos la servidora, que guardó profundo silencio según mi costumbre, porque nunca fui habladora. Entre otras cosas hablaron sobre la confesión general y la facilidad con que se hace. Muchas veces había oído a mi madre hablar de la utilidad de la confesión general, especialmente cuando se trata de tomar estado. Desde la primera vez que lo oí, propuse hacerla como principio de mi consagración a Dios y primer paso de mi vida espiritual cuando cumpliese los veinticinco años, cuyo cumplimiento anhelaba, pero me imaginaba que costaba mucho hacer la confesión general…
M preparé para la confesión y la hice con la mayor felicidad en el término de una hora… y me retiré del confesionario enajenada de puro contento… Experimenté visiblemente lo que confiesa de sí mismo san Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” .
LA CONVERSIÓN
Después de la confesión general me consagré a Dios sin reservas, y dediqué al culto divino todas las horas del día sin perjuicio de mis obligaciones, procurando consagrar éstas con varias devociones.
Elegí para mi habitación el cuarto más retirado de la casa, y lo transformé en oratorio. Puse un altarcito con el crucifijo y las imágenes de los Sagrados Corazones, la Inmaculada, etc., y en él me recogía el tiempo libre para practicar mis piadosos ejercicios. No hablaba más que lo preciso, abstraída de toda comunicación innecesaria con las criaturas, incluso con mis hermanos; vivía sólo para Dios, buscaba su voluntad, y, conocida, la cumplía.
El primer medio de santificación que la voluntad de Dios me impuso fue la devoción al sacratísimo Corazón de su divino Hijo y su propaganda. El día 3 de julio de 1889 hice mi confesión general, y el 5 me inscribí en el Apostolado de la oración, y poco después empecé a conquistar almas para el Sagrado Corazón y fui constituida celadora. Como segundo medio de santificación me impuso Nuestro Señor la práctica de la imitación de san Francisco de Asís y, por medio del santo Patriarca, la imitación del mismo Cristo Nuestro Señor, pero con la particularidad de que las dos devociones se desarrollaban bajo la protección de la Santísima Virgen, en cuyo obsequio empleaba la mayor parte del tiempo.
He aquí mi primer horario. Entre las 4 y 5 de la mañana me levantaba, adoraba a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen y practicaba varias devociones empezando por el ofrecimiento de obras a Jesús por María, la consagración a la Señora, su trisagio y algunas oraciones, v. g., Memorare .
Habiendo cumplido con mis devociones, me iba al templo, recibía la sagrada comunión y oía dos misas. En el altar del comulgatorio, en la presencia de Jesús sacramentado y de la Santísima Virgen, a quien estaba consagrado el altar, oraba un rato a mi manera, y me retiraba a casa para cumplir mis obligaciones.
El resto del tiempo hasta el mediodía lo empleaba en las labores, pero sin descuidar el ejercicio de la divina presencia. Impulsada de la necesidad de obsequiar a la Santísima Virgen, cada hora, y muchas veces cada media hora, rezaba el padrenuestro y diez avemarías, y recordaba uno o varios títulos de la Señora que comprende su letanía, saboreando las dulzuras que encierran las relaciones marianas. Asimismo, impulsada de la caridad, rogaba a Jesús por los pecadores, agonizantes, almas del purgatorio, etc., especialmente por la juventud, que, como yo en períodos anteriores, cifraba sus delicias en los pasatiempos mundanales, para que Nuestro Señor los atrajese a todos a su santo amor y servicio como lo había hecho conmigo, porque quería compartir mi felicidad.
Al medio día, después de comer, leía un libro espiritual, y me recreaba otro rato contemplando el cielo. El tiempo restante hasta las siete lo empleaba en la labor consagrándolo con el ejercicio de la presencia de Dios en la forma que por la mañana. De siete a ocho y media permanecía en el templo, donde rezaba el santo rosario, escuchaba la vida del santo que el sacerdote leía en el púlpito, hacía el ejercicio del viacrucis, acompañaba un rato a Jesús sacramentado, y practicaba otras devociones en obsequio de Jesús y de la Virgen. De ocho y media a nueve me retiraba a casa, cenaba, practicaba las oraciones de la noche y me entregaba al sueño…
La mayor parte de los días no desayunaba hasta la una de la tarde, hora en que terminaba las meditaciones de la Pasión, porque no me permitía el amor y la compasión que le profesaba a mi Dios humanado procurar a mi cuerpo ningún alivio en el tiempo que consagraba a la meditación de sus sufrimientos. Penetrada del sentimiento de la Pasión del Señor, derramaba muchas lágrimas, y mientras penaba mi corazón, afligía mi cuerpo con el ayuno y otras mortificaciones que me imponía. En el templo permanecía de rodillas todo el tiempo, y casi siempre con las rodillas desnudas en el suelo, a pesar de estarme en la iglesia bastante tiempo, y más de una vez en días festivos me pasé en ella casi todo el día .
Entre otros beneficios, debo a Nuestro Señor la agudeza de ingenio para todo lo que se relaciona con su gloria y una torpeza grande para comprender las cosas de la tierra, especialmente las noticias que pudieran comprometer la santa pureza .
LA VOCACIÓN
Deseaba retirarme al desierto para perfeccionar la oración de contemplación con que se dignaba favorecerme Nuestro Señor alguna que otra vez. Estando con estos deseos, un día, mi confesor (era el mismo con quien hice la confesión general) me mandó que me fuese a confesar con un sacerdote que oía confesiones en otro confesonario del mismo templo. Por obedecer al confesor me acerqué al confesonario que me señaló, e hice mi confesión semanal con el confesor extraordinario. Era éste un santo, y por tal lo calificaba el vulgo devoto. No le hice ninguna manifestación de mis interioridades, pero a pesar de mi silencio, iluminado con luz superior, adivinó mis proyectos de retirarme al desierto, el motivo que me inspiraba este deseo y mis sentimientos. Le contesté que era verdad cuanto me decía, y me dijo entonces que Dios Nuestro Señor me había deparado el desierto en un convento de clausura. Que lo intentase donde me sintiera llamada. Le dije que mis padres no podían darme la dote para ingresar en un convento de clausura, pero insistió que pretendiese el ingreso, asegurándome que me aceptarían dondequiera lo intentase.
Referí a mi confesor el caso, y me mandó que lo tratase cuanto antes con mis padres, y que el medio más fácil era perfeccionarme en el estudio de la música para ingresar en concepto de cantora o de organista. Hablé a mis padres y aprobaron el medio indicado por mi confesor y decidióse mi vocación. Hasta esta fecha no pensaba en la vida religiosa, sino únicamente en cumplir la voluntad de Dios. Esto contestaba a mi confesor cuando me hablaba de la vocación religiosa .
Florencia para entrar sin dote al convento debió aprender música y canto con el maestro navarro Felipe Gorriti, que vivía en Tolosa. Cuando ya estaba preparada en música y buscaba dónde entrar, un buen día se encontró con una joven, Pilar Otegui, que iba a entrar en el convento de las capuchinas de Caspe (Zaragoza). Florencia se le asoció en el viaje para ver el convento y poder hablar de la posibilidad de entrar. El viaje fue en los primeros meses de 1891 y estuvo allí unos pocos días. Fue examinada de música y canto por el organista de Caspe. Las religiosas estuvieron de acuerdo en aceptarla sin dote para ser cantora y ella se comprometió a regresar en un futuro próximo.
Dios, en cambio, tenía otros planes. El mismo día en que pensaba ir a Caspe para entrar definitivamente en el convento, cayó gravemente enferma su hermana mayor Concepción, de 21 años, quien falleció al poco tiempo, dejando a la familia en una situación muy triste y difícil. Algunos vecinos corrieron la voz de que Concepción había muerto de viruela y sus familiares podían estar contagiados y contagiar a los demás. Por ese motivo, internaron a toda la familia en la Casa de la Misericordia de Arramele, en el mismo Tolosa. Mientras estaban allí, algunos aprovecharon para robarles todo lo que tenían en casa.
Por estos sucesos familiares, Florencia decidió postergar la entrada al convento medio año. Pero un día recibió una carta inesperada de la Madre abadesa de las religiosas concepcionistas de Valladolid, proponiéndole ingresar en su convento sin dote en calidad de cantora.
La razón era que un hombre, llamado por el vulgo el pedigüeño, recorría los pueblos pidiendo limosna para las monjas capuchinas de Caspe, llevando una urna con el Niño Jesús. El pedigüeño llegó al convento de La Concepción de Valladolid y ellas le pidieron al Niño que les trajera una cantora. El pedigüeño les dio las señas de Florencia y, por eso, le escribieron. Florencia quería cumplir su palabra con las monjas de Caspe, pero su madre, sabiendo que eran muy austeras y que Florencia tenía mala salud, le aconsejó que optara por Valladolid, y ella, siguiendo el consejo de su madre, aceptó. Algunas religiosas dirían que el Niño Jesús les había traído a Florencia, futura sor Ángeles.
Los últimos meses que vivió en el mundo encontraba consuelo en sus penas en la devoción a Jesús Eucaristía, a María, a los ángeles y a san Francisco. Era terciaria franciscana.
INGRESO AL CONVENTO
Ella declara: El día 25 de agosto del año 1891, de dos y media a tres de la tarde, me despedí de mis padres y hermanos y salí de Tolosa (en tren) con dirección a Valladolid, adonde llegué de once y media a doce de la noche. Me acompañó mi confesor. Desde la mañana del citado día en que visité por última vez la iglesia de San Francisco de Tolosa, hasta la tarde del siguiente día en que penetré en este sagrado Claustro, estuve como abstraída, sin darme cuenta de lo que pasaba y se hablaba en torno mío, con cierto sentimiento de la presencia de Dios y de sus designios sobre mi alma en el importante acto que iba a realizar. No comí ni hablé apenas nada, ni pude atender a ninguna de las cosas que me enseñaron las personas que me acompañaban, ocupada mi mente no sé si en Dios o en lo que debía hacer en mi nueva vida.
Cuando penetré en el Claustro y las religiosas me presentaron una santa imagen de la Virgen, experimenté una felicidad divina, inexplicable, un deseo ardiente de santidad, una dilatación o descanso muy grande en mi alma, como quien estaba en su centro y poseía su anhelado fin. Por la noche, después de retiradas las religiosas, me dejaron sola en la habitación destinada para mi uso en el noviciado. Puesta de rodillas a los pies de un crucifijo, me entregué al amor y servicio de mi Dios humanado con mucho fervor y propósito de ocupar siempre en Él mi pensamiento y mi amor, sin admitir ni un solo pensamiento inútil mientras viviera en esta santa casa, voluntariamente se entiende.
Empecé el postulantado con cierto sentimiento de la presencia de Dios, presente en todo lugar, animada de los mejores sentimientos, resuelta a responder a los designios de Dios en mi vocación religiosa. Pocos días después de mi ingreso, me constituyeron lectora del refectorio (comedor), y la primera vez que leí la santa Regla, entendí de una manera clara la altísima perfección que entraña el exacto cumplimiento de nuestra santa Regla, y cuán lejos estaban las religiosas que constituían la Comunidad del estado de perfección a que eran llamadas por su vocación religiosa.
Enamorada del estado de santidad que me revelaba el conjunto de leyes que constituye nuestra Regla, anhelaba con ardor conformar mi vida con ella, pero veía los obstáculos que me impedían la exacta observancia de la misma por la relativa relajación de costumbres .
Entre otras irregularidades, había en la Comunidad la costumbre de reunirse cada religiosa con su amiga, visitándose en la celda mutuamente, y emplear las horas libres en charlar. No había recreación común. Yo me reconocía la más culpable delante de Dios y miserable de todas, y poseída del sentimiento de la propia vileza, no me atrevía a manifestar siquiera las continuas protestas de mi criterio y corazón contra las peligrosas costumbres introducidas, y Nuestro Señor me requería para la perfecta observancia de la Regla y para reformar la Comunidad, primero con el ejemplo, después con mi autoridad, utilizando en obsequio de la observancia los talentos recibidos y la influencia que ejercía en el corazón de las religiosas .
NOVICIADO
El primer año de vida en el convento después de la toma del hábito era de noviciado, antes de hacer la profesión perpetua. En aquellos tiempos no hacían votos temporales o simples por tres años antes de la consagración perpetua y definitiva. En 1862 el Papa Pío IX impuso a todas las Órdenes de varones la profesión temporal de tres años y el Papa León XIII la extendió a las Órdenes femeninas en 1902; a sor Ángeles no le tocó.
Ella nos informa: Pasé el (primer) mes de postulantado más triste que alegre. A la tristeza se agregó el sentimiento de la separación de mis padres y hermanos, cuyo afecto natural sentía con mayor viveza que cuando vivía a su lado. Pocos días antes de tomar el santo hábito comuniqué mis anhelos y temores relacionados con la observancia regular a mi Madre Maestra (que a la vez era abadesa), quien me dio su palabra de facilitarme el exacto cumplimiento de la Regla más adelante, y me aconsejó que tomase el hábito, y así lo hice.
El santo hábito me lo impusieron el día 29 de setiembre, fiesta del arcángel San Miguel, y me cambiaron el nombre de Florencia por el de sor María de los Ángeles. Casi todo el año del noviciado viví sumida en la tibieza y disipación de los sentidos y potencias, practicando los ejercicios espirituales, así comunes como particulares, sin devoción ni atención…
Tenía una tentación continua de abandonar este sagrado Claustro para entrar en otra Comunidad más observante, donde pudiese responder a mi vocación siguiendo la vida común, sin necesidad de singularizarme, cuya tentación me duró casi todo el año de noviciado...
El cariño y deferencias de que fui objeto por parte de la Comunidad en el año del noviciado me ayudó mucho a vencer la tentación de salir de esta santa casa para entrar en otra, porque no cabía en mi corazón abandonar a unas religiosas que me amaban con predilección y me miraban como el porvenir de esta santa Comunidad.
El sentimiento de la separación de mi familia lo procuré ahogar en mi corazón con el conocimiento del peligro en que me ponía volviendo las espaldas a Dios por acompañar a mis padres y hermanos, en quienes tenía ocupado mi pensamiento y mi amor, y lo conseguí con la gracia de Dios, a quien estimaba más que a mis padres, aun en medio de mis extravíos y vida disipada, y por esto nunca pensé en salir del convento para volver al hogar paterno, porque apreciaba en su justo valor la vocación religiosa.
Desde entonces me propuse no admitir afecto de criaturas ni amar a éstas sino en Dios, por Dios y para Dios, para conservar mi corazón puro, libre, suelto de afectos terrenos y una voluntad virgen, empleada toda en amar a mi Dios, toda vez que por amor del mismo Dios había sacrificado todo lo que amaba sobre la tierra, que eran mis padres y hermanos, únicos capaces de llenar mi corazón, fuera de Dios. Y en adelante, para conservarme en esta pureza de afectos humanos, todas las veces que me veía en compañía de las religiosas o en el locutorio, cual si temiese que me robasen el afecto, repetía hablando no sé si con Dios o conmigo misma: “Dejé a mis padres y hermanos, que tanto amaba, y vine a esta tierra extraña, donde nada me gusta ni satisface el corazón, y después de haber sacrificado cuanto amaba en la tierra, ¿pondré mi afecto en criaturas desconocidas para mí? No, Dios y solo Dios será en adelante el único objeto de mi amor, solo Dios, solo Dios” .
PROFESIÓN PERPETUA
Los dos meses últimos del noviciado me preparé para la profesión recordando los llamamientos que había tenido a la perfección, estudiando al santo Patriarca (san Francisco) y procurando copiar sus virtudes. Soñaba con la esperanza de estrechar mis relaciones marianas y de vivir bajo la dirección de la Santísima Virgen desde el momento en que, realizada la profesión, iría a vivir a mi celdita. Mi Madre Maestra y abadesa me había regalado un cuadro de la Inmaculada y, llevando éste a la celda que me habían señalado, lo colocaba sobre la mesa y rogaba a la Señora que tomase posesión de la habitación…
Me enloquecía pensando que la celda sería mi oratorio, un santuario de la Santísima Virgen y que la mesa destinada para mi uso serviría de altar. Ignoraba yo lo que me esperaba, desconocía el designio de Dios relacionado con la vida mariana, que iba a cumplirse a mi favor. Soñaba con una felicidad desconocida, con el desarrollo del germen mariano depositado en mi corazón, quizá en el santo bautismo, cuya presencia había sentido varias veces en mi vida secular, cuando atraída por una fuerza misteriosa visitaba a la Virgen en una imagen pintada en la pared sobre (el dintel de) la puerta de la sacristía en la iglesia parroquial de Tolosa… El día que ingresé en esta casa, delante de la Virgen que se venera en el claustro, experimenté lo que no puedo expresar y, mientras gustaba con viveza la felicidad que me hizo sentir la Señora, ardía mi alma en deseos de justicia y santidad y me fueron revelados algunos designios de Dios sobre mi vocación.
En este período desapareció la tentación que padecía contra la vocación, mas no mis preocupaciones por las dificultades que preví me ocurrirían en el cumplimiento de mis anhelos relacionados con la observancia regular...
Las religiosas mostrábanse ansiosas de mi profesión, singularmente dos que más de una vez me crearon ocasiones de pecar, quienes me manifestaron que se reunirían en mi celda para compartir sus conversaciones frívolas. Temblaba mi corazón ante la posibilidad de verme asociada a su relajación después de mi profesión religiosa y, para sustraerme al peligro, retiré de la celda que me habían preparado tres o cuatro sillas, dejando solamente una, respondiendo negativamente con esta acción al deseo de las mencionadas religiosas, quienes se dieron por entendidas.
En los Ejercicios preparatorios para mi profesión renové los antiguos fervores, procuré corregir mis defectos y regular mi vida con la voluntad de Dios, que me llamaba a la práctica de la imitación de Jesús, María y san Francisco, y cobré alientos para vencer los obstáculos que se oponían a mi vocación.
El 6 de octubre del año 1892 hice mi profesión solemne y empecé a cumplir mis votos y santa Regla con la perfección que Nuestro Señor me pedía .
CONSAGRACIÓN A MARÍA
A los dos días de su profesión solemne, el ocho de octubre de 1892, hizo la consagración a María. Acto que le obtuvo grandes bendiciones para su vida futura y fue cimiento de su vida espiritual. Ella nos dice: Colocado el cuadro de la Inmaculada sobre la mesa, me puse de rodillas ante la imagen y me consagré a la Señora con mucha fe, entusiasmo y fervor, en concepto de esclava, súbdita, discípula e hija. Elegí a la Virgen por mi Reina, Superiora, Maestra, Directora y Madre, con súplica humilde de que aceptase los cargos que le confiaba, y a Nuestro Señor le rogué que confirmase el pacto y me hiciese donación de la Señora.
Imposible describir el bienestar que experimenté. Concebí una confianza absoluta, filial, hacia la Santísima Virgen, un entusiasmo por la Señora extraordinario y un amor insaciable, amor y entusiasmo que fueron creciendo de día en día. Llevada del hambre insaciable del amor mariano y de la imperiosa necesidad que sentía de apoderarme de la Señora, la buscaba por el convento y pedía a las religiosas que rogasen al Señor y le obligasen a concederme la verdadera devoción a la Virgen y a entregármela para que fuese toda mía, porque quería poseerla absolutamente. Se reían de mí las religiosas en vista de mi insistencia, porque creían que poseía la gracia que solicitaba, pero sentía yo un hambre insaciable de amor, y cuanto más amaba a la Virgen, mayor anhelo sentía por Ella.
A partir del día que hice la consagración, conté con la Santísima Virgen para todo. Cuando entraba y salía de la celda, postrada en tierra le rendía mis homenajes de amor y respeto y le pedía la bendición, y por su respeto no me sentaba nunca en la silla, sino que permanecía a sus pies de rodillas o sentada en el suelo en la forma que se pinta a María Magdalena a los pies de Jesús, exceptuados los casos en que la ocupación o la naturaleza de la labor me obligaba a sentarme en la silla. En las festividades de la Virgen gozaba lo indecible. En ellas, como igualmente en el mes mayo, el mundo se presentaba a mi vista transformado en paraíso y sentía una renovación espiritual indescriptible, aunque hubiese estado disipada los días anteriores.
Éste fue el principio de mi vida espiritual, la primera piedra fundamental del místico templo que Nuestro Señor erigió en mi alma. A mi perfecta consagración a la Santísima Virgen y la pronta respuesta de la Señora y su fidelidad en cumplir los compromisos adquiridos, debo mi felicidad, las múltiples y singulares gracias que mi Dios querido me ha prodigado en el decurso de mi vida religiosa. Lo confieso, y lo publicaré a la faz del mundo entero y después en la eternidad dichosa, todo, todo se lo debo a la Virgen Santísima, mi celestial Protectora: todos los bienes me vinieron juntamente con ella .
SEGUNDA TORNERA
Quince días después de mi profesión me confiaron el cargo de tornera segunda. El torno y la sacristía estaban relacionados, y en ambas oficinas peligraba mi conciencia por las relaciones internas y externas que comprometían mi libertad y mis anhelos de perfección. Por esta razón padecí mucho en el período siguiente a mi profesión. Devoré en silencio infinitas angustias y, vencida del respeto humano, por temor de disgustar a la tornera y sacristana, ofendí a Nuestro Señor.
Expuse mi situación a la Madre abadesa, y mi deseo de retirarme del torno, pero la Madre no le dio importancia y me requirió para que continuase en el cargo. El confesor tenía un concepto elevado de esta religiosa, tanto es así que me aconsejaba que me inspirase en ella para todo y, por no difamarla, oculté al confesor las inquietudes que me ocasionaba la mencionada religiosa con sus procederes, y este silencio alarmó mi conciencia y me retrajo de Nuestro Señor .
Advierto que la Madre era la religiosa que en el torno y la sacristía violaba las leyes establecidas, la cual hacía poco que había sido elegida abadesa. Continuaba las comunicaciones irregulares, las compartía con otra religiosa (primera tornera) y pretendía asociarme a su relajación. Para sustraerme a la perniciosa influencia de dichas religiosas y del sujeto que trataba con ellas, propuse hablar de rodillas a la abadesa, y lo cumplí, consiguiendo por este medio mi pretensión (de librarme de su mal ejemplo) .
Dios me perseguía con su gracia, con frecuencia se imponía a mi alma para apoderarse de mi voluntad y elevarme a un alto grado de perfección y unión divina. Deseábalo yo, pero se imponía la necesidad de traducir al confesor mi historia íntima desde los dieciséis años, mi vocación y los obstáculos con que tropezaba para responder a los designios de Dios, y esto no podía hacerlo, porque no veía el medio de vencer este obstáculo (de abrir totalmente mi alma al confesor).
No solamente luchaba con la gracia, sino también con mi inclinación y aspiraciones, porque sentía la imperiosa necesidad de ser toda de Dios en María, y me costaba infinitas penas resistir a su voluntad, que tan perfectamente respondía a mis anhelos.
Al entrar y salir del coro, mientras adoraba al Santísimo, con frecuencia me sorprendía la memoria de los favores que Nuestro Señor me había dispensado en el período que siguió inmediatamente a mi conversión, y parecíame que Jesús me reconvenía con amorosas recriminaciones por mi infidelidad a las gracias recibidas y me requería para la alta perfección a que me destinaba, a lo que llamaba yo segunda conversión. Lo mismo me acontecía en la celda, con la diferencia que en lugar de Jesús se imponía a mi alma la presencia de la divinidad, sorprendiéndome cuando menos lo esperaba.
En dos ocasiones, por lo menos, que se repitió el combate, me vi muy cerquita de Nuestro Señor. En la primera se consumó la lucha a oscuras, quedando mi alma divinamente herida, deplorando con amargura la dificultad con que tropezaba y me impedía entrar de lleno en el beneplácito. En la segunda sentí la presencia de Dios a mi lado, elevado como dos metros de altura del pavimento de la celda, rodeado de una nube tenebrosa. Rasgóse ésta, y en el seno de la nube revelóse Nuestro Señor en una claridad deslumbradora. Lo mismo fue manifestarse Nuestro Señor que sentirme poseída de su voluntad soberana, imponiéndoseme ésta por modo inefable para elevarse a misteriosas regiones de perfección.
Mientras duró la soberana influencia percibí una felicidad divina, el bienestar inefable que acompaña la perfecta resignación en el beneplácito eterno de Dios y gocé lo que no puedo explicar. Mientras me vi poseída de la voluntad de Dios, hallábame perfectamente resignada, prisionera y cautiva, como si no tuviera libertad para aceptar ni rechazar ninguna cosa. Esto duró un momento.
Luego, antes de retirarse u ocultarse la presencia del Señor y la influencia de su voluntad soberana, recobré el uso de la libertad, y para cumplir la condición requerida para arribar a la perfección o grado de unión que se me ofrecía, empecé a luchar como otras veces suplicándole que se dignase vencer Él mismo el obstáculo, manifestando al confesor directamente mi historia íntima, porque no podía yo realizarlo a pesar de mi vivo anhelo de responder a sus amorosos designios y del amor y estimación que me merecía su divina voluntad.
Cuando cesó la divina influencia y me vi suelta de aquel abrazo o intimidad, me quedé sufriendo una especie de purgatorio, una privación de Dios y pena misteriosa, llorando porque no podía cumplir la voluntad de Nuestro Señor, quien me consoló prometiéndome que a su tiempo me proporcionaría un director que me facilitaría la manifestación de las interioridades que me pedía .
EL DEMONIO
El demonio, con el permiso de Dios, no la dejaba tranquila y la tentaba para desanimarla en su deseo de santidad. Ella manifiesta: Hallábame una mañana en el Coro rezando Prima con la Comunidad, padeciendo horrorosamente uno de los embestimientos dolorosos de Satanás. Enajenada por el dolor, no sabía dónde estaba, porque el Coro se había transformado en desierto, sufriendo la penosa opresión del demonio. No recuerdo si hacía muchas horas que padecía la dolorosa influencia, pero sí estaba firmemente convencida que Dios Nuestro Señor me había entregado a Satanás y le pertenecía como esclava, que era mi dueño y lo sería eternamente. Oí nombrar a la Santísima Virgen en el martirologio que en aquellos momentos se leía en el Coro, y, en el mismo momento que el nombre de la Virgen penetró en mis oídos, se impuso la Señora a mi alma o su presencia por modo admirable. Escuchar el nombre de la Virgen, imponerse ésta a mi alma y desaparecer el diablo, todo fue uno. Mi situación se cambió completamente, una felicidad inefable sustituyó a la penosa opresión y pasé un día felicísimo alabando a la Señora por la protección que me dispensaba y por su poder soberano sobre el demonio.
Estos casos fueron frecuentes, cambiándose mi situación en el momento que recurría a la Santísima Virgen o se imponía ella a mi alma, ora mediante la voz humana que me recordaba su existencia, o inmediatamente sin intervención de criaturas .
Atribuyo a la protección de la Virgen el alejamiento de los demonios, que he experimentado… Nuestro Señor no me ha sometido a la dolorosa prueba de las tentaciones que comprometen la pureza. Hace diez u once años, un día, estando en el Coro, percibí la presencia de varios demonios a mucha distancia. Era uno de los períodos de prueba en que más me combatieron los espíritus infernales con amenazas, etc. Pues bien, cuando se acercaron los demonios a distancia de doce metros, me sorprendió la visita de la Santísima Virgen. De repente, extendióse sobre mi cabeza una especie de firmamento, y en el centro apareció la Señora, quien se apoderó de mí con apresuramiento —como el águila de su polluelo—, y me elevó a la misteriosa región celeste donde se me había aparecido. Allí me retuvo mucho tiempo, me alimentó con sus palabras de vida eterna y me procuró una felicidad grande. Me dijo que el fin de los demonios era sugerirme pensamientos deshonestos, y por esto se había apoderado de mí con tanta precipitación, para sustraerme a su perniciosa influencia. Mientras estuve con la Señora, concebí un plan de vida, que observé después; mejor dicho, una consagración de abandono a la Virgen, con la Virgen a Jesús, y con Jesús a la divinidad, a cuyo servicio puse mi felicidad, todo en conformidad con la Señora .
NOCHE OSCURA
Para avanzar en su camino hacia Dios, debió pasar por esta noche, que ella llamo purgación. Dice: El 15 de agosto de 1893 salí del desierto de la vida espiritual para entrar en el purgatorio donde expié mis culpas de la vida pasada y las deficiencias presentes con muchas y diversas penas.
La primera dificultad con que tropecé fue un horror y aversión a la oración intensísimos. Cuando me dirigía al Coro para practicar la oración común, y singularmente para consagrar a dicho ejercicio el tiempo que me había propuesto, era tan grande la repugnancia que sentía, que con gusto sustituiría en su lugar las penitencias más dolorosas, y hubiese preferido luchar con el ejército enemigo en el campo de batalla a la oración mental. Era tanta la violencia que tenía que hacerme para entrar en el Coro, que parecía que me tiraba alguien del hábito para impedírmelo. Vencida por la repugnancia y horror que me inspiraba, al principio más de una vez, falté a mi propósito, pero violentándome una y otra vez obtuve la victoria y mis esfuerzos los coronó Dios con la admirable facilidad que me concedió para la oración y el don de contemplación.
El segundo obstáculo fue el embotamiento de mis potencias interiores, que me dificultaba y hacía impracticable la oración mental, especialmente al principio…
Mientras luchaba con las dificultades, el diablo me sugería que era incapaz para la oración, que no estaba llamada a la contemplación y que desistiese de mi empeño. Deseché la sugestión, confiando en la protección de la Santísima Virgen y de los santos, singularmente de san José, a quien elegí en el siglo por especial Protector en dicho ejercicio…
Conseguí lo que esperaba y en adelante la oración constituyó mi banquete perenne, mi felicidad, mi vida.
El tercer obstáculo fue la aversión al retiro. Para cumplir mi propósito relacionado con la abstracción de la comunicación con otras personas, propuse permanecer en la celda todo el tiempo libre de las obligaciones del Coro y del cargo, y en el cumplimiento de mi propósito tropecé con la misma repugnancia y horror a la soledad que sentía por la oración. Las paredes de la celda me oprimían y no podía soportar el retiro sino a costa de mucha y continua violencia. Una fuerza invisible me impedía recogerme en la celda, pero violentándome una y otra vez, conseguí la victoria, y la soledad, que antes aborrecía, se me hizo amabilísima...
El cuarto obstáculo fue el respeto humano, la falsa vergüenza que pretendía imponerse a mi alma para impedirme el recogimiento de los sentidos. He aquí de qué modo lo vencí. Vigilaba sobre mis sentidos, conservaba los ojos bajos, sin levantarlos para ver quién entraba y salía de la habitación. Si por descuido los levantaba y me fijaba en el rostro de alguna religiosa, aunque fuese de lejos, me imponía la penitencia de siete pellizcos en el brazo en honor de san José…
Continuaba en la oficina del torno en concepto de tornera segunda, y para no distraerme ni penetrarme de los asuntos que en él se trataban, me tapaba los oídos cuando la tornera mayor se acercaba al torno para dar y recibir los recados, y recibidos éstos directamente de la tornera, los llevaba a la Madre .
Tenía la firme convicción de que Dios me odiaba más que a los demonios, que Él era mi capital enemigo y que lo sería eternamente; porque, cansado de sufrirme, disgustado porque me desvié de sendero de la perfección después de mi primera conversión, descuidando las prácticas piadosas etc., había determinado condenarme al fuego eterno, entregándome a Satanás… Esta crisis dolorosa fue el período más triste de la purgación y duró unos tres meses.
La Santísima Virgen me protegió mucho; fue mi único amparo y confidente. Sin saber de qué manera, me veía algunas veces transportada a una soledad espantosa que entendía pertenecía a los dominios de Satanás. Allí, temblorosa, esperaba las embestidas del demonio, quien me manifestaba que Nuestro Señor me había sometido a su imperio y que le pertenecía como esclava y que tenía absoluto poder sobre mí para atormentarme y hacer de mí lo que quisiera... Pero, cuando menos lo esperaba, imponíase a mi alma la presencia de la Santísima Virgen y en el momento me veía libre de la penosa opresión .
Pasados unos tres meses, la presencia de Dios, que antes me oprimía, me procuraba una felicidad grande. Mostrábase, sin embargo, el Señor indiferente conmigo, aparentaba dormirse con relación a servidora, que me había relegado al olvido para siempre y que no se acordaría de mí un solo momento en toda la eternidad... Cuanto más me despreciaba Nuestro Señor y rechazaba mis obsequios, mayor amor sentía por Él, mayor estima y entusiasmo, y crecía mi amoroso empeño por merecer la gracia de que aceptase mis obsequios en atención a las virtudes y méritos de la Santísima Virgen, a quien procuraba interesar en mi favor .
El olvido aparente de Dios hería mi corazón y me trituraba. Hubiese preferido cualquier castigo a éste. Procuraba despertarlo de su profundo sueño, pero no lo conseguía. ¿Qué haré para que se acuerde de mí un momento siquiera?, me preguntaba, y añadía: “Si esperase al menos hacerme ver de Él dentro de diez años, me consolaría, me impondría los mayores sacrificios para merecer esta gracia y, llegado el suspirado momento, me arrojaría a sus pies, le pediría perdón, recibiría el beso de la paz y me quedaría tranquila para toda la eternidad... Esta conducta del Señor destruyó mi soberbia y amor propio, aniquiló mi yo pecador, me despojó de las propiedades que había heredado del viejo Adán y de los vicios que contraje, me estableció en la pobreza de espíritu, en la humildad y soledad, y me inspiró el puro amor. Contribuyó también a estrechar mis relaciones con la Santísima Virgen. Esta identificación es quizá el primer y mejor de los frutos que produjo en mi alma y el que estimo sobre todos, porque los comprende a todos .
Cuando despertaba del primer sueño, me incorporaba en la cama. Mis manos buscaban el santo escapulario y mi vista intelectual el original representado en la imagen que contenía: la Virgen Santísima. La hallaba en seguida. Me levantaba de la cama, y, puesta de rodillas ante el cuadro de la Inmaculada, en la presencia de la Señora reiteraba mi consagración, y en unión de la Virgen adoraba al Señor, hacía mentalmente varias oraciones, entrega, ofrecimiento de obras, etc., en su obsequio y practicaba un ejercicio que llamaba “el ejercicio de la buena cristiana y buena religiosa”...
Empezaba el ejercicio recordando con brevedad el fin para el que fui criada y vine a la Orden y lo terminaba pensando en los novísimos. Empleaba en esto una hora aproximadamente y lo practicaba a los pies de la Virgen bajo su inspiración y mirada, como consultando con Ella. Lo mismo practicaba los demás ejercicios .
Terminados mis ejercicios, visitaba a Nuestro Señor sacramentado, practicaba en el Coro el ejercicio o ejercicios que me sentía inspirada en el momento, y me retiraba a un lugar solitario para cantar las alabanzas de la Virgen, v.g., las letanías. Mientras cantaba, oraba y contemplaba las perfecciones de la Señora. Si estaba triste y sumida en la tribulación, hasta el extremo de no poder cantar las alabanzas de mi Madre y Reina, leía con pausa y reflexión algunos salmos y lamentaciones de los oficios de la semana mayor, venerando la Santísima Pasión de Jesús.
Habiendo cumplido con mis devociones, me acostaba un poquito para entrar en reacción con el fin de estar mejor dispuesta para los ejercicios de la Comunidad, que se practican en el Coro por la mañana. Me levantaba a la hora señalada para la Comunidad, me arreglaba un poquito y asistía a los actos de la Comunidad...
Desde que me consagré a la Virgen jamás he separado a Dios de la Señora, ni a ésta de Dios.
Como estaba persuadida que Nuestro Señor no me quería, todas las veces que salía de la celda para ir al Coro, requería a la Virgen para que me acompañase. Voy al Coro, Madre mía —le decía—, venid conmigo, porque Jesús no me quiere y no me admitirá en su divina presencia si me ve sola. Además necesito que me acompañéis para avalar mis ejercicios, porque quiero hacer extensivos a Vos los obsequios que prestaré a Jesús y porque no podría estar fuera de vuestra compañía: venid, vámonos…
Penetraba en el Coro, adoraba a Jesús y me colocaba en el lugar que me pertenecía, suplicando a la Virgen que se pusiera delante de mí para que Jesús me mirase a través de su amor y de sus virtudes, mientras yo le obsequiaba y cumplía mis obligaciones corales. Eran éstos los únicos momentos que Nuestro Señor se mostraba despierto y me dejaba entrever su benevolencia. Todos los obsequios que tributaba a Dios Nuestro Señor los extendía a la Santísima Virgen, incluso el Oficio divino…
Todo, absolutamente todo, lo hacía extensivo a la Señora, y el culto que tributaba a Dios Nuestro Señor procuraba avalarlo con los méritos de la Virgen, a quien me adhería para alabar a Nuestro Señor y cumplir mis obligaciones. Terminados los actos de Comunidad, me retiraba a la celda y, recibida la bendición, puesta de rodillas ante el cuadro de la Inmaculada, le daba cuenta a la Virgen de lo que había hecho en el Coro, como si lo ignorara. Le daba gracias por los socorros que me había concedido y le encargaba que en mi nombre agradeciera al Señor el haberme admitido en su presencia y por las gracias que me había dispensado…
Todos los rincones del convento eran para mí oratorios, porque en todos oraba, vivía en continua comunicación con la Virgen Santísima y por su medio con Dios. Mi dependencia de la Señora era tan completa que, aun para coser, imploraba su asistencia, concediéndomela completísima, para que santificase el trabajo con la oración .
Un día se agravó mi situación con la aprensión de que pertenecía al demonio y me sumí en una terrible tribulación… Dios Uno y Trino se dejó ver en una región de luz u horizonte divino que se abrió a mi vista intelectual. Lo vi como otras veces, ocupándose de todas las almas menos de mí, como si yo no existiera. Lastimada de verle tan olvidado, le dije que son muy raros los padres de familia que no han recibido algún disgusto, o muchos, de sus hijos, y sin embargo no por eso los desconocen ni les retiran su amor. Los castigan, sí, pero continúan prodigándoles su amor y sus cuidados paternales.
Mientras le decía esto, le presenté varios padres de familia que conocí en el mundo, algunos muy acres, pero sin embargo amaban a sus hijos, y añadí: “Vos, el Padre por excelencia, con tantas ventajas sobre los padres carnales, ¿cómo me habéis retirado vuestro amor paternal, abandonado y relegado al olvido? Verdad es que no lo merezco porque os ofendí, pero me hubieseis castigado, y no abandonarme como lo habéis hecho”.
Cosa maravillosa. Inmediatamente Dios Nuestro Señor se volvió de cara para mí —estaba de espalda— y fijando en mí su divina, paternal y amorosa mirada, me manifestó que sí, que es mi Padre, y Padre afabilísimo, y que me amaba infinitamente más que mis padres naturales, que guardaba tesoros de amor y ternura infinitos en su corazón hacia mi alma, cuya verdad conocería por experiencia. No admite ponderación el consuelo que recibí. Corrí presurosa a la celda para dar cuenta a la Santísima Virgen del favor recibido, y mientras refería la visión a la Señora, se me apareció el Señor nuevamente y confirmó la promesa que me había hecho…
No recuerdo en qué mes, del año 1894 —debió ser hacia la primavera—, no sé cómo ni de qué manera se impuso a mi alma Dios humanado en el misterio de la Encarnación, pero con la especialidad que representaba la edad de 30 a 33 años. Su aspecto era hermosísimo y todo Él parecía de fuego. No puedo expresar el efecto que me produjo esta visión, que debió ser una noticia cierta o experimental o sustancial (como se llame) del Verbo Encarnado. Digo esto, porque tenía siempre presente en la memoria y como a la vista del alma el cumplimiento de las palabras: ET VERBUM CARO FACTUM EST ET HABITAVIT IN NOBIS (La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros).
Era un sentimiento de la presencia del Verbo Encarnado junto a mí, como si me rodease en la celda o donde estuviese… Es indecible lo que gocé y aprovechó a mi alma en virtud de este singular favor que me dispensó el Señor y que continuó dispensándome por espacio de unos dos meses y tal vez más .
EL DESPOSORIO
Sor Ángeles alternaba días de oscuridad con días de luz. Dios, a veces, se ocultaba y ella se creía condenada para siempre a merced de los demonios. Otros días se rasgaba el velo de las nubes interiores y Dios aparecía radiante y luminoso a su entendimiento. Con estas luces y sombras Dios le hacía desear cada vez más intensamente los desposorios con Jesús. Ella nos refiere: En el mes de setiembre de 1894, una mañana, al salir del Coro besé una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro que allí había, y mientras la besaba, dije a la Señora: “Dame este Niño: ¿qué te cuesta colocarlo en mi corazón?”. Parecióme que el divino Niño llamaba mi atención para que viese su actitud, y que me decía: “Como ves, estoy a disposición de mi Madre, colocadas mis manos en las suyas, dispuesto a ir adonde me lleve. De ella depende el que me entregue a ti”. Sorprendióme que la Virgen difiriera la gracia de la unión que solicitaba, dependiendo de ella, como me insinuaba Jesús, y le dije: “¿Es posible que hagas esto conmigo que tanto te quiero y me gozo en tu felicidad más que en la mía?”. Los ángeles que representa el cuadro a derecha e izquierda de la Virgen, mostráronme las insignias de la Pasión que llevan en las manos y me dijeron que tenía que padecer una tribulación antes de entregarse Dios a mi alma. Sentí un amor grande al sufrimiento, y recibí alientos para padecer todo lo que Dios Nuestro Señor quisiera.
Me retiré alegre, ansiosa de prepararme para la divina unión con la tribulación que se me había anunciado; a los dos o tres días se me olvidó la predicción, y me sobrevino la tribulación cuando menos la esperaba. Fue que, abriendo un devocionario que había en el Coro para leer por donde se abriera, me salió el ejemplo de una joven que se había condenado por hacer malas confesiones. Yo confesaba mis pecados al confesor, pero no le manifestaba mi vida íntima y pensé que estaba en pecado mortal y por esto me ponía Dios delante dicho ejemplo. Me metí en una tribulación terrible y avisé al confesor, quien tardó cinco días en venir. Era víspera del apóstol san Mateo, y como amaba mucho a los santos apóstoles, al verme en pecado mortal (así lo creía yo), me querellé a ellos, uno a uno, porque me habían abandonado hasta el extremo de dejarme vivir en pecado mortal a mí, que tanto me distinguía por mi fe y devoción al Colegio apostólico, mientras vigilan y prodigan su protección al resto de la Iglesia como Padres y Fundadores…
Imposible describir lo que padecí con el temor de perder a mi Dios para siempre, yo que tanto había suspirado por su posesión.
El 24 de setiembre, en lo más recio de la tribulación, viéndome apurada de fuerzas para continuar en tan triste situación y temiendo que perdería la cabeza de puro sufrir, me fui a la Virgen Santísima y, puesta de rodillas ante el cuadro del Perpetuo Socorro, dije a la Señora: “Madre mía, ya no puedo sufrir más, haced venir al confesor y sacadme de este miserable estado, antes que pierda la vida o la razón”. Inmediatamente sentí la presencia de la Virgen Santísima, y elevada a su intimidad entendí que la Señora me decía que al día siguiente se cumplirían mis anhelos de divina unión y otorgaría Dios mis peticiones en condiciones ventajosas. Esto lo entendí claramente y me comunicó tanta fuerza y virtud, que quisiera padecer más, y que se difiriese la gracia que se me anunciaba tan próxima para merecerla con mis sufrimientos y prepararme para ella. No pedí aplazamiento, porque entendí que había llegado la hora de Dios y porque el día siguiente celebrábamos la fiesta de Nuestra Señora de las Mercedes y me consolaba que dicho día, consagrado a la Virgen en la Orden franciscana, se cumpliesen mis anhelos y que interviniese la Señora como había intervenido en todas mis relaciones divinas en el período de prueba y de expectación.
Era el mediodía, cuando se me comunicó el anuncio, y toda la tarde la empleé en prepararme para recibir la gracia prometida imitando las virtudes de la Santísima Virgen, en lo cual y en el culto que tributé a la Señora, consistió mi preparación especial.
El 25 de setiembre de 1894, a las cuatro de la mañana, me levanté para practicar mis devociones. Como de costumbre, en el momento que dejé el lecho, me puse de rodillas para venerar a la Santísima Virgen, y en ella y con ella a Dios y, en el mismo momento, Dios UNO Y TRINO se reveló a mi alma en el esplendor de su bondad y majestad soberana en forma bellísima, o de algún parecido con la belleza humana, pero que no lo es, pues es belleza divina.
No se presentó en regiones místicas (como solía), sino en la celda, como a mi lado. Al presentarse, con una leve y amorosísima insinuación, me dijo o significó que Él es mi Padre, mi Madre, mi Esposo, el ser más íntimo y familiar y amante de mi alma. Que son tan íntimos los lazos que nos unen, que, en su comparación, las relaciones que en el mundo se conocen, los lazos que unen a los esposos y a los padres con los hijos, son verdaderas divisiones. Que no hay entre las criaturas parentesco ni afinidad que exprese y pueda compararse con el parentesco que existía entre Él y mi pobre alma. Así lo experimenté, y con la evidencia de la unión divina, al ver que Dios era todo mío, y yo toda de Dios, quedé estupefacta. Más no se contentó con honrarme con la excelsa dignidad y felicidad que me concedió o me reportó el parentesco (aunque sería éste sobrado motivo para que mi alma se perpetuara en el silencio y admiración que me produjo), sino que después de haberme revelado lo que es en sí, esto es, la suma Grandeza, el sumo Bien y lo que era para mí, y que estaba más unido a mí que mi propia alma y la vida que gozo, inclinóse benignísimamente, y dejóse caer en mí como agua que se derrama, al mismo tiempo que parecía que se arrojaba en mis brazos a la manera que un padre se arroja en los de su hija, un esposo en los de su esposa y el niño en el regazo de su madre. Se entregó a mi alma incondicionalmente para que dispusiera de Él y lo gozara como quisiera. Inmediatamente entré en posesión de Dios y quedé poseída de él con efectos maravillosos.
Con favor tan inaudito me quedé como espantada, y en medio del asombro exclamé: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no me revelaste tu designio de entregarte a mi bajeza en esta forma cuando empecé a usar de mis facultades?, porque estoy segura de que toda mi vida te hubiera sido fiel y jamás te hubiera ofendido”.
Dios Nuestro Señor, con delicadeza y bondad admirables, me impuso silencio diciendo que no le hablara de pecados de mi vida pasada, que ya perdonó y olvidó para siempre, los cuales no existen. Añadió y dijo: “Es tanta la gloria que me ha procurado tu aceptación de mi divino querer, tu fidelidad y puro amor en el período de purgación que no solamente perdoné tus pecados y no veo en ti mancha ni imperfección, sino que apareces a mis ojos llena de méritos y virtudes y te estimo “justa, santa”.
Imposible describir lo que yo sentí al ver que mi Dios querido no consentía que le recordara mi pasado vergonzoso, pues vi en todo ello el infinito amor que me profesa y que su divino beneplácito se cumplía en mí perfectamente, pues no tenía nada que reprocharme.
Luego, mostrándose ansioso de testimoniarme su amor otorgándome nuevos favores, díjome que le pidiera alguna gracia, y me aseguró que haciéndolo le proporcionaría grande contento, porque sentía necesidad de favorecerme.
Yo estaba tan perfectamente resignada a la voluntad de Dios y le amaba tan pura y desinteresadamente, que no era capaz de pedir ni desear nada fuera del cumplimiento de su divino beneplácito y el acrecentamiento de su gloria. Por esto, teniendo en cuenta mi debilidad y la posibilidad de cometer nuevos pecados y ofenderle después de los favores que acababa de recibir, le rogué que, si preveía que le sería infiel algún día, aunque fuese cometiendo una sola falta venial, me sacase de esta vida, pues sería injuriosísimo a su bondad y dolorosísimo para mí si, después de tan grandes favores, tuviese la desgracia de cometer la más leve culpa o imperfección.
Con agrado acogió Dios mi súplica, pero sólo en parte la otorgó. Díjome que no convenía sacarme del mundo por entonces ni a su gloria ni a mi felicidad, porque tenía designios especiales que cumplir en mi alma, relacionados con su gloria, con la salvación de las almas y la propia santificación. Que me concedería abundantísima gracia para no caer en pecado, pero si a pesar de los auxilios que me prestaría y de su vigilancia paternal singularísima me extraviaba, Él me perseguiría con su amor hasta subyugarme nuevamente y resarcir yo misma los agravios que le infiriese y las pérdidas habidas durante el extravío, y que no permitirá a la muerte quitarme la vida mientras no llegue al grado de santidad a que me destina.
“¿Ves la intimidad que gozas conmigo? (díjome el Señor). ¿Ves las condiciones favorables de tu alma? Pues bien, cualquiera que sea el año y día de tu muerte, cuando llegue el trance supremo, estarás en las mismas o mejores condiciones: te lo prometo”. Esto entendí y lo creí y vivo en esta creencia. No recuerdo el tiempo que duró la divina comunicación, la cual dejó huellas imborrables divinísimas en mi pobre alma que la recuerda con infinita gratitud y propósito de fidelidad a mi Dios, que tanto me favorece. Mi alma quedó elevada a mística y divina región, rebosando felicidad .
LA NOCHE DEL ESPÍRITU
Después de haber pasado la noche oscura o noche del sentido, sor Ángeles había recibido la gracia de Desposorio con Jesús. Según dice san Juan de la Cruz: En el desposorio el esposo hace al alma grandes mercedes y la visita amorosísimamente muchas veces con grandes favores y deleites. Pero no tienen que ver con los del matrimonio, porque todos ellos son disposiciones para la unión del matrimonio .
El desposorio no es un matrimonio indisoluble, es un paso imprescindible para llegar a él. En ocasiones, el Señor se le puede manifestar con fenómenos sobrenaturales como éxtasis, ímpetus, raptos, vuelos de espíritu o heridas de amor.
Poco después de un tiempo de gracia y deleites espirituales, viene la noche del espíritu para que se purifiquen las potencias del alma de todo lo humano y terreno. Es un tiempo en que Dios permite que tenga grandes dudas de fe, aunque en el fondo conserve la paz y la esperanza. Hay momentos en que Dios rodea el alma de una soledad, de un desamparo y de una oscuridad total, como si Él no existiera; y el alma se cree eternamente condenada.
Esta noche del espíritu es como un largo túnel, al final del cual aparecerá la luz de Jesús que la llevará al matrimonio con Él y, por medio de Él, con la Trinidad divina.
Por supuesto que la oscuridad, por muy oscura que sea, tiene algunos momentos de luz en que se abren las nubes del alma y Dios le da pequeños respiros de amor para que lo siga buscando y anhelando. En el caso de sor Ángeles, sólo disfrutó de los goces del desposorio unos tres meses. Y ella creía que el alejamiento de Dios se debía a sus infidelidades y pecados.
Ella escribe: A los tres meses aproximadamente después de haber sido elevada al grado de unión, empecé a temer el camino por donde Dios me llevaba, aquella vida de unión con Dios tan elevada y sobrenatural... Empecé a resistir al espíritu que me dirigía, poniendo límites a la gracia y... empecé a descender gradualmente de aquella vida de unión… Mostróseme Dios Nuestro Señor como apenado por mi separación y continué viendo en Él la misma pena hasta que me establecí en el estado de vida casi ordinaria que viví después de mi descenso. Al modo como una madre, cuando ve al hijo de sus entrañas precipitarse en un abismo, lanza continuos gritos de dolor, repitiendo ay, ay, así Dios Nuestro Señor me parecía que gemía al verme descender gradualmente, repitiendo en cada gemido: ¡Me dejas!, a cuyo gemido contestaba mi alma enamorada de su infinita bondad con idéntica pena…, pero con el propósito de abandonarme a su voluntad cuando tuviera director espiritual .
Vivía como peregrina en el mundo, sola en medio de las religiosas que me acompañaban y de la creación entera. En este desamparo sentía como nunca la ausencia de mis soberanos amores Jesús y María… En el momento que despertaba del primer sueño, por la noche, en la ventana de la celda, fijos en el cielo mis ojos, decía: “Allí están mis amores, ¡qué lejos!, ¿quién me los traerá?, ¿quién los hará bajar del cielo para que me acompañen en mi triste destierro, en mi angustiosa soledad?... Fuera de ellos todo es vacío y soledad para mi corazón, todo me fatiga, me cansa y aflige el ánimo, ninguno me entiende ni es capaz de consolarme como si los mortales fuesen de otra raza distinta de la mía”.
Hacía mis ejercicios en el Coro y al irme al Coro me ponía en otra ventana y, fijos en el cielo mis ojos, repetía: “Allí están mis amores”. Cuando salía del Coro a las tres o cuatro de la mañana, volvía a fijar mis ojos en el cielo y repetía: “Allí están”. Me acostaba y, cuando me levantaba a Prima, antes de ir al Coro, me ponía otra vez en la ventana para contemplar las distancias que me separaban de mis divinos amores y repetía con creciente pena: “Allí están”. Alguna que otra vez, respondiendo a mis amorosos reclamos, mis soberanos amores se revelaban a mi pobre alma en el cielo o en horizontes de luz que de repente se abrían ante mí y me consolaban y alentaban a proseguir mi marcha por la senda de la perfección e imitación de sus divinas virtudes .
Por el tiempo a que me refiero, una o varias veces me visitó Jesús en la celda bajo la forma de un sol divino o de una faz divina hermosísima que fulgura rayos de luz clarísimos que no permiten contemplar sus facciones. Al verle me sentía bañada de gozo. Un día vi a la divina Verdad o Dios Nuestro Señor identificado con la Verdad de un modo que no ruedo explicar, pues fue una visión muy espiritual. Otro día revelóse el Señor a mi alma como amante enamorado y ansioso de favorecerme con sus dones .
CONVENTO DE JESÚS MARÍA
El convento de La Concepción de Valladolid, donde vivía sor Ángeles, tuvo necesidad de ser reparado, pues por su antigüedad había goteras, techos en mal estado y paredes que amenazaban ruina. Entonces, de acuerdo con el arzobispo del lugar, desocuparon el convento y se fueron a vivir al convento de Jesús María, otro convento de la misma Orden concepcionista, que estaba en la misma ciudad de Valladolid. Salieron el 11 de setiembre de 1895. Sor Ángeles llevaba en sus brazos durante el trayecto, en el coche del arzobispo, una imagen de la Santísima Virgen.
Veamos lo que ella misma nos dice sobre este suceso: Tres días antes del traslado me había preparado el Señor para este acontecimiento triste para la Comunidad, pues se trataba de abandonar la propia casa, aunque temporalmente. Prevenida como estaba para este lance, la noche que precedió a nuestra salida del convento la empleé (en su mayor parte) en arreglar los muebles y rendir gracias a Dios y a la Santísima Virgen de los muchos y singulares favores que me prodigaran en este sagrado Claustro desde el día y hora que entré en él y, a la vez, solicitar el auxilio y protección divina para continuar mi vida de fervor en el convento de “Jesús María”, donde entendía que me esperaba el Señor y su Santísima Madre para colmarme de nuevas gracias.
Las religiosas, especialmente las ancianas, lloraban amargamente, pero servidora no podía sentir abandonar una casa donde tantos prodigios había obrado el Señor a favor de mi pobre alma, porque entendía que era ésta la voluntad de Dios, en cuyo cumplimiento cifraba mi felicidad y porque esperaba que el Señor y la Santísima Virgen en el convento de “Jesús María” serían para mí los mismos que fueron en esta santa casa, y que allí continuarían derramando sus gracias sobre mi alma pecadora.
Antes de salir, besé muchas veces el pavimento y paredes de la celda que presenciara mis relaciones con Dios y con la Santísima Virgen, a quien expuse mis ansias de hacer grandes cosas por su amor en “Jesús María”.
Besé igualmente el pavimento y paredes de todos aquellos lugares donde había recibido algún favor singular de Dios nuestro Señor, repitiendo las mismas súplicas y acciones de gracias. Y por último, al salir del convento, en la portería, besé el suelo, y de rodillas oré un momento, rendí gracias al Señor y a nuestra Madre purísima por los beneficios recibidos en esta santa casa, púseme en sus manos dispuesta a morir en “Jesús María” si fuese ésta su voluntad, y caso que no, les pedí que cuando volviese a fijar mis plantas en el umbral de la puerta de este sagrado recinto, pudiese contar con muchos y grandes servicios prestados a los mismos en el convento de “Jesús María”, donde quería procurarles mucha gloria.
Durante el trayecto continué orando y suplicando a María (cuya imagen sostenía en el coche) que se dignase protegerme y se dejase hallar de mi alma en “Jesús María” como lo había hecho en esta santa casa, porque sin ella no podía vivir.
Las hermanas de “Jesús María” nos recibieron muy bien, como era de esperar de su notoria bondad. Cuando entré en la portería, besé el suelo y pedí la bendición a la Madre abadesa.
Las primeras impresiones que recibí cuando entré en aquel bendito Claustro fueron gratísimas por el grande amor y entusiasmo que las hermanas sentían por nuestra Madre purísima, pues mi mayor felicidad consistía en que la Virgen fuese amada y honrada cual se merece.
Al entrar en el Coro, recibí o tuve cierta comunicación con la Virgen Santísima, que me produjo gran contento… La Comunidad de “Jesús María” me gusto mucho por la paz que reinaba en ella. La Madre abadesa era bondadosísima, un alma angelical, prudente y caritativa, y todas las hermanas muy afables, sencillas y cariñosas. Se portaron con nosotras admirablemente: no sabían qué hacer por complacernos y consolar a las ancianas, que lloraban mucho al verse fuera de su convento. En cambio yo estaba contenta y alegre, hecha una pascua, porque allí como aquí, todo me hablaba de Dios, a quien encontraba doquiera lo buscaba.
Todo lo que veía me elevaba y enfervorizaba, porque me parecía que sentía la presencia de Dios y de la Virgen en todo el convento.
Estas fueron mis primeras impresiones en el convento de nuestras queridas hermanas de “Jesús María”. Pero después, empecé a exteriorizarme y a dejar los ejercicios de penitencia y oración que practicara en esta santa casa, y con este motivo me extravié una vez más del camino de la perfección y me metí en un nuevo período de sufrimiento. Descendí del elevado camino por donde me llevaba el Señor por conformar mi vida con los deseos y sentimientos de mis queridas hermanas de “Jesús María”, a las que me aficioné mucho y quería complacerlas en todo, pero como no eran éstos los designios de Dios relacionados con mi alma, me llené de remordimientos y ansiedades, y reducida a un estado de gracia casi común y ordinaria, quedé como si me hubiesen quitado a Dios y con Él el espíritu seráfico, la pobreza, la humildad y demás virtudes, excepto la devoción a la Virgen .
Un gran problema para ella fue que no podía ir a rezar al Coro por la noche. En su convento, se despertaba a las 12 de la noche y se iba al Coro a rezar durante dos horas y media. A veces, se iba a lugares apartados del convento para poder cantar sin que la oyeran y así desahogarse con Dios o mirar al cielo por los ventanales y decir: “Allí están mis amores”. Pero en el convento de Jesús María, cerraban las puertas del dormitorio y no podía ir a rezar al Coro. Además, las hermanas la molestaban cuando la veían ayunar o hacer penitencias y ella, por condescender, cedía. Pero sentía un vacío inmenso y un remordimiento interior como si le estuviera fallando a Dios. Por otra parte, el confesor, que no conocía los grandes favores y gracias que recibía a Dios, le decía que debía conformarse en todo a la vida de Comunidad y hacer lo que hacían las demás.
Y nos sigue diciendo: Con el vacío inmenso que sentía en mi alma, y los remordimientos de conciencia que me devoraban en este nuevo género de vida, me metí en un abismo de confusiones, dudas e incertidumbre de mi salvación, y empecé a sufrir horrores por haberme extraviado nuevamente del camino de la perfección, y en cierto modo alejado de Dios, único y sumo Bien mío…
Padecí mucho en este sentido, porque acostumbrada como estaba a vivir unida a Dios íntima y habitualmente en completa soledad y abstracción de las criaturas, no podía vivir exteriorizada sin padecer indecibles angustias, pues no parecía sino que me habían bajado del cielo a la tierra.
En este estado de sufrimiento, muchas veces me querellé con Dios Nuestro Señor de que no me hubiese quitado la vida el 25 de setiembre de 1894, cuando le pedí me la quitase si preveía que volvería a ofenderle aunque fuese con un pecado venial, porque sería insoportable mi pena si me sucediese tal desgracia. Y como desgraciadamente me aconteció lo que me temía, no me faltaba razón para quejarme, si bien la culpa era mía, no de Dios Nuestro Señor.
Pero no todo fue padecer, porque tuve también períodos de consolación, aunque estos no fueron tan largos ni tan divinos como los que experimenté en esta santa casa antes de ir a “Jesús María” .
Había días en que la naturaleza entera parecía que me hablaba al alma y me elevaba a Dios… Sólo el canto de las ranas era suficiente para elevar mi espíritu a Dios, pues todo parecía que me convidaba a una vida sobrenatural y divina, a un acto de alabanza y amor constante con Dios .
En diciembre de 1895, queriendo sor Ángeles celebrar de modo especial la fiesta de la Navidad, pidió permiso a la abadesa y al confesor para hacer un triduo de retiro en compañía de otras tres religiosas. Acordaron que esos tres días previos cantarían Maitines en la celda de una de ellas, que tenía un Niño Jesús en una especie de altar. Y nos dice: El 24 a las diez de la noche nos reunimos para cantar Maitines. Yo llevé conmigo el cuadro de la Inmaculada que tenía en la celda para hacer extensivos a la Señora las alabanzas que tributaríamos a Jesús… Cantamos los “Maitines, Te Deum y Laudes”, que resultaron muy largos para mis compañeras, pero brevísimos para mí, que rebosaba fervor y felicidad. No sabía si estaba en el cielo o en la tierra ni qué fiesta celebraba, pues me veía favorecida con la presencia de la gloriosa Trinidad y de la Virgen Santísima en una región mística que parecía el cielo. Imposible describir lo que gocé y la actividad que desplegué en obsequio de mi Dios Uno y Trino y de su Unigénito humanado Niño y, singularmente, en obsequio de la Santísima Virgen, objeto especial de mi culto y de mi amor .
Por fin, después de tres años, llegó el momento de la despedida del convento de “Jesús y María”. Verificadas las reparaciones necesarias, cuando estuvo la casa en condiciones, el Prelado permitió a la Comunidad que volviese a ella. Vinimos el 22 de junio de 1898. La despedida fue emocionante, porque nos queríamos mucho las dos Comunidades: especialmente sentimos la separación las que habíamos estado más unidas y nos habíamos tratado más por razón de los cargos que desempeñamos .
Encontramos la casa arreglada, pero muy sucia, y las jóvenes tuvimos bastante que hacer los tres meses primeros que empleamos en la limpieza del convento y cultivo de la huerta y del jardín. Todo estaba abandonado y tan sucio que de nuestra celda solamente saqué un cesto grande de escombros la mañana siguiente de nuestra venida de “Jesús María” .
ALEGRÍA DE LA NATURALEZA
Al día siguiente de su regreso, el 23 de junio de 1898, Dios la inundó de alegría al sentir su presencia por medio de la naturaleza. Ella refiere: A las tres de la mañana, me despertó el canto de una codorniz. Lo mismo fue oír este canto que elevarse mi espíritu a Dios por la contemplación de las obras de la creación, a cuyo himno de alabanza me asocié para alabar y bendecir al Creador. Hacía tiempo que la creación no me hablaba ni elevaba a Dios, y al verme nuevamente favorecida del Señor con este lenguaje de amor que las criaturas me hablaban, me sentí dichosa, y debía serlo, pues en adelante hablaba de Dios y me elevaba a Él, y de solo oír el mugido de una vaca o el ladrido de un perro, me transportaba al mundo de los espíritus, a una región divina donde todo era orden y armonía y sólo existía Dios como Creador y Conservador, vivificando la creación y recibiendo el tributo de alabanza y gratitud de sus criaturas.
En gracia a este favor, me dediqué a contemplar la naturaleza para mejor escuchar las alabanzas que tributa a Dios la creación y asociarme al himno universal de las criaturas, pero sin dejar por esto la meditación de la vida, pasión y muerte de mi Dios humanado y mis relaciones con Jesús sacramentado y nuestra inmaculada Madre.
Por la misma razón, me aficioné a la floricultura y me dediqué a ella en las horas libres de mis deberes de cargo. Señalé un trozo de tierra en el jardín para cultivarlo con intención de inspirarme en las flores para alabar y bendecir a mi Dios. Antes de cultivarlo lo dediqué y ofrecí al Señor, y con el trozo de tierra le consagré mi alma toda, rogándole que la aceptase. Derramé sobre ella bastante cantidad de agua bendita y la bendije a mi manera y, hecho esto, puse manos a la obra cavando mi trozo de tierra y plantando en ella flores con la ayuda y cooperación de otra religiosa.
Di principio al plantío plantando en ella violetas, rosales, lirios y azucenas sin reparar que no era tiempo, pues estábamos en junio. Estaba impaciente por ver floreciente mi jardín para inspirarme en él y no podía esperar ni un mes siquiera. Llena de fe y confianza en Dios, bendije las plantas antes de meterlas en tierra para que no se secasen, y así sucedió. Planté en el jardín violetas, rosales, azucenas, lirios, jazmines, espuelas, claveles, pensamientos, siemprevivas, pasionaria, girasol, alelíes, margaritas y yerbas olorosas, y a un lado del jardín, separada a cierta distancia, planté una higuera y al otro lado estaba plantada una vid. En la vid contemplaba a Jesús, a quien procuraba adherirme como sarmiento para vivir de su vida y producir frutos de santidad. En la higuera contemplaba mi alma débil, inconsistente y expuesta siempre a las inclemencias, pero verde y lozana, prometiendo al Señor dulces y sabrosos frutos de virtud…
El girasol parecíame un retrato de mi alma, la cual, fija su mirada en el Sol de Justicia, le seguía paso a paso en la carrera de su vida mortal desde la Encarnación hasta su triunfante Ascensión a los cielos, y cuando el Salvador se ocultaba a mi mirada con el impenetrable velo de su inefable gloria a la diestra del Padre, me quedaba como suspensa mirando al cielo (como el girasol queda suspenso vuelto hacia el occidente, cuando pierde de vista al rey de los astros) hasta que pasado un rato volvía a buscarle en el misterio de la Encarnación.
Por último, de las variadas y preciosas margaritas que poblaban mi jardín aprendía a amar y estimar a Dios mi sumo Bien, no porque no le amase y estimase ya, sino porque en la contemplación de las margaritas encontraba mi alma nuevos alicientes para estimar y amar al Señor, a la vez que consuelo en las penas que padecía por su ausencia.
Dos o tres veces por lo menos visitaba diariamente el jardín. Cuando iba por la mañana, antes de salir el sol, parecíame que veía a mis margaritas sonrientes, llenas de dicha y ventura, de vida y de fragancia, y buscando la causa de su sonrisa y lozanía, hallaba que era la próxima visita del sol, que estaba como a punto de aparecer en el horizonte para bañarlas de luz y fecundarlas con sus rayos. Por el contrario, por la tarde, al anochecer, las veía mustias y marchitas, próximas a fenecer, y la causa de su decadencia entendía no ser otra que la ausencia del sol, vida y hermosura de las plantas.
Como había padecido tanto en materia de desamparos y privaciones divinas en mi vida religiosa, y continuaba padeciendo, me lastimaba ver a mis margaritas mustias y marchitas y me ponía a razonar con ellas como si quisiera alentarlas y desahogar mis penas contándolas mis amores y ansias de poseer a mi Dios.
“¿Qué os pasa, queridas mías (les decía) que tan tristes os encuentro? ¿Quién robó vuestra hermosura y lozanía?”. “Se alejó nuestra vida —parecíame que contestaban—, ocultóse a nuestra mirada, y quedamos como nos ves”. Decíales: “¡Pobrecitas! con razón lamentáis vuestra soledad, pero animaos, porque pronto volveréis a verle. Si esperase yo mañana la visita de mi Sol divino, mi vida, mi hermosura, mi felicidad rebosaría contento, no estaría lánguida como vosotras, sino que rebosaría vida y entusiasmo. Mas no soy tan afortunada que merezca su aparición diaria en el firmamento de mi alma. Hace 20, 40, 60 y más horas que lo recibí en mi pecho la última vez y no espero recibirle hasta que pasen muchas más. ¡Cuánto me cuesta su ausencia!, ¡qué largos me parecen los días que no comulgo, las noches y los días que separan el jueves del domingo y éste del jueves! ¿Por qué no me haría Nuestro Señor margarita para que gozara la presencia del ser que constituye mi vida y sustraerme al vacío inmenso que experimento en su ausencia y tanto me lastima? Consolaos conmigo, hermanitas mías, porque sois más afortunadas que yo; dad gracias al Creador porque os sustrae a mi pena haciendo nacer al sol sobre vosotras todos los días. Si supierais lo triste que es vivir ausente de la vida del sumo Bien, ardorosamente amado, vivamente anhelado y rara vez poseído, os sentiríais dichosas con vuestra suerte. Qué felices sois: yo, en cambio, ¡QUÉ DESGRACIADA!”.
Cada día me costaba más la ausencia de mi Dios. Gozaba mucho cuando me favorecía con sus divinas comunicaciones, pero dilatándose la capacidad de mi alma acrecentaba mi hambre y sed de Dios, mi ardiente anhelo de estrechar las relaciones que a Él me unían, y poseerle con mayor evidencia y en grado más alto.
Era Jesús mi objetivo, el blanco de mis pensamientos y el centro de mi amor juntamente con su Madre bendita, de quien no prescindía en mis relaciones con Nuestro Señor .
CONFESIÓN GENERAL
A fines de 1902 sus angustias y sufrimientos se acentuaron. Y ella nos manifiesta: Turbada mi conciencia, me di cuenta que necesitaba hacer una confesión general de toda mi vida para salir del mal estado de conciencia en que me creía, pero una confesión en la cual el confesor viese mi alma como yo la veía y sintiese de mí lo que yo sentía, cuya confesión propuse hacerla con un padre de la Compañía de Jesús, que ayudaba mucho a nuestra Comunidad en concepto de confesor extraordinario y director de Ejercicios espirituales.
El quince de marzo, me presenté al confesonario del mencionado padre, a quien expuse la necesidad de hacer una confesión general, pensando que estaba en pecado mortal desde hacía muchos años; ¡tan embrollada tenía la conciencia! El confesor no accedió a mi deseo, sino que me despidió diciendo que era escrupulosa. No puedo expresar el sentimiento que me produjo, pues veía frustradas mis esperanzas de recobrar la gracia que creía haberla perdido después de haberme fatigado lo indecible en prepararme para la confesión general por espacio de ocho días…
Aquella noche, dormida, tuve una visión. Sentí un amor y entusiasmo por Jesús muy grande, a quien anhelaba ver a la edad de 30 a 33 años y con quien ansiaba estrecharme, unirme, identificarme y al efecto salir del miserable estado de pecado en que creía hallarme...
Entendí que Dios Nuestro Señor me mandaba que hiciese la confesión general con el mismo divino Señor en la Eucaristía… Me infundió tanta fe y evidencia en su real presencia en el Santísimo Sacramento, que me pareció había hallado el paraíso en la tierra. Resolví hacer la confesión general con Jesús sacramentado, pero la diferí para el día 18 del citado mes, eligiendo este día por la singular devoción con que la celebraba todos los años en obsequio de la Virgen por razones especiales, pues quería ante todo hacer la confesión en un día en que pudiese contar seguramente con la asistencia y protección de la Señora, quien no dudaba se mostraría propicia a mi alma el citado día.
Entre tanto, y con la asistencia de la Virgen Santísima, me preparé lo mejor que pude para la confesión general, y la noche que media del 17 al 18 de marzo, cerca de la medianoche, me levanté y fui al Coro.
Postrada ante el sagrario, hice un acto de fe vivísima en la presencia real de mi Dios humanado sacramentado, en su Poder, Sabiduría y Bondad y buena voluntad para conmigo, y con su permiso di principio a la confesión implorando antes la protección de la Virgen Santísima, a quien constituí abogada especial para este acto, rogándole que dejase el cielo, si era necesario, para que asistiese presente en el sagrario y para interesarse en mi favor en el acatamiento de su divino Hijo sacramentado.
Y puse por testigos de mi confesión, de mi arrepentimiento, propósito, peticiones, etc., a los ángeles que hacen la guardia de honor al Santísimo en nuestro sagrario. Con mucho reconocimiento a las finezas del Señor y contrición de mis pecados, llena de amor y respeto, de fe y confianza, hice a Jesús sacramentado un relato histórico de mi vida desde que nací hasta aquel momento y le traduje mi alma toda tal como yo la veía, poseída del sentimiento íntimo de su divina y real presencia en la Eucaristía, cuya presencia era para mí una evidencia por la especialidad con que se mostraba el Señor y se hacía presente a mi alma. Me pareció que veía a Jesús como le vieron los apóstoles en su vida mortal, y que Jesús me atendía y escuchaba mi confesión como escuchaba lo que hablaban con Él los apóstoles.
Terminada la confesión, con verdadero arrepentimiento y detestación de mis culpas y propósito de la enmienda, rogué a mi Dios sacramentado que perdonase todos mis malos procederes, abuso de las gracias, deficiencias en su servicio, todo, todo lo que había faltado y era reprensible a sus divinos ojos, y me absolviese de ellos a culpa y pena por sus amorosas y paternales entrañas, por su santísima Encarnación, vida, pasión, muerte, etc., y por los méritos e intervención de su Inmaculada Madre, de los ángeles y de los santos.
Le pedí además que me restituyese la túnica de la inocencia y me adornase con sus virtudes y perfecciones divinas. No vi que Jesús me absolviese visiblemente —sin duda porque lo había hecho ya por medio de sus ministros—, pero sí experimenté visiblemente los efectos de su infinita misericordia y divina mediación en el acatamiento del Padre. No puedo decir lo que sentí la noche de referencia y en la mañana siguiente durante la comunión y misa, pero gocé de tanta intimidad con mi Dios humanado sacramentado y me sentí tan favorecida de su Bondad, que me pareció que no lo había sido nunca tanto.
Recobré la paz del alma y me quedé tan tranquila de conciencia como si acabara de recibir el santo bautismo. El mismo día por la tarde, estando con la Comunidad en el coro rezando el Oficio divino, me pareció ver a Jesús descender de cierta altura, y cuando fijó sus plantas sobre el pavimento del Coro, se acercó a mí con amigable bondad y condescendencia infinita y me dio un abrazo y ósculo misterioso divino. Imposible expresar lo que sentí en aquel momento.
El abrazo significaba la mutua unión y posesión y el ósculo entrañaba el infinito amor que me profesa mi Dios humanado y el entusiasmo y estima divina que sentía por mi alma en concepto de Padre y de Esposo…
Vi lo mucho que le había complacido la confesión general y las peticiones que hice la noche anterior… ¡Qué abrazo y ósculo tan divinos! Tantas caricias me prodigó mientras me abrazaba y tan inefables y misteriosas, que maravillada de verme objeto de tanta predilección por parte de Jesús y, más aún, en vista del entusiasmo y gratitud que me manifestaba por las complacencias que le procuraba en el período de sufrimientos y especialmente la noche anterior, que no sabía ni qué decir ni qué pensar. Permanecí muda de asombro y estupefacción. ¡Oh! ¡Cuánto amas a las almas que criaste y rescataste con tu sangre, Dios mío, y con qué ternura y delicadeza las tratas! .
En varias ocasiones hizo ella sola ante Jesús sacramentado esta experiencia de la confesión general. En una carta le escribía al padre Mariano de Vega: Mañana cinco, de doce y media a dos de la tarde, puesta en la presencia de Jesús sacramentado, poniendo por intercesora a la Santísima Virgen y por testigos a su ángel custodio y al mío, con los ángeles que hacen la corte a Jesús en nuestro sagrario, me confesaré generosamente con Jesús; le diré todos mis pecados y rogaré a los ángeles, sobre todo a su ángel tutelar y al mío, a san Miguel, a nuestro seráfico padre san Francisco y a san Buenaventura..., que recojan todas mis iniquidades y las lleven a vuestra reverencia para que haga trizas el conjunto de las mismas .
El padre Mariano le contestó: Para mayor tranquilidad tuya, te digo que frecuentemente te absuelvo de todos tus pecados. Hacia las nueve de la noche te absolveré todos los días a fin de que, limpia y hermosa, te presentes a Jesús y te pierdas en Él .
Y ella le responde: Mil gracias por la absolución que me promete diariamente y por el beneficio de sus santas bendiciones, las que solicito de un modo especial para estos santos días de retiro .
DIRECTORES ESPIRITUALES
Dios, desde hacía mucho tiempo la estaba urgiendo a tomar un director espiritual para que la guiara en los momentos de oscuridad del alma. Ella sola se embrollaba y creía que estaba en pecado mortal y que Dios ya no la quería para siempre. Pero algunas malas experiencias con algunos confesores que no querían dirigirla o que decían que no tenían tiempo, aparte de su natural timidez, le hacían dudar de tener un director espiritual. Dios le insistía y ella lo iba dejando pasar. Llegó un momento en que ese desoír la voluntad de Dios podía hacerla en verdad alejarla de Dios y dejar de recibir muchas bendiciones que Él quería darle por medio de su director.
Ella lo refiere así: El 10 de diciembre de 1903, al tiempo de acostarme por la noche, Dios Nuestro Señor se reveló a mi alma con semblante serio, severo y disgustado conmigo, manifestándome que la causa de su disgusto era mi tardanza en cumplir la orden relativa a la dirección. Me dijo que, si no lo ponía en ejecución, me abandonaría para siempre. Entendí que por mis dilaciones en cumplir el mandato en referencia padecía la Comunidad, porque no quería su Majestad confiarme el cargo de abadesa mientras no tuviera director y que, si no le obedecía, tendría que responder en su divino tribunal de las faltas que cometían las religiosas de los diversos bandos en que estaba dividida la Comunidad .
En ese momento ella tenía 30 años. El padre Andrés Ocerin Jáuregui aceptó ser su director y lo fue oficialmente en 1904, pero sólo por nueve meses, pues él se retiró de dirigirla por propia iniciativa.
El segundo director fue el padre José Hospital Frago, siendo ella ya abadesa. Él fue su director desde 1905 a 1910 por cinco años. El padre José Hospital era canónigo deán de la catedral de Valladolid. Los dos primeros años le fue muy bien con él, a quien abrió su alma de par en par sin ocultar nada. Los tres años restantes, prácticamente no era ya su director espiritual, pues el arzobispo de Valladolid le dijo en 1907 a la Madre Ángeles que no estaba de acuerdo con el deán y que se guiase según su propio espíritu en cosas espirituales.
Ella nos dice: Fue el caso que varias personas respetables y de todo mi aprecio y consideración, me hablaron en sentido poco favorable de mi director espiritual, diciendo que era bueno, sí, pero amigo de llevar a las almas por caminos sobrenaturales. Uno me aconsejó que no hiciese ninguna cosa que mi director me ordenase sin consultar primero con Dios Nuestro Señor, porque debía tener yo la prudencia que a él le faltaba, etc. Este consejo y observaciones que me hicieron acerca del director agravó mi situación, perdí la fe y confianza que tenía en mi padre espiritual y me desorienté por completo... Tampoco podía revelar a mi director la causa de mi desconfianza y rebeldías y mis ansiedades y temores, porque vivía en relaciones con los sujetos que me hablaron de él y me aconsejaron que procediera de este modo, de los cuales uno me advirtió que guardase secreto. Sólo Dios sabe lo que padecí en este sentido por espacio de casi tres años, o sea, desde octubre de 1907 hasta julio de 1910 .
Su tercer director fue el padre Mariano de Vega, capuchino, a quien ella llamaba mi Padre verdad. Con él sí se entendió bien y pudo encaminarse a pasos agigantados por las sendas del espíritu. Fue su director desde el 2 de julio de 1910 hasta el 3 de octubre de 1913 en que Monseñor Cos, arzobispo de Valladolid, le dirigió una carta por la que prohibía al padre Mariano de Vega cualquier comunicación de palabra o por escrito con la Madre Ángeles y con sus religiosas. Parece que el motivo fue que el confesor ordinario de la Comunidad, al ver que el padre Mariano era muy estimado por las religiosas, se sintió disminuido en sus derechos y fue a pedir que se remediase la situación al palacio arzobispal.
A mediados de 1915, el padre Narciso Nieto, franciscano, comenzó a ser su director espiritual y lo fue durante año y medio.
Su quinto director fue el padre Alfonso Andrés Vega, dominico, y dirigió a la Madre Ángeles desde fines de 1917 hasta los últimos días de 1919. A finales de 1919 el arzobispo de Valladolid, Don Pedro Segura, permitió que volviera a dirigirla el padre Mariano de Vega, que sería su director desde abril de 1920 hasta su muerte, ocurrida el 28 de agosto de 1921.
De los cinco directores, el padre Mariano de Vega fue el único que se entendió bien con ella. Era un hombre muy espiritual y supo comprenderla y lanzarla a velas desplegadas por los caminos del espíritu, llegando al matrimonio espiritual. El padre Mariano todos los días le enviaba la bendición y la absolución a distancia.
Ella en una carta le pedía: Absuélvame de todos los pecados que he cometido desde los santos Ejercicios del presente año hasta este momento. Estos pecados, arrepentida de todo corazón, confieso a mi Dios y a vuestra reverencia... También déme una bendición especial en nombre de mi querido Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y de todos los santos de nuestra seráfica religión; y entregue mi alma a Dios Uno y Trino en unión de la santa humanidad el Verbo, de mi Purísima Madre, de san José, san Joaquín y santa Ana, de los santos apóstoles y de todos los santos de nuestra Orden .
Y le insistía: No se olvide todas las noches de absolverme de mis faltas .
El padre Mariano le respondía: Con frecuencia te bendigo, puesto en Dios, y te perdono en su nombre cuantas deficiencias y miserias hayas contraído como débil y flaca criatura .
Entre el padre Mariano y sor Ángeles había una hermandad espiritual y ambos se consideraban como un solo corazón en Dios. Por eso, el padre Mariano en una carta le dice: Vivamos siempre unidos y adheridos en Dios para que, participando de aquella vida divina y derramándose la divinidad entre nosotros por medio de la santa humanidad de Jesucristo, seamos una misma cosa en Dios y con Dios .
Y ella le escribe: Hice intención de poner mi alma, potencias y todo lo que soy en las hostias que consagrará vuestra reverencia durante su vida y le pedí a mi Dios humanado que se apodere de mí y me asuma v asimile y me transforme en Él cada vez que celebra la misa…, para que sea cada vez más divino el lazo que me une a mi padre (padre Mariano) .
ABADESA
Fue elegida abadesa el 21 de febrero de 1904. Ella dice: Cuando la Comunidad, de acuerdo con el Prelado, me confió el cargo de abadesa, yo había pedido mucho a las tres personas divinas y a la Virgen que me sustrajeran de dicho cargo, y el mismo día que fui nombrada les rogué que me sacasen de esta vida y me llevasen aunque fuera al purgatorio, si preveían que por razón del cargo cometería alguna falta o daría motivo de sufrimiento a alguna religiosa. Y en vista de que no otorgaban mi petición, los requerí para que fuesen ellos los Superiores de esta santa Comunidad y que quedaran con el título y los honores del cargo y también con las responsabilidades y con los cuidados, que yo sería una simple coadjutora para ayudarles en el cumplimiento de sus deberes.
Entendí que Dios Nuestro Señor y la Virgen aceptaban el cargo de Superiores, y cuando me nombraron abadesa, en presencia del Visitador y testigos, dije que no aceptaría el cargo si antes la Comunidad no reconocía por su abadesa y Prelada a la Virgen Santísima porque hacía muchos años que prevenida y avisada para la elección que se cumplía, había renunciado al cargo en favor de la Señora . Me refería al año 1895. Cuando me requirió la Señora para dicha renuncia.
No dije nada de la elección que hice de Dios Nuestro Señor para Superior por no creerlo necesario; pues, siendo la Virgen, lo es Dios. La Comunidad aceptó mi proposición y, acto seguido, el Visitador confirmó la elección y fue celebrada por todos como un acontecimiento. Yo experimenté no sólo la protección, sino también el sentimiento de la presencia de la Santísima Virgen en esta santa casa y Comunidad, como si realmente bajara del cielo para tomar posesión de nosotras.
Y para que nadie dispute los derechos que tiene la Señora al dominio de esta su casa y familia, el 7 de diciembre del citado año, quincuagésimo aniversario de la definición del dogma de la Inmaculada, por voto unánime de la Comunidad, fue elegida o nombrada la Virgen “abadesa perpetua”, como consta en las cédulas que contiene la santa imagen de la silla prioral del Coro .
El padre Mariano de Vega, en un informe sobre las actividades realizadas por sor Ángeles siendo abadesa, afirma que lo primero que hizo fue colocar la Comunidad bajo la dirección de María Inmaculada, votándola toda la Comunidad y nombrándola abadesa perpetua del convento y haciendo que la Santísima Virgen tomase posesión del cargo, colocando la imagen de la Inmaculada en la silla prioral del Coro. Cuando ingresaba al convento alguna religiosa, tenía que depositar su cédula electiva-mariana en un sobre colocado en los pliegues del manto de María, que contiene las cédulas de toda la Comunidad. A esta elección, consagración, filiación y esclavitud mariana de la Comunidad atribuía la Madre Ángeles todas las prosperidades espirituales y materiales que llovieron sobre tan afortunada Comunidad...
Quitó de las celdas todas las sillas, dejando una sola para el uso de cada cual, evitando de este modo que las religiosas entrasen de visita y pasasen el tiempo faltando al silencio y, tal vez, a la caridad. Ella misma era un ejemplo vivo de silencio, pues era religiosa de muy pocas palabras, salvo cuando el deber o la caridad pedían otra cosa. Para acostumbrar a las jóvenes a no decir palabra alguna en horas o lugares de silencio regular, les compró unas pizarritas, y cuando alguna religiosa tenía que preguntar a otra alguna cosa, lo hacía por escrito en su pizarra, contestando la otra en idéntica forma. En las conferencias espirituales inculcaba una y otra vez este punto de observancia, indicando al mismo tiempo las penitencias que habían de hacer en público en el refectorio las que lo quebrantasen. Con estos y otros medios logró que en su convento hubiese perfecto silencio y completa soledad y que sus monjas fueran en verdad almas solitarias. Otro de los abusos que más empeño puso en desterrar del convento fue el que las religiosas no entrasen en la cocina, pues era uno de los sitios donde más se faltaba al silencio y a la caridad.
Pero no contenta la Madre Ángeles con establecer en su Comunidad el silencio interno, procuró, ilustrada por Dios, introducir también la soledad externa y abstracción de las criaturas, contribuyendo grandemente para ello el alejamiento de los seglares del locutorio. Era costumbre, como en otras muchas Comunidades, tener refrescos en los días de la novena de la Inmaculada; comenzó por reducirlos al último día, y, algún tiempo después, los quitó del todo. Lo mismo hizo con los refrescos que solían dar en las profesiones y tomas de hábito, logrando que desapareciesen. Y para que las religiosas en ningún tiempo se olvidasen de esta observancia, obtuvo del arzobispo Segura un Auto de Visita, en el que se establece que, sin permiso del Prelado, nunca se puedan dar convites en el locutorio.
Para llenar cumplidamente el fin que la santa Iglesia se propone al bendecir y conceder el velo a la religiosa profesa, y para poner en práctica lo mandado en la santa Regla, estableció que todas las religiosas estuviesen en el locutorio con el velo echado, cubriendo completamente el rostro. Solía decir que esto le había costado oír muchas burlas, incluso de personas que, por su estado y carácter, debieran aprobarlo. Pero, mujer verdaderamente fuerte, no era alma que retrocediera ante el respeto humano, y, tratándose de un punto de observancia regular, no cedía por nada ni por nadie en su santo empeño.
Estableció la comunión diaria a principios del año 1906, apenas tuvo conocimiento del Decreto dado por Pío X sobre la comunión frecuente diaria…
Estableció el viacrucis en octubre de 1907, a raíz de la visita que hizo el Excelentísimo señor Cos. Se practica en la Comunidad todos los días, antes de comer; cada religiosa recorre las estaciones cargada con su cruz y con una corona de espinas en la cabeza, a manera de Nazarena. Decía la Madre que este ejercicio era muy del agrado de Dios, como acto de propiciación e impetración a favor del mundo prevaricador y que había entendido le mandaba Dios que lo estableciese en la Comunidad.
Con el fin de implantar y conservar en su Comunidad la disciplina regular, impedir las transgresiones de la santa Regla y Constituciones, y corregir y castigar a las culpables y negligentes, estableció la observancia del “Capítulo de culpas”, que tenía todos los viernes; lo cual produjo excelentes resultados. Introdujo también en la Comunidad el uso de penitencias públicas en el refectorio, pero voluntarias, las que practicaban las religiosas durante la comida.
Unas penitencias eran para todos los días de la semana y otras para los días de Ejercicios espirituales y Semana Santa. Comenzó ella misma por dar ejemplo, haciendo varias penitencias particulares durante el año; y en los Ejercicios, que solía hacer sola antes o después de la Comunidad, el primer día se postraba a la puerta del refectorio, teniendo que pasar sobre ella las demás. El segundo día pedía de limosna a las demás religiosas la sopa, que comía en medio del refectorio, no tomando aquel día más alimento. Los demás días hacía otras penitencias parecidas, siendo una de ellas hacer nueve postraciones en tierra, en memoria de los nueve meses que el Verbo divino estuvo en el seno de María. Cuando en estos días tomaba asiento, lo hacía en el último lugar del refectorio.
En los Capítulos de los viernes dirigía además a la Comunidad una instrucción o plática, muy fervorosa a la vez que instructiva. Comenzó por la explicación de la santa Regla, Constituciones y significado espiritual y místico del santo hábito; después con la vida de la Santísima Virgen y de Nuestro Señor Jesucristo, basada su explicación en los santos Evangelios…
Preparaba a la Comunidad para las grandes solemnidades del año con pláticas o conferencias espirituales, basadas generalmente en la Liturgia sagrada de la festividad respectiva. Estableció el día de retiro mensual y solía tener en él su conferencia espiritual. Además, uno de los medios que mejor resultado le dio para la formación de las jóvenes, fue dirigirles por sí misma los santos Ejercicios para las tomas de hábito y profesiones; lo cual hacía con tanta formalidad y perfección como lo hubiera hecho el más perfecto orador sagrado. De ordinario, todas las demás religiosas querían tomar parte en estos santos retiros y asistir a sus admirables pláticas, y solía concederles esta gracia, y a las jóvenes les permitía que se adhiriesen a las ejercitantes e hicieran Ejercicios formales con ellas, lo que les otorgaba como premio o recompensa de algún trabajo o labor extraordinaria que hubieran practicado, por ejemplo, limpieza general del convento…
Arregló la ropería común y llevó a ella todos los baúles y prendas de las religiosas. Introdujo el uso de alpargatas y desterró toda otra clase de calzado. Igualmente introdujo para los lechos el uso de jergones y eliminó las demás comodidades. En el vestir aprobó exclusivamente lo que ordena la santa Regla: hábito y túnica, a excepción de las enfermas, con las que fue siempre benignísima.
Aunque deseaba y procuraba que sus religiosas fueran todas almas verdaderamente contemplativas, siendo como es muy dificultoso que estuvieran siempre y de continuo elevadas en Dios, y para evitar la ociosidad, raíz de todo mal, y por razones de economía y retiro de seglares, estableció que se lavase dentro del convento toda la ropa de Comunidad; que, además del extenso jardín, cultivasen por sí mismas, la pequeña huerta, blanqueasen el convento, enladrillasen el pavimento y hasta hicieran obras de carpintería, etc.
Cuanto trabajó por el bien espiritual de la Comunidad y de las religiosas en particular, otro tanto trabajó y se esmeró por su bien material. Llevó a cabo importantes obras, entre otras el entarimado del Coro, iglesia y presbiterio, cerrando la sacristía subterránea que había debajo de éste y haciendo otras dos nuevas, la exterior para servicio de la iglesia y la interior para servicio del convento; adquirió las imágenes de la Inmaculada —que preside en el altar mayor— y las de san Francisco y santa Clara, que están a sus lados, y las de los Sagrados Corazones que están en las credencias; arregló el lavadero y construyó un buen depósito de agua para el mismo; agrandó la cocina y puso una nueva pila de mármol para fregar; cerró con vidrieras la escalera principal —que antes estaba al aire libre—, así como la planta baja, y puso baldosín en toda ésta y en gran parte de las celdas y oficinas. Más tarde compró un buen armónium para el Coro; construyó una casa para el señor capellán, entarimó la grada y colocó una buena serie de bancos en la iglesia; además de otras muchas obras de menor importancia.
Y no obstante estas y otras mejoras, la Madre Ángeles acrecentó considerablemente el capital de la Comunidad, el cual, cuando tomó posesión del cargo de abadesa, era muy insignificante. Todo esto lo realizó con la ayuda de personas piadosas, quienes con gusto la favorecían con sus limosnas, por su extremada afabilidad y para merecer sus oraciones .
La Madre Presentación, su inmediata sucesora en el cargo de abadesa, nos describe así sus principales actos del gobierno: Para que la devoción a Nuestra Madre (la Virgen María) fuese lo más perfecta posible, hacía que se solemnizasen en la Comunidad sus fiestas con la mayor solemnidad, preparándolas de antemano con pláticas y hasta con Ejercicios...
Desde el año 1906 hasta el 1920, a las veinte jóvenes que recibió, las preparó con los Ejercicios espirituales para sus tomas de hábito y profesiones, lo cual ha dado inmejorables resultados, y cuya semilla perdurará y fructificará por muchos años con óptimos frutos en general y en particular.
En el año 1919 consagró nuevamente el convento y Comunidad a nuestra dulcísima Madre y entronizó al mismo tiempo al Sagrado Corazón de Jesús...
El día 15 de diciembre de 1919 ante la presencia del Santísimo Sacramento se consagraron como esclavas de amor de la Reina de los Corazones, y me consta que en esta fecha y en las que le sucedieron hasta primeros de enero, fue muy favorecida de la Santísima Virgen .
Todas las religiosas convienen en alabar la finura de su trato, siempre afable y sencillo; su inalterable paciencia y mansedumbre, que resplandecieron en circunstancias muy difíciles; su celo constante por la observancia regular, su caridad maternal con todas y especialmente con las enfermas .
Era (dice la Madre Rosario) el encanto de todas, lo mismo jóvenes que ancianas, por su trato delicado y fino con las enfermas, especialmente con las de enfermedades más repugnantes y molestas; hacía oficio de enfermera solícita. A veces les alcanzaba la salud, a lo que parece, con sus oraciones y tal vez cargando ella misma con sus enfermedades .
De su celo en velar por la caridad fraterna, dice sor Natividad: No transigía en lo más mínimo, haciéndonos pedir perdón unas a otras aun por faltas insignificantes. En esto de la caridad noté en mi santa Madre una delicadeza sin igual. Jamás de los jamases la oí hablar ni por broma mal de nadie y consentir que otras hablasen en su presencia tampoco, siempre sacaba la cara por la persona ausente.
No tan sólo nos mandaba pedirnos perdón cuando en algo nos ofendíamos, sino que nos exigía que no quedase en nuestros corazones ni el más leve recuerdo de la tal ofensa, y no tan sólo esto, sino que perdonásemos de corazón al ofensor y le hiciésemos todo el bien que nos fuese posible.
No tan sólo oí esto de sus labios, sino que se lo vi practicar a ella esto mismo, en grado heroico, pues las más privilegiadas de su corazón, merecedoras de sus cuidados maternales, fueron las que más disgustos le dieron, y no consentía en lo más mínimo que se hablase mal de ellas, pues solía decir, a ejemplo de nuestro divino Salvador: “Pobrecitas, no saben lo que hacen”.
Decíale servidora en una ocasión: “Madre, póngase seria para que las haga temblar y no consienta le falten al respeto”.
Me contestaba estas palabras: “No sabes lo que dices. Se vence siendo vencidos. Además, ten presente esto que te voy a decir y no quiero que se te olvide nunca. Jesucristo, cuando le prendieron en el huerto de los olivos, con todo su poder bien pudo dejarlos a todos muertos y quedar frustrados en todos sus designios. No lo hizo así, sino todo lo contrario, como un manso cordero se dejó maniatar y hacer de Él lo que quisieron. Sus discípulas, y mucho más sus esposas, tenemos que seguir sus ejemplos admirables y no se te olvide: La virtud vencida es la que mas vence” .
Siempre —añade sor Concepción— la vi tan contenta, amable y condescendiente con las mismas que la mortificaban, y una bondad y amabilidad en su trato encantadoras, que toda la que fuera a buscar alivio en ella, salía consolada y corregida, y cuando veía que alguna sufría, ella misma iba a su celda.
Tenía unas ocurrencias muy graciosas. Cuando nos predicaba, siempre nos había de decir alguna cosa de gracia. Y digo esto para que vean que era una santa expansiva y alegre, aunque no lo parecía, porque era de pocas palabras .
Continúa Sor Natividad: Diremos, sin cansarnos, que fue una verdadera Madre, tanto en lo corporal como en lo espiritual; en lo corporal, cuidando que no faltase nada de lo necesario a las religiosas, tanto en el vestir como en el comer, sin pasar los límites de la santa pobreza; cuando alguna vez necesitábamos algo íbamos con gran confianza a su celda a pedírselo, seguras de alcanzar lo que pedíamos; lo mismo en lo tocante a ropa de vestir como a ropa de cama; ella, por acudir a nuestras necesidades, vestía siempre prestado, y ni sabía la ropa que era suya, pues siempre tenía distinta.
Era tal el agrado con que nos atendía que todas nos hacíamos ojos para atender a sus necesidades, y de sí misma no tenía que preocuparse, sino sus hijas eran las encargadas de atenderla en todo.
Y cuando nuestra santa Madre no nos podía socorrer en nuestras necesidades por tener agotado el dinero de la bolsa, nos contestaba con tal agrado en nuestras peticiones, que nos dejaba más contentas que si aquello que le pedíamos nos lo diese, pues también Dios Nuestro Señor le hizo pasar a esta alma privilegiada por la grande prueba de la escasez en los recursos materiales, pasando grandes angustias para poder pagar cantidades grandes de cosas de casa que se compraba al por mayor, pero era tal su fe y confianza en Dios y nuestra purísima Madre en todas estas pruebas que, sin saber cómo ni cuándo, salía siempre airosa en todos estos lances. A fin de año todas las cuentas quedaban pagadas y a las religiosas nunca les faltó lo necesario para vivir. De 18 años que llevo en el convento nunca he visto que faltara el pan .
Sigue sor Natividad: Cuando empezó a desempeñar el cargo de abadesa, el capital (de la Comunidad) era insignificantísimo. No hacía más que unos 14 años, aproximadamente, en cuya fecha o tiempo se perdieron algunos miles de duros (billetes de cinco pesetas), que era casi lo que nos sostenía . El administrador económico había robado prácticamente casi todos los bienes de la Comunidad.
Pero Dios hacía milagros patentes por medio de algunos bienhechores para solucionar los problemas económicos y poder hacer incluso obras de mejoramiento. Dice sor Natividad: Cierto día vino el carpintero a cobrar una cuenta que importaba 100 pesetas. Al írsela a presentar a la Madre, estaba orando en el coro. Dijo: “No tengo para pagar”. Se levantó y se fue delante de la imagen de la Santísima Madre Purísima diciéndole: “Yo no puedo pagarle, Madre mía, tú verás el medio”. Apenas se despidió el carpintero, llegó una señora a darnos una limosna y entregó un billete de 100 pesetas. No lo cogió la Madre en sus manos y mandó que se lo llevasen al carpintero. Esto lo tengo por un milagro .
Por otra parte, mandó hacer una hermosa campana a quien se bautizó con el nombre de María de los Ángeles. También mandó dorar todos los cálices y la custodia. También se hicieron los bancos de la iglesia, mandó entarimar la sacristía, colocó el púlpito, se hizo la sacristía exterior e interior y, entre ambas, se colocó el torno. En 1908 se compraron las imágenes de Nuestra Inmaculada Madre, de san Francisco y santa Clara. Se hizo el lavadero, se arreglaron las celdas del dormitorio antiguo y se remodeló el noviciado y la cocina.
Durante los 17 años, que estuvo de abadesa, le tocó asistir a bien morir a varias religiosas, que murieron en sus brazos. Según manifiesta sor Lourdes: Todas deseábamos morir antes que ella para que nos asistiese y tener la dicha de morir como las que presenciamos, con la sonrisa en los labios. Que el Señor nos conceda la gracia de que nos asista desde el cielo .
Sor Refugio declaró que recién entrada al convento, la Madre Ángeles la acompañó al Coro. Y dice: Una cosa al parecer insignificante manifestará el efecto que hizo en mi alma cuando por primera vez, al entrar en el Coro, tomó el agua bendita. ¡Qué fe, qué devoción y qué suplicas en un momento, pidiendo que nos concediera todas aquellas gracias que Nuestra Santa Madre Iglesia impetró de la divina Majestad cuando la bendijo! Tan grabado ha quedado este acto en servidora que va a hacer ya veinte años y puedo decir que siempre que entro y salgo del Coro, lo recuerdo .
Era muy mortificada y sobre esto la misma sor Ángeles afirma: En invierno y en verano vestía la misma ropa y soportaba el calor y el frío sin procurarme alivios, violentando la naturaleza, pues derramaba lágrimas con la crudeza del frío, el cual me lastimaba tanto que me parecía que alguien me hería con la espada. Mi celda se parecía a la cueva de Belén por la pobreza y el desabrigo. Me privaba del alimento necesario, me disciplinaba varias veces al día y me imponía otros sacrificios, los cuales me ayudaron para conocer por experiencia lo que padecieron en Belén mis divinos modelos.
Anhelaba la suerte de los pordioseros y quisiera como ellos pedir limosna de puerta en puerta, recogiendo más desprecios que mendrugos para imitar la pobreza y humildad de Jesús, María y José; y merecer la gracia de establecerme en su compañía, asociarme a su vida y ser como la cuarta persona de la Sagrada Familia, a la vez que su esclava .
Solía decir: “No deseo otra cosa que ver feliz a mi Dios”. Sor Natividad le preguntó un día: “¿Cómo se las arregla, Madre, que siempre la encuentro como regocijada en Dios, pase lo que pase?”. Y ella contestó: “Pues mira, es la cosa más sencilla: en cuanto me despierto, mi primer pensamiento es Dios, y en Él veo todo lo que durante el día me puede ocurrir, y para todo me preparo en conformidad con la voluntad de Dios. Así, ni me alegro demasiado por los acontecimientos prósperos ni me entristezco en los adversos. Si algo me va mal, voy al Coro; se lo cuento a Jesús sacramentado, y salgo de allí más contenta que unas pascuas. Me ha ido tan bien con esta costumbre que tengo desde que ingresé aquí, que de todo corazón te la aconsejo .
El rosario era una de sus oraciones predilectas y les aconsejaba a todas rezarlo todos los días, aparte de la hora de oración mental que tenían. Sobre su oración manifiesta: Después de las doce de la noche, me dirigía al Coro donde permanecía dos horas y media en compañía de Jesús sacramentado, haciéndole la guardia de honor en compañía de la Virgen y de los santos ángeles... Con todo, no satisfecha con esto, a las dos y media, cuando salía del Coro, bajaba al refectorio donde visitaba a la Señora en la imagen de la misma, colocada en la silla de la presidencia. Allí le rendía mis filiales homenajes, le decía cuanto se me ocurría y cantaba sus alabanzas en voz alta, pero con tal entusiasmo que parecía que iba volviéndome loca de amor a la Santísima Virgen, si no lo estaba ya.
A las tres me despedía de la Virgen para retirarme a la celda a descansar unos momentos. A las cuatro hacía el ejercicio de acción de gracias por la Encarnación, en cuyo ejercicio no perdía de vista a la Virgen; y terminado éste, me iba al Coro, adoraba a Jesús sacramentado e inmediatamente me engolfaba en los amores de la Señora, haciéndome eco de los sentimientos y aspiraciones de los fieles cristianos que durante todo aquel día la visitarían en todos los templos y santuarios del mundo, dedicados a la misma soberana Virgen para venerarla y amarla... Me unía en espíritu a todos los ángeles y santos del cielo y al mismo Dios omnipotente y, en unión de mi Dios y de los ángeles y santos, la amaba y tributaba alabanzas y hacía en su obsequio cuanto me inspiraba mi corazón abrasado de amor de la Señora .
SU FIGURA
Sor Natividad la describe así: Su estatura era alta, elegante en su talle, hermosísima en su rostro y toda ella agraciada. En lo moral no hay que decir, pues en su rostro angelical se dibujaba con caracteres indelebles la inocencia y pureza de su hermosísima alma . La Madre Presentación dice así: Cuando tuve la dicha de ingresar en esta santa casa y de conocer a su dignísima Superiora, quedé encantada y entusiasmada de su trato amable, cortés, delicado y prudentísimo, con lo que dejaba traslucir un talento extraordinario, a la vez que era inocente y candorosa como una niña… Su inocencia se retrataba en su bello rostro que, a pesar de lo demacrado que lo tenía por sus excesivas, aunque ordenadas penitencias, conservaba un rostro de belleza que, aún en este sentido, había sido favorecido por el divino autor para que se cumpliese lo que dice: que la cara es el rostro del alma.
Era morena, pero la palidez la hacía parecer blanca, ojos grandes negros y muy vivos, a la vez que modestísimos, pues difícilmente los fijaba en la criaturas a no ser por necesidad para ver el estado de salud de sus hijas. La nariz recta y muy bonita; la boca pequeña y los labios regulares y encarnados, el rostro largo, las cejas muy pobladas y muy unidas, el color negro como el cabello.
Era de alta estatura, muy proporcionada, graciosa y muy elegante con una majestad respetable, que se imponía y la hacía venerar a la par que amar, pues se hallaba un no sé qué que atraía y cautivaba, pero con afición purísima y filial .
EL MATRIMONIO ESPIRITUAL
Según san Juan de la Cruz es una transformación total en el Amado, en él se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor... Consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor .
Consiste en una unión real e indisoluble entre Dios y el alma. Es una especie de deificación o trinificación, identificación con la Trinidad por medio de Jesús. Por eso, sor Ángeles hablaba muchas veces de enjesusamiento o identificación con Jesús y, por medio de él, con la Trinidad Santísima. Jesús y el alma se funden y se pierden en el amor de los TRES como la gota de agua que cae al mar. Con frecuencia, esta unión se realiza en un éxtasis de amor, generalmente después de la comunión. En ocasiones, hay entrega de anillos y otros detalles, estando siempre presente la Virgen María para entregar a Jesús a la desposada.
Por supuesto que Dios no se repite y cada matrimonio tiene características personales distintas de acuerdo a cada persona. Por otra parte, esta entrega total de Dios al alma puede hacerse en un momento o a lo largo de varias etapas como en un proceso gradual. Además, la unión del matrimonio espiritual no quiere decir que, a partir de ese momento, ya todo será paz, amor, alegría y felicidad para siempre. No. La identificación total con Dios o con Jesús en Dios, puede terminar como en muchos santos con la pasión dolorosa y muerte en la cruz. Sor Ángeles morirá padeciendo indecibles dolores en el cuerpo y en el alma al punto de poder gritar, como Jesús en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
A partir del hecho del matrimonio, que puede considerarse realizado en un momento determinado por una experiencia mística espectacular, sigue el camino de ascenso, que nunca se detiene, en el cual se mezclan los momentos de gloria y de Tabor con los de pena y Pasión dolorosa.
En el caso de sor Ángeles, los entendidos hablan de un proceso gradual en el que distinguen dos etapas: la contemplación simple y la contemplación mixta de la divinidad. En la primera etapa el alma se centra casi totalmente en Dios Trinidad y, en la segunda etapa, aparecen también episodios particulares de la vida de Jesús con los cuales el alma trata de identificarse por medio de María hasta llegar al Calvario y la muerte en cruz.
Lo mismo pasa en un matrimonio humano. Desde el momento de la ceremonia hasta la identificación total de los esposos, deben pasar meses o años hasta vivir, en el mejor de los casos, con una sola alma y un corazón unidos en Dios.
Dice Jesús: Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre (Mt 19, 5-6). Los dos esposos están llamados a ser UNO en Dios, no solo físicamente, sino también dejando todo lo que los separe, ser UNO espiritualmente, teniendo los mismos sentimientos y pensamientos de hacer siempre el bien y hacerse felices mutuamente. Los esposos deben hacer realidad lo que se dice de los primeros cristianos: tenían un solo corazón y una sola alma, sin tener nada como propio, sino teniéndolo todo en común (Hech 4, 32).
En el caso de sor Ángeles, un momento clave fue la fecha del 10-11 de junio de 1911, y también el 4 de octubre de ese mismo año.
Dice ella al padre Mariano: Entendí que Jesús quería desposarse con mi alma y me decía que ya había hecho en mi alma todo lo que acostumbraba y era necesario para disponerla a tan gran favor, que sólo faltaba la última mano, o sea, una como renovación de todo lo que ya había obrado la acción divina en mi alma: reproducir en mí todo lo que me había mostrado su Majestad relacionado con su vida divina en el seno del Padre, su vida mortal, gloriosa y sacramental, y que esto lo haría en los próximos Ejercicios .
El día antes de terminarse los Ejercicios, el 11 de junio, sábado, víspera de la Santísima Trinidad, estaba terminando de rezar la hora de Nona y tuve cierto aviso o presentimiento del soberano favor que pensaba concederme Nuestro Señor en la misma mañana. No le di importancia, pero se realizó lo que entendí. Fue a las nueve y media aproximadamente de la mañana, mientras el director de los Ejercicios formulaba las palabras que escogió como tema de la plática (El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado: Rom 5,5). De repente, se abrió a mi vista intelectual una región mística sublime, divina y candente como el fuego, y en ella vi a las tres divinas personas de la Santísima Trinidad.
Al verlas, sentí la propia nada, pecado e indignidad, como nunca la había experimentado, pero lejos de rechazar la unión divina que mi Dios me prometió, se lo pedí y me dispuse para ella... En un momento realicé una infinidad de actos, pero lo que hice a maravilla y me valió más fue buscar a la Virgen Santísima en el horizonte divino donde se revelaba el Señor. En el momento en que me dirigí a ella, hallé a mi protectora a quien supliqué que, postrada ante el divino acatamiento, pidiera a la beatísima Trinidad me perdonase todos mis pecados, el haberle arrojado de mi corazón tantas veces y que se entregase a mi alma. Así lo hizo la Señora ¡Cosa maravillosa! Lo mismo fue rogar la Virgen que entregarse Dios a mi alma. Del horizonte divino donde yacían las tres divinas personas, una a una, se dejaron como caer en mi alma y penetraron y se establecieron en mí.
Un fuego divino se apoderó de mi alma y la profunda herida que me produjo la divina presencia (herida de amor sabrosa y penosa sobre toda pena y deleite) arrancó de mí tristes ayes, profundos gemidos, en medio de los cuales recibí al triple y eternal amante. Quedé penetrada y rodeada de un fuego divino como si me hubiesen metido en una región candente, fundida en fuego divino. No veía ni sentía otra cosa que el divino amor y la infinita caridad de Dios hacia las almas… Estuve varias horas gimiendo, gozando y padeciendo como enajenada. Cuando se cortó la corriente divina o se atenuó la amorosa influencia, me hice cargo del soberano beneficio que me había concedido la Santísima Trinidad, entregándose y estableciéndose en mi alma… Mi alma entró en una nueva fase de vida, en una especie de fiesta o solemnidad perpetua de la Santísima Trinidad y participación de la eternidad dichosa y quedé como asociada a la vida de Dios Uno y Trino .
Y decía: Soy toda de Dios y Dios es todo mío… Amo mucho, mucho a mi Dios y soy muy amada del mismo Dios, porque soy toda de Dios y Dios es todo mío… Todas estas cosas y cada una de ellas, y muchas más que no puedo decir, me sacan fuera de mí siempre que me pongo en comunicación directa con Dios por el amor intenso que produce en mi alma hacia el mismo Dios. Es por esto que no puedo oír hablar de Dios ni pronunciar las palabras “gloria de Dios, amor de Dios al alma, o el amor del alma a Dios” sin perderme toda en el mismo Dios y desmayar o empezar a bramar como un toro a causa de las ansias de amar y glorificar a Dios, del gozo y angustias que experimento en mi alma. Por lo cual, si estoy en Comunidad, cuando preveo que me va a suceder esto, me salgo para no llamar la atención .
El 4 de octubre, fiesta de nuestro seráfico padre san Francisco, no recuerdo si al ofertorio o prefacio, abriéndose un nuevo horizonte a mi vista, me parecía ver a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, con mucha gloria y majestad, fulgurando resplandores divinos y convertido todo Él en un ser divino humanado de amor, que parecía un serafín de fuego, todo amor; con nuestro padre san Francisco, colocado como a sus pies, el cual parecía otro serafín porque reverberaban en él aquellos fulgores y resplandores divinos... Al ver a Jesús y a nuestro padre en la forma indicada, sentí grandes ansias de asociarme a ellos: o sea, de verme yo también como nuestro padre san Francisco, transformada en Jesús, animada y clarificada por el mismo, como lo estaba nuestro padre, y de amarle y glorificarle como lo amaba y glorificaba él; y se lo pedí a Jesús… Comunicándome Jesús por conducto de nuestro padre aquel amor en que ardían ambos, sentía arder a mi alma. Lo cierto es que yo me abrasaba físicamente durante aquella visión .
El padre Mariano de Vega le aseguró que había recibido el matrimonio: El cuatro o cinco del actual (octubre de 1911) pude comprender y vine a la persuasión de que tu alma había sido elevada al estado de matrimonio espiritual con Dios Nuestro Señor y que Él tenía sus delicias en morar en tu corazón. Establecido este fundamento, nada es extraño que el día de nuestro seráfico padre, tu divino esposo te regalara (te hiciera feliz), pues a generoso nadie le gana .
A partir de este tiempo y hasta el momento de su muerte, seguirá sor Ángeles su camino ascendente de enjesusamiento, de identificación con Jesús dentro del seno amoroso de la Trinidad, donde siempre está María. No olvidemos que el camino de unión con Dios nunca se detiene. Nunca un santo puede decir: ¡Basta! ¡Ya llegué al final! María lo recorrió hasta lo máximo que un ser humano puede llegar.
SUS LIBROS PREDILECTOS
Uno de sus libros predilectos desde niña era el catecismo, que se sabía de memoria, y que siempre lo llevó al pecho y quiso que la enterraran con él, como se hizo. En él encontraba alimento para su espíritu. Dice: Desde mi infancia estimo el librito del catecismo y lo amo con tanto ardor que no me desprendo de él. Lo llevo al pecho como precioso joyel de mi esposo divino, con veneración y entusiasmo crecientes .
En una visión de enero de 1902 presenta a Jesús como catequista. Escribe: Dentro del período de consolación, a mediados de enero de 1902, tuve una visión en sueños en la cual vi al Dios humanado descender del cielo a la tierra para visitar a su santa Iglesia, cuya visita duró tres días. Parte de este tiempo empleó el Salvador en examinar y explicar a los fieles hijos de la santa Iglesia los misterios que contiene el catecismo; otra parte en recrearse con los niños, enseñar a cantar a éstos y procurarse el grato placer de escucharlos. Viendo el aprecio y estimación que hacía Jesús del catecismo y temiendo que los fieles olvidasen sus divinas enseñanzas, rogué al Señor que, antes de su partida para el cielo, instituyese sacerdotes catequistas para que continuasen en el mundo su divina misión de iniciar a los fieles en los divinos misterios contenidos en el catecismo; y entendí que otorgaba mi petición .
Los libros que tratan de los misterios de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen, me interesaron siempre mucho y me ayudaron a santificarme. En ellos encuentro la vida y debo a Nuestro Señor la gracia de la luz asombrosa que poseo para penetrar los misterios que encierran dichos libros, v.gr., el catecismo, la sagrada Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, y la Mística Ciudad de Dios (de la Madre Ágreda) y el breviario .
Pero por encima de todos amó y estudió los sagrados Evangelios. Nos refiere: Como medio año después que fui a “Jesús María”, un día ayudando a la hermana librera a colocar unos libros, me llamó la atención uno en rústica. Pregunté qué libro era aquél, y me contestó que los santos Evangelios. No es posible explicar el gozo que recibí con esta noticia. Parecióme que había hallado un tesoro de inestimable valor, y con él todo lo que podía anhelar en este mundo. Pregunté a la hermana si tenía inconveniente en dejarme dicho libro para leer, y habiéndome contestado que no, se lo pedí, y cuando hube terminado mi labor, me retiré a la celda con mis santos Evangelios rebosando gozo por el feliz hallazgo.
Lo mismo fue empezar a leer los santos Evangelios que quedar mi entendimiento como poseído de una idea divina, cuya idea no era otra que Dios humanado bajo forma bellísima. Parecíame ver a Jesús de edad de unos treinta años, como un ser luminoso de belleza sobrehumana, hermosísimo, afabilísimo, de color de hierro candente, como si su cuerpo estuviese informado del elemento del fuego. Esta idea divina quedó como impresa en mi entendimiento, por lo cual en adelante en el Coro, en la celda, dondequiera que estuviese, parecíame ver a Jesús, pero vivo, no como una imagen inanimada.
Con esta visión de Dios humanado leí los santos Evangelios, y ¿cómo explicar los efectos que produjo en mí su lectura? Parecíame ver a Jesús hablar y obrar todo lo que leía en los santos Evangelios referente al mismo Salvador, y verle conversar con los hombres en la tierra con tanta afabilidad y ternura, tanta llaneza y bondad, yo que le estimaba tanto y tenía de su infinita bondad y excelencia una idea tan elevada (aunque inferiorísima respecto de lo que es en realidad) quedaba como estupefacta y no cesaba de repetir con asombro creciente: “Jamás hubiera creído ni llegado a pensar” que todo un Dios se portase de esta manera con los hijos de los hombres, si no lo viera en vuestro santo Evangelio. ¿Cómo había de creer yo que un Dios infinito, inefable, se dignase conversar familiarmente con los hombres y acompañarse con éstos si tenía por un acto de condescendencia infinita el que se ocupase de nosotros en concepto de Creador y Salvador, pero de lejos, sin salvar el infinito abismo que le separa de sus criaturas? Y este Dios infinito, no se contentó con tomar carne humana para redimir al hombre y atestiguarle su amor, sino que quiso portarse en el mundo como uno de nosotros con tanta llaneza y afabilidad. ¡Qué prodigio de bondad!, ¡qué caridad la vuestra tan divina, Dios mío!, ¡qué extremo de condescendencia y humildad!
Como unos diez años me duró la estupefacción que me produjo el conocimiento de la infinita bondad y afabilidad del Verbo Encarnado y de su misericordiosa benevolencia que adquirí mediante la lectura de los santos Evangelios, y a medida de la grandeza de mi asombro era también mi entusiasmo y el afecto con que le amaba. Sentía un ansia grande de reproducir en mi alma la vida de Dios humanado, de hacer todo lo que entendía y veía en los Evangelios que había hecho Jesús en su vida mortal .
La sagrada Biblia, especialmente los Evangelios, y la Mística Ciudad de Dios (de la Madre María Jesús de Ágreda), desde que los conocí, fueron los libros que más me interesaron y casi los únicos que he usado fuera de los santos Ejercicios .
Algunas veces parece que quisiera comerme los santos Evangelios por el amor que siento por Jesús y de mis ansias de glorificarle .
Sor María Refugio declaró: Los santos Evangelios era su libro predilecto, lo estimaba con todo su corazón, no pasaba día sin que leyera algún capítulo o por lo menos algunos versículos, aunque tenía buena memoria para recordarlos, haciendo así para más unirse a Dios Nuestro Señor y penetrarse de su espíritu. No es de extrañar que tanto deseara penetrarse de su espíritu, pues su vocación era imitar lo más perfectamente posible a Jesucristo Nuestro Señor .
DONES SOBRENATURALES
Dios le concedió muchos dones sobrenaturales. Veamos algunos de ellos:
a) CIENCIA INFUSA
Sus estudios apenas se reducían a haber asistido como parvulita al colegio de las carmelitas de la Caridad de Zumaya; y en San Sebastián a una escuela primaria y, sin embargo, conocía los misterios de la fe mejor que muchos grandes teólogos. Ella dice: En mi infancia reconocí que mi inteligencia tenía una facilidad admirable para penetrar los divinos misterios del sagrado libro de la doctrina cristiana por la asombrosa claridad y eficacia con que se me imponían y quedaban grabadas en mi memoria, entendimiento y voluntad… Yo ignoraba el valor del talento que poseía y, por esto sin duda, no lo cultivé. Pero llegó por fin la hora de utilizarlo en el servicio de Dios y de la Virgen, a quien había consagrado mi mente y corazón .
Sor Presentación asegura: Traducía o penetraba perfectamente los textos latinos con tanta perfección que, cuando leía algunas obras, cuya versión del latín al castellano no era perfecta, notaba sus yerros, cual si toda la vida hubiera estado estudiando la lengua latina .
Sor Natividad refiere otros secretos conocidos, a lo que parece con luz profética. Esta misma religiosa recuerda en particular las doctrinas de las pláticas espirituales que solía hacer la Madre Ángeles, y lo mismo que otras de sus hermanas, cree que hablaba por ciencia infusa al interpretar las Escrituras Sagradas .
Al padre Mariano le escribía sor Ángeles: Jesús y su Santísima Madre me han enseñado lo poco que sé, no sólo en el orden espiritual, sino también en el temporal, y muchas veces me habían indicado que el padre espiritual (padre Mariano) tantas veces pedido y prometido por ellos, me instruiría también como ellos, pues sería para mí un padre de verdad .
Todos los doctores que entonces cursaban las escuelas de teología, hubiesen quedado, al oírla, estupefactos en grado superlativo, y hubiesen tenido que confesar que toda su ciencia, adquirida a fuerza de estudios y más estudios, no tenía parangón con la ciencia infusa que esta alma poseía .
Un sacerdote, Don José R. Trinidad, párroco de Fuentes de Béjar (Salamanca), la oyó hablar por primera vez. Al terminar, y quedándose sólo con tres religiosas, dijo confiadamente: A muchas personas espirituales he oído hablar de Dios, pero como a ella, a ninguna. Me ha cambiado en otro hombre .
b) CONOCIMIENTO SOBRENATURAL
Conocía muchas cosas que no podían ser conocidas normalmente, sino por revelación de Dios. Sor Presentación, su sucesora en el cargo de abadesa, refiere: Según aseguró el padre Mariano de Vega, su director espiritual, en un informe: Ella conocía tan a fondo los corazones y veía tan claro lo que por ellos pasaba, bueno o malo, que al estar predicando a sus religiosas, tenía clarividencia de los efectos, generalmente admirables, que sus palabras producían en el fondo de sus almas .
Unos días antes de morir, aseguró sor Presentación, que a algunas de sus hijas les manifestó los designios de Dios sobre sus almas .
Y sigue sor Presentación: En esto de conocer los interiores, especialmente de sus hijas, fue singularísima. Estábamos persuadidas que leía en lo íntimo de nuestras almas hasta las cosas más menudas. Si nos veía tristes o abstraídas, nos hablaba de alguna cosa ocurrida que fuese semejante a la que nos pasaba, y entonces solíamos decir con sencillez: “Eso me pasa a mí”. Otras veces nos revelaba nuestros secretos muy íntimos, que nadie podía saber. Y en una ocasión, después de venir de Logroño, al darle cuenta de cuanto allí me había ocurrido, al terminar me dijo: “Has dejado de decir varias cosas, pero no tenemos necesidad de recordarlas porque lo sé todo”. Insistiéndole para que me las indicase, me repitió: “Ante todo tu tranquilidad, y la seguridad de que nada que pasa en tu alma se me oculta", y en algunas ocasiones me hacía conocer defectos que ni me daba cuenta de que los tuviese, y en cuanto a favores que me otorgaban, del mismo modo los percibía con mayor claridad que yo misma…
Confirman el juicio del don que tenía la Madre Ángeles para penetrar los corazones, los testimonios de otras religiosas. Sor María Purísima dice: “Era tan alto el conocimiento que tenía del corazón humano, que muchas veces, sin comunicarle mis pensamientos, me manifestaba lo que me pasaba en mi interior”.
Otra religiosa, cuya relación no tiene firma, añade: “Entre otras cosas que me dijo fue el modo que yo tengo de confesar, cosa que me dejó pasmada, pues sólo Dios podía haberle dado a conocer lo que en mí tenía, pues algunas cosas no habían salido de mi pecho” .
c) ÉXTASIS
Sor Presentación manifiesta: Hubo un período de tiempo, que, si mal no recuerdo, fue del 1906 al 1908, en el cual la vimos en bastantes ocasiones extática, como lo afirmaron muchas de las religiosas que actualmente viven, pues aun cuando en aquel entonces algunas creían que sería efecto de histerismo, después pudieron persuadirse con la mayor evidencia y seguridad que dicho fenómeno era puramente sobrenatural y que nuestra santa Madre no era en nada histérica, y tantos cuantos médicos la han tratado, muy ilustrados, ninguno ha manifestado nunca que fuese ni adoleciese en lo más mínimo de histerismo.
Pasados estos éxtasis, nada exterior pudimos apreciar, como tampoco esas persecuciones del demonio, excepto una temporada de cuya persecución sólo se dio cuenta una religiosa jovencita, la cual, asustada de los golpes que oía a veces en la celda de nuestra santa Madre, fue contando al confesor lo que ocurría, y éste le encargó que todos los días rociase bien con agua bendita la celda de la Madre .
d) DON DE SANAR ENFERMOS
Según dice sor Rosario: Era el encanto de todas, lo mismo jóvenes que ancianas, por su trato delicado y fino con las enfermas, especialmente con las enfermedades más repugnantes y molestas. Hacía el oficio de enfermera solícita. A veces, les alcanzaba la salud, a lo que parece, con sus oraciones y tal vez cargando ella misma con sus enfermedades .
e) COMUNIONES SOBRENATURALES
Sor Presentación declaró: Pocos meses antes de morir, le dije: “En una ocasión un padre franciscano me dijo que estaba harto de oír que un ángel le daba a Vuestra Reverencia la comunión, cuando se queda en cama. ¿Es verdad? Nada me contestó… La interrogué de nuevo sobre lo que se decía de la sagrada comunión, pero se sonrió y nada más añadió. Este silencio me parece que era una tácita contestación de que era cierto, pues, de no ser así, dado lo enemiga que era de esas exterioridades y lo humildísima que era, hubiese negado el caso rotundamente .
Por ello, podemos decir que, al igual que sucedía con otros santos, Dios permitió a su ángel, o a otros santos, que le dieran la comunión cuando estaba enferma y no podía bajar a comulgar.
SU MUERTE
Según el testimonio de sor Consolación: En su última enfermedad todos los días recibía la comunión… Muchos meses antes de agravarse su enfermedad nos manifestaba también los grandes deseos que tenía de recibir la santa unción, por temor a que no le diese tiempo, si acaso la sorprendía la muerte o si enloquecía, por lo mucho que por entonces padecía de la cabeza. Nos decía que no quería morir sin recibir este santo sacramento para que Nuestro Señor Jesucristo se recrease más en el cielo, viendo en ella las señales de este sacramento .
La Madre Rosario declaró: Todo el invierno (1920-1921) lo pasó con muchísimo trabajo, sin poder ir al Coro, aunque se levantaba algunos ratos... Tuvo que pasar en su penosa enfermedad muchas humillaciones, tanto por los médicos como por las enfermeras, que tenían que curarla; que para un alma tan pura y santa como era ella, no tuvo más remedio que pasar lo indecible. Pero hay que añadir que lo sufrió todo con gran paciencia y mucha conformidad con la voluntad divina en grado heroico.
La Madre Presentación añade: Al volver de Logroño, en octubre de 1920, quedé sumamente apenada al ver a mi santa Madre tan desmejorada que parecía un cadáver. Sin embargo, a los pocos días, me dijo que se retiraba a hacer Ejercicios espirituales, a los cuales desde hacía mucho tiempo estaba llamada; le hicimos ver su mal estado de salud y nuestro sentimiento por vivir sin ella, pues en tales casos su retiro era absoluto, pero nos repitió que Dios Nuestro Señor así lo ordenaba, y con suma tristeza nos despedimos. Los pasó muy mal físicamente, pues hubo necesidad de subirle la santa comunión, cosa que no permitía a no estar grave; no obstante, perseveró en su retiro hasta el 23 de diciembre, habiendo pasado 40 días como Moisés en el monte Sinaí, donde recibió favores extraordinarios.
Al salir de aquella cuarentena de Ejercicios celebró la entronización del Corazón de Jesús en el convento. Para esta solemnidad dispuso que las religiosas llevaran en procesión por todo el convento la imagen de la Santísima Virgen, a quien había entregado el cargo de abadesa, y la del Sagrado Corazón de Jesús, que se venera en el templo. Ante estas imágenes hizo ella la consagración común, y al llevarlas por cada celda, hacía cada religiosa su consagración particular. A cada religiosa iba haciendo también su platiquita la fervorosa Madre…
Desde entonces su vida estaba más en el cielo que en la tierra y apenas si hablaba con las religiosas, pues las encargadas de las oficinas eran muy de su confianza y estaba segura de que cumplían perfectamente su cometido, por lo que pudo en gran parte desentenderse de este peso…
Su estado de decaimiento y sus penosos achaques alternaban, pero aunque la veíamos tan mal, aún no creíamos llegado el tiempo de su muerte, porque a verla sufrir estábamos acostumbradas desde hacía quince años y nuestro anhelo de retenerla sobre la tierra nos hacía formar juicios muy equivocados de los que en realidad eran.
Llegó el día de la Resurrección, y después de tener a solas nuestra conferencia espiritual, me dijo: “Creo que mi muerte está muy próxima”. Mucho me apenó tan infausta revelación y le indiqué que no podía suceder así, pues tantas veces Dios Nuestro Señor nos había escuchado cuando le habíamos pedido su salud. Viendo mi insistencia y con aquella natural e intima confianza que me dispensaba, añadió: “He sido llamada a una unión tan divina con el Espíritu Santo, que es imposible que se realice en esta vida. Además me confirmo en este pensamiento porque, encontrándome muy mal un día en los últimos Ejercicios, pedí con toda instancia a nuestra Madre Purísima, poniendo por intercesores a san Joaquín y santa Ana, a nuestro padre san Francisco, san Antonio y a mi madre —que había fallecido hacía poco— me alcanzasen una de dos gracias: o que muriese, o que me concediese salud para seguir en todo a la Comunidad. Entendí que se me concedía, pero sin saber cuál de las dos gracias fuese, y ahora me convenzo que fue la de que moriría”. En vista de esto yo instaba a las religiosas que pidiesen por la salud de la Madre, pero sin revelarles el secreto. Nos persuadíamos que conseguiríamos ver despachada nuestra súplica, y aún más porque parecía que mejoraba, pero al llegar el día de la Pascua del Espíritu Santo, se sintió muy grave y tuvimos que avisar al médico.
En ausencia del de cabecera, vinieron dos muy notables; los cuales, después de examinarla, nos indicaron que la enfermedad era gravísima y de menos esperanza por el estado de debilidad en que se hallaba; terrible golpe fue éste, pero callamos, creyendo sería una equivocación, y esperamos el fallo de nuestro médico, que fue exactamente igual al de sus compañeros. Ni aún así nos convencimos, persuadidas de que estaban en un error; no obstante, seguimos el plan que prescribieron, que no tuvo más resultado que el de hacerla sufrir lo que Dios sabe solamente.
Nuestra santa Madre se daba cuenta perfectísima de todo y nos hablaba de la proximidad de su tránsito, pero nosotras seguíamos creyendo que no sería así, máxime cuando en algunos momentos la veíamos tan mejorada.
Para la santa unción se preparó con algunos ejercicios que ella misma había compuesto, y la recibió con la mayor alegría, cuyo acto no nos impresionó tanto porque se había iniciado una pequeña mejoría. Hízonos escribir al Prelado rogándole con el mayor encarecimiento se dignase venir a bendecirla. Así lo hizo el bondadosísimo señor arzobispo, y el mismo día 13 de junio entró en clausura aproximadamente a las seis de la tarde para concederle la gracia que anhelaba y que agradeció muchísimo. A partir de esta fecha fue mejorando mucho, abandonó el lecho y llegó a seguir algunos actos de Comunidad, y el 22 de julio nos predicó la última plática sobre la imitación de Jesús, tomando por modelo a santa María Magdalena, a quien profesó una devoción especial por el amor tan grande que había mostrado a su divino Maestro.
Llenas de júbilo estábamos al verla de nuevo entre nosotras, pero nos duró muy poco nuestra esperanza; a pesar de verla tan mejorada, el señor médico seguía repitiendo que vivía de milagro, y que a no ser así, no se podían explicar tales mejorías, pues sus varias enfermedades eran de muerte, y una sola, la más insignificante, tiempo haría que habría terminado otra naturaleza; pero nos aferrábamos más en nuestro criterio de verla completamente sana cuando la encontrábamos en el claustro paseando con una ligereza que ninguna sana podía seguirla, parecía en tales momentos que no tenía cuerpo y que era puro espíritu; sólo así se comprende pudiese andar del modo indicado, mejorando de continuo hasta el 26 de julio, en que empeoró tanto, que apenas si podía dejar más que breves ratos el lecho, hasta que se quedó en él, para no levantarse más, el 15 de agosto.
No se pueden explicar los horribles sufrimientos que experimentó y cuántas penas, y de cuántos medios se valió el Señor para abrillantar su ya hermosa corona… Era tal su sufrir, que ni aun podía soportar que estuviesen en la celda las religiosas, porque se ahogaba; esto fue causa de mucha amargura para sus hijas, que todas deseaban estar continuamente a su lado, lo cual era imposible que soportase, dado el ahogo constante en que se hallaba, a lo que se unió los casi continuos vómitos, muchos de ellos de sangre cuajada, que aumentaban en extremo su sufrimiento. Continuaba empeorándose, y las dos que estábamos a su cuidado no podíamos perderla de vista, bien que alejadas, para no robarle el aire, a no ser en el momento preciso que necesitaba nuestra ayuda. En uno de sus últimos días quiso quedarse sola y cerrada, y a los pocos momentos oímos un terrible golpe, procuramos saber qué fue, pero nada entendimos, cuando, pasados unos minutos, abre la puerta y con mortal angustia me llama y al verme se me abraza y me dice: “Me he caído, y no sé quien me ha levantado; me muero, me muero”…
Avisamos al médico, quien al verla dijo viviría muy poco y le aplicó inyecciones de aceite alcanforado y morfina, pero todo era inútil, pues no reposaba más que lo que duraba la acción de la morfina .
La noche del 25 de agosto, viendo que reposaba, le dije: “Madre, ¿no duerme?”. “No puedo, mañana se cumplen 30 años que ingresé en el convento, y Nuestro Señor me está haciendo recordar aquel dichoso día y toda mi vida religiosa”. En broma le añadí: “Pues dígale a Nuestro Señor que eso lo deje para mañana, que ahora necesita dormir, de lo contrario ya verá qué día pasará”. “Voy, pues, a ver si duermo”. Pero inútil. A una nueva pregunta mía, respondía: “No puedo, no puedo, estoy dando gracias por el inapreciable don de la vocación religiosa que me concedió y por el que ha concedido a tantas almas que por no conocerle son ingratas a Dios y llevan una vida infeliz; ¡cuántas, cuántas almas hay que no aprecian un favor tan singularísimo!, yo que le conozco, tengo que dar gracias por todas”. En esta forma continuó toda la noche, y el día fue como era de esperar, y con más amargura la noche siguiente.
Llegó el 27 de agosto, y en él se acumularon y aumentaron en horribles porciones sus penosísimos sufrimientos. No bastaban, porque no producían efecto, las repetidas inyecciones, ni un momento de reposo, nada de alivio a su horrible penar. Algunas veces, en sus supremas angustias, me repetía: “¡Cuánto necesitan los pobrecitos enfermos que se pida por ellos! Siempre los he encomendado mucho, pero hacía algún tiempo me había olvidado. Sin duda quiere Dios Nuestro Señor hacerme recordar mi antigua costumbre; te aseguro —me añadió— que es tanto lo que sufro, que si no fuese por la fe y mi vida espiritual, me tiraría por la ventana o me agarraría a las paredes, no puedo sufrir más”…
A las ocho de la noche, cuando tocaban a Maitines, nos preguntaba: “¿Qué santo es mañana?”. Al decirle que san Agustín, le hizo una ferviente pero breve súplica en vascuence, sin duda para que no entendiésemos, pero lo adiviné y le dije: “¿Le pide que le lleve al cielo?” Me miró, con fijeza, pero nada me dijo. “No puedo más”, decía con horrible amargura. “Dios mío, ni un momento de reposo, me ahogo, me ahogo, me reviento”, y los vómitos no cesaban.
Por la tarde había dicho: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?, pero es en lo material, pues en lo espiritual Tú jamás me abandonas”.
Durante la noche repetía: “Maternidad divina, ayudadme, confortadme con manzanas —otras veces, con flores— que desfallezco, y muero de amor”…
Bien podemos, pues asegurar que su muerte fue más efecto de su seráfico e intenso amor, pues motivó la casi totalidad de sus padecimientos físicos, que las demás causas naturales; por esta razón pedía con tanta insistencia en aquella su última noche de martirio la confortasen con manzanas y con flores; y por esta misma razón, cuantos lenitivos le queríamos proporcionar, resultaban ineficaces.
A las cuatro de la mañana ordenó la reverenda Madre Vicaria que le administrasen la sagrada comunión, que todos los días tuvo la dicha de recibir y que a temporadas era lo único que, como ella con mucha gracia decía, soportaba su estómago, sin que le causase molestia alguna; al contrario, un gozo y bienestar, y tenía tal hambre de este divino manjar, que repito se le hacía muy largo el día, y quería comulgar dos veces y en ocasiones pedía al capellán le diese dos hostias consagradas para que le durasen más las especies sacramentales, no porque la fe no le enseñase que lo mismo se recibe en una sola que en dos, en una mayor o menor partícula. Por esto, sin duda, Dios Nuestro Señor quiso concederle que la recibiera en sus últimos momentos.
A las seis de la mañana, dijo: “Me he reventado”. Inmediatamente me llamó por última vez. En ese momento una hemorragia de sangre líquida, como un fuerte caño, salía por la boca… Avisamos a la Comunidad, que estaba en el Coro, y a los pocos momentos reclinada sobre mis brazos, como me lo había mucho antes indicado, expiró . Era el domingo 28 de agosto de 1921.
La escena que siguió es imposible describir, pues, aunque resignadas, era imponderable la pérdida en aquellos momentos, y desde hacía algún tiempo en la Comunidad existía la mayor paz, no había más que una cabeza y un alma, y ésta era la de mi inolvidable y amadísima Madre, que era venerada como santa y querida hasta el delirio, pero espiritual. No es, pues, de extrañar nuestro desconsuelo.
Por la noche todas las jóvenes recibidas por ella, permanecimos rodeando sus sagrados restos, pues era el último consuelo que nos quedaba. Intentamos enterrarla en lugar separado y honorífico, pero por más que insistimos no pudimos lograrlo del gobernador eclesiástico.
Los funerales fueron todo lo solemnes que nos fue posible. Concurrieron bastantes fieles y algunos sacerdotes y religiosos y, por fin, encerrada en sencilla, pero fuerte caja de madera, la enterramos en el cementerio común por nosotras mismas, sin intervención de operarios como nos lo había suplicado, después de haber tocado a su venerable cadáver todos cuantos objetos de rosarios, medallas, etc., teníamos .
Según testimonio de sor Concepción Prendes, la enterraron con el catecismo (que siempre llevaba al pecho) y con una estampa de Nuestra Inmaculada Madre, como ella lo pidió .
Al día siguiente de su muerte, el 29 de agosto de 1921, el padre Mariano de Vega escribió una carta de pésame a la Comunidad en la que les decía con la autoridad de haberla conocido como su director espiritual: Les acompaño en el dolor por la inmensa pérdida que han tenido con el fallecimiento de su santa Madre abadesa Ángeles Sorazu: alma muy grande entre las grandes, muy extraordinaria entre las extraordinarias, y muy santa y santísima entre las santas, como vuestras reverencias saben muy bien, pues han sido testigos presenciales de su vida angélica y divina y han visto y palpado por largos años la heroicidad de sus virtudes y conocen muy bien el peso inmenso de dones celestiales extraordinarios con que el Altísimo quiso enriquecer el alma de su sierva.
Su muerte ha sido preciosa ante el acatamiento divino y no ha sido más que un abrírsele nuevos horizontes a su entendimiento, más angélico que humano, y nuevos ríos de amor a su corazón, más bien seráfico que de mujer, para así continuar en el cielo la misma forma de vida divina que por tantos años ha llevado sobre la tierra.
Vuestras reverencias, si han perdido una Madre, en cambio tienen ya una santa en el cielo que velará por todas y cada una de sus hijas que tanto la amaron, mientras fueron compañeras en este mundo. No se ha muerto, pues, su Madre, sino que vive con Dios Padre y con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo, al lado de María Inmaculada y asociada a nuestro padre san Francisco, cuidando de sus hijas para que se hagan santas, como ella lo fue y, después, llevarlas una a una al cielo que ella ya posee.
No les doy el pésame por el fallecimiento de la Madre Ángeles, antes bien las felicito y les doy la enhorabuena por tener una santa de ese convento en el cielo.
SEGUNDA PARTE
SUS GRANDES AMORES
AMOR A JESÚS EUCARISTÍA
Sor Ángeles quiso llamarse sor Ángeles de Jesús sacramentado por su gran amor a Jesús presente en el sacramento de la Eucaristía. Ella misma escribió: En la primavera del año 1894, recibía consuelos especiales los días de comunión. Comulgábamos dos veces por semana, los jueves y domingos, más los primeros viernes. La víspera de la comunión unas veces por la tarde, otras por la noche, algunas después de acostarme, se imponía la presencia de Jesús en mi alma, primero de lejos y después delante de mí.
Por medio de una insinuación amorosa, me decía: “He aquí que vengo presto (se refería a la comunión). Soy tu Padre, me preparo para enriquecerte inmensamente. De mis tesoros depositados en el seno del Padre he recogido muchas riquezas de inestimable valor, las cuales derramaré mañana en tu alma. Cuento los momentos que faltan hasta la hora de la comunión para testimoniarte mi cariño paternal”.
Y me requería para la preparación, para que anhelase su visita sacramental y las gracias que me ofrecía, con más ardor y entusiasmo que cuando esperaba a mi padre natural al volver a casa de sus frecuentes excursiones a Tolosa. Advierto que en mi niñez, cuando vivía en San Sebastián en compañía de mi madre y hermanos, y mi padre pasaba la mayor parte del tiempo en Tolosa, donde teníamos casa puesta, me costaba mucho la ausencia de mi padre. Muchas veces, el día mismo que había salido de casa para ir a Tolosa, preguntaba a mi madre cuándo pensaba venir mi padre y cómo tardaba tanto aquella vez, persuadida de que hacía mucho tiempo que faltaba de casa. ¡Tan larga se me hacía su ausencia! Acostumbraba visitarnos cada tercer día, por lo que mi madre me respondía: “Se marchó esta mañana y ¿ya quieres que vuelva?”.
Todos los días repetía la pregunta, y el día que esperaba su visita, si llegaba de noche, me costaba trabajo acostarme sin haberle visto. Quería estar despierta para escuchar su voz, y lo procuraba, pero algunas veces me dormía. Cuando despertaba del primer sueño, llamaba al tabique o pared intermedia, y a voces le preguntaba a mi madre si había venido mi padre. Si me contestaba afirmativamente, despertaba a mis hermanos y no les dejaba dormir de puro contento. Esperaba con ansia suma la aurora para ir al cuarto de mis padres y gozar la compañía de mi padre, cuya ausencia me había parecido tan larga y penosa, repitiéndose el episodio en todas las excursiones de mi padre. A mi ardiente anhelo por la llegada de mi padre, a la felicidad que experimentaba en su compañía y a la estimación que hacía de los presentes que me traía, se refería Jesús cuando me requería para repetir en su obsequio mis filiales homenajes. Después de la comunión experimentaba el cumplimiento de la divina promesa .
Y decía: ¡Cuánto me cuesta su ausencia! ¡Qué largos me parecen los días en que no comulgo, las noches y los días que separan el jueves del domingo y éste del jueves! .
Al bajar al coro bajo (para comulgar) corría presurosa a los pies de una santa imagen de la Señora y, tirándole del manto, le decía: “Ven, Madre mía, vámonos y sé tú quien en mí le reciba para que le sea más grata la habitación” .
Habiendo recibido la comunión, me retiraba a mi sitio practicando cuatro genuflexiones… Puesta de rodillas en mi sitio, saludaba a Jesucristo, a quien recibía llena de amor y reconocimiento en el sagrario (de mi alma). Rendíale gracias a su inefable condescendencia en visitarme y le rogaba que se sentase en el trono que le había construido y tomase posesión de él en unión del Padre y del Espíritu Santo .
Puesta en comunicación con Jesús, hacía lo que me inspiraba mi afecto y el mismo divino Señor, recogida con él en el fondo del alma, constituida en sagrario y trono de Jesús sacramentado. A la puerta ponía de centinela a mi ángel custodio para que no dejase entrar a nadie en el sagrario de mi alma, mientras descansaba el Señor en su trono, ni después durante el día, que procuraba santificar con especiales servicios y obsequios al Salvador en agradecimiento de su inefable bondad en visitarme .
Asistía en espíritu a todas las misas que se celebraban en el orbe católico en las 24 horas del día. En todas las misas o altares me ofrecía a Dios Padre en unión con su divino Hijo. Y no sólo en todas las misas, sino también en todos los sagrarios donde yace Jesús sacramentado, reservado o expuesto a la veneración de los fieles...Y me ofrecía también al Padre en el fondo del alma y en todas los corazones que recibían la sagrada comunión el día presente; y hacía intención de recibir en mi pecho a Jesús, y anhelaba recibirle tantas veces cuantas eran las almas que, pudiendo, no le reciben sacramentado .
La misa era para ella el cielo en la tierra. Por eso, cuando se acercaba la hora de la misa, vibraba de gozo. Nos dice: Un día, cuando tocaban a misa en la iglesia de San Pablo vi el cielo abierto y a Jesús que se preparaba para bajar a la iglesia en referencia, donde vi después reproducidos los misterios de la Encarnación, el nacimiento, vida, pasión y muerte del Salvador por misterioso modo, con dulcísimos soberanos efectos en mi alma. A partir de este momento, me sentí favorecida con una noticia sustancial del Verbo Encarnado sacramentado, cuya presencia gocé con viveza varios meses; y después me duró su influencia dos o tres años. Por esto, cuando oía tocar a misa, me bañaba de gozo .
En el mes de diciembre del año 1900, estrecháronse los lazos que me unían a mi Dios humanado sacramentado. Vivía con el cuerpo en el convento o en el Coro, pero mi alma yacía con Jesús en el fondo del sagrario, empleada toda en contemplar su divina belleza, y en amar su infinita bondad, que conocía por experiencia, pues gozaba los efectos de su bondad y ternura divinas. ¡Qué belleza la suya tan divina! ¡Qué bondad, qué ternura, qué afabilidad tan fascinadoras!
Tan divinamente hermoso se revelaba a mi alma el Dios humanado, el Hombre Dios —que reside encerrado en el sagrario, oculto bajo los velos de la hostia— y tantas caricias me prodigaba, que no sabía qué hacerme para corresponder a su ternura y amor, ni podía separarme de su lado un momento.
Deseando corresponder a sus finezas, me ofrecía y entregaba a Jesús sacramentado en concepto, ora de preciosa flor trasplantada al místico vergel del sagrario por el mismo divino Señor para recrear su vista y olfato con la belleza y aroma de las virtudes que practicaba en su obsequio, ora en concepto de amante paloma y tórtola solitaria para hacerle compañía, consolarle en sus penas y hacer su felicidad en la sagrada Eucaristía…
Era yo aquella flor del desierto ignorada del mundo, abandonada a la divina providencia, cuya existencia sólo Dios conoce, cultivada y acariciada por Jesús y objeto de sus predilecciones. Y para que el retrato fuese perfecto, como a ella me arrancó Jesús de aquel suelo desierto y, tomándome en sus divinas manos, me colmó de caricias y me trasplantó a otro campo más fértil todavía y más desierto y solitario, cual es la sagrada Eucaristía, el sagrario, asociándome a su vida eucarística, en cuyas nuevas relaciones con Jesús sacramentado fue mi alma elevada a un más alto grado de unión divina, y penetré en misteriosas regiones que ignoraba.
Considerándome preciosa flor del campo (pues valgo nada menos que la vida y sangre divinas de Jesús) y lirio de los valles, decíale a Jesús sacramentado: “Soy la desconocida flor del desierto, Amado mío, y el ignorado lirio que nace y crece en lejano valle nunca pisado por humano pie, pues mi vida, como la suya, se desarrolla en el silencio y en la soledad, en el más profundo olvido y abandono de los mortales, y, como ellos, sólo cuento con vuestra dirección y cuidados paternales, y no tengo otro testigo que vuestra mirada, ni espero otras caricias que las que me prodiga vuestro amor infinito.
Y, pues soy extraña a los mortales, y sois Vos mi Todo en esta misteriosa y solitaria región de la vida sobrenatural, me entrego a Vos sin reservas para amaros y procuraros toda la gloria y complacencias posibles en el tiempo y en la eternidad.
Soy (le decía otras veces) la enamorada y amante tortolita que, un día, respondiendo a vuestros amorosos reclamos, vine presurosa a este solitario monte y místico palomar, donde tantos misterios de amor habéis realizado a mi favor. Retenedme a vuestro lado, Amado mío, no me dejéis salir de aquí, que quiero hacer vuestra felicidad en este místico palomar como Vos hacéis la mía” .
Amaba tanto a Jesús que la Navidad la celebraba con toda solemnidad. Sor Concepción declaró: Cuando llegaba la noche buena (Navidad) estaba toda llena de Dios y nos echaba una plática a la Comunidad, preparando nuestros espíritus para recibirle con fervor… Y nos decía cosas tan divinas que a todas nos dejaba enfervorizadas para recibir bien la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Así que con esta preparación rezábamos el Oficio divino, que ese día rezábamos a las doce de la noche todas endiosadas y deseando el momento de la sagrada comunión para unirnos más y más con Dios Nuestro Señor; y, después de la misa y Laudes, pasábamos parte de la noche cantando y tocando al divino Niño y, después, íbamos todas en procesión con el divino infantito por todo el convento con todos los instrumentos pastoriles, y así pasábamos una noche feliz .
Y ¡cuántas horas se pasaba en el Coro amando y, adorando a Jesús! Ella sentía que Jesús la llamaba desde el fondo del sagrario para que fuera al Coro a hacerle compañía y ella iba, sobre todo, en las noches a adorarle en el silencio con toda la creación, con María y los ángeles del sagrario.
AMOR AL CORAZÓN DE JESÚS
Así como amaba entrañablemente a Jesús bajo la figura de un niño, especialmente en Navidad, haciendo procesiones por el convento con el divino infantito, así también amaba a Jesús bajo la figura del Sagrado Corazón de Jesús. Ella nos dice: Continué en el Claustro la devoción que en el siglo profesaba al Sagrado Corazón. Cuando vine, traje una pequeña efigie del Corazón de Jesús —recuerdo de una amiga—, la cual coloqué en un cuartito retirado del noviciado, sobre una mesita, y encima un cuadro de Nuestra Señora de las Mercedes, para que Hijo y Madre presidieran mis actos en el humilde oratorio. Allí me retiraba en las horas libres y pasaba algunos ratos recordando las relaciones que me unieron a Jesús en el período de consolación o primeros fervores, y lloraba mis infidelidades.
Cuando profesé, no me atreví a colocar dicha imagen en la celda por temor de faltar al voto de pobreza. Más tarde, sintiendo la imperiosa necesidad de agregar al reinado de María el de su divino Hijo, coloqué la santa efigie sobre la mesa en un trono que hice con pergamino para que Jesús y María se contemplasen y reinasen en mi alma, celda y en todas las cosas que me pertenecen. Volví a tener escrúpulo sobre la pobreza, y por amor a esta virtud entregué la imagencita a una fervorosa religiosa, mi connovicia, para que la tuviese en su celda y le procurase los obsequios que deseaba yo tributarle.
Mas no por esto perdí la devoción que le profesaba, sino que fue más intensa a medida que pasaba el tiempo .
El 24 de diciembre de 1918 consagró el convento y la Comunidad a la Virgen y al Sagrado Corazón de Jesús y, al año siguiente, renovó esta consagración a María y al Corazón de Jesús.
Ella declaró: El día dos, fiesta de la Visitación, repetimos la entronización del Corazón de Jesús con alguna solemnidad, todas en un día, habiéndonos preparado por espacio de diez días con especiales obsequios a la tercera persona de la Trinidad .
Siendo abadesa, compró dos bellas imágenes: del Corazón de Jesús y del Corazón Inmaculado de María. Un día tuvo una experiencia sobrenatural con la imagen del Corazón de Jesús. Escribe así: Sentí un enamoramiento o no sé qué y sin más reflexión cogí del cuello y me abracé con la efigie del Sagrado Corazón de Jesús, que ahora está en la iglesia y que teníamos dentro y estaba en la sala prioral, donde yo me hallaba. Y, estando así abrazada con la imagen, me parecía que era el mismo Jesucristo, y, puestos mis labios en la llaga del Corazón, me pareció que absorbía todo el espíritu de Jesús y que su sangre divina entraba en mi alma o en mi cuerpo o no sé qué. El hecho es que yo experimenté en mi alma los efectos como si hubiera bebido a raudales la sangre de Jesús y absorbido su divino espíritu en mi alma. Quedé tan enamorada de Jesús que el resto del día y otros quince o veinte días inmediatos, los pasé no sé de qué manera, pero completamente “enjesusada”. Y donde quiera que veía un Jesús crucificado o no crucificado con la llaga en el costado, me abrazaba a Él y le daba mil besos y, puestos mis labios en la llaga, no acertaba a apartarlos de ella .
AMOR A LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Al Padre celestial lo sentía dentro de su corazón en unión con Jesús y el
Espíritu Santo. A partir de los desposorios y, especialmente de su matrimonio espiritual, su unión con las tres divinas personas era tan íntima que estaba identificada con ellas como si formaran una sola cosa. Es lo que se llama la unión transformante.
Con relación al Padre, ella se sentía identificada como una hija pequeñita. Ella acostumbraba a darle gracias continuamente en nombre de la humanidad por la gracia inmensa de la entrega de su Hijo Jesús en la Encarnación. Un día, dice ella: Mientras practicaba el ejercicio de acción de gracias por el beneficio de la Encarnación, Dios Padre pronunció a mi favor un “hija mía” con acento tan divino, y penetró en mi alma acompañada de gracia tanta y tan inefable, que me pareció que me había comunicado un influjo de su divina gloria. Parecíame que en las palabras recibía todo el amor infinito que Dios me profesa. ¡Qué cosa tan grande sentí! ¡Qué efectos tan divinos me produjo! .
Un día, estando con la Comunidad en el comedor por la noche, oía a la lectora hacer mención de los desposorios del Verbo con la naturaleza humana en el misterio de la Encarnación o no sé qué. Nada más oír pronunciar la Encarnación me trastorné y me perdí toda. ¿Cómo decir lo que vi? Imposible. El comedor se convirtió en un verdadero cielo... Vi al Verbo divino en forma bellísima con una gloria y majestad infinita. La persona divina que unía en sí a las dos naturalezas divina y humana, acariciaba, besaba y abrazaba a la humanidad y se solazaba con ella cual no se puede explicar. Parecía un padre cariñoso y tierno enamorado de su hijo pequeñuelo .
De modo singular me regala (alegra) Dios Espíritu Santo el cual entiendo que me dice con acento misterioso, amoroso y paternal estas palabras: “Con caridad perpetua te amé; por eso te atraje a Mí, teniendo misericordia de ti” (Jer 31, 1). “Hija mía, dame tu corazón”. (Prov 23, 26). Sí, le digo, te doy mi corazón y no sólo mi corazón: mi inteligencia también, y mi vida, todo lo que tengo y soy; recíbeme y fúndeme en tu vida divina, que quiero ser como Tú, pura potencialidad de amor al Padre y al Hijo.
Paréceme que el Espíritu Santo otorga mi súplica; pero yo, en lugar de quedarme satisfecha, siento un hambre de amor y de vida creciente, insaciable; y a ratos siento que mi alma, con esta ansia suma de poseer al Espíritu Santo, gime con una angustia amorosa y con un gemido incesante, y ruega a dicha tercera persona de la Trinidad que se entregue a ella, que se apodere de ella, etc., y así un largo rato. Me aquieto un poco y vuelvo a gemir con creciente anhelo, fija mi mirada en mi Dios Espíritu Santo, repitiendo: “¡Dios mío, Dios mío!” .
A su director, el padre Mariano, le dice en una carta: Comencé a vivir una vida celestial y de gloria con Dios Uno y Trino, una vida de alegría y contento y de continua fiesta, pero en Dios y con Dios. Parecíame que a todas horas estaba oyendo cantar a vuestra reverencia el prefacio de la Santísima Trinidad .
El año 1911, la víspera de la Santísima Trinidad Dios Uno y Trino, haciéndose presente a mi alma, me indicó que quería darse todo a mí. En un instante, recordé las innumerables veces que este Dios de amor, Uno en esencia y Trino en personas, se había entregado a mi alma y los favores que de su infinita bondad había recibido... Por la mañana, fiesta de la Santísima Trinidad, al recibir la sagrada forma (comunión) me pareció que las tres divinas personas se entregaban nuevamente a mí una a una y todas tres juntas. Y al punto se dejó ver el Dios de mi alma, colocado en la misma alma, con mucha soledad y majestad, y empecé a sentir inefables dulzuras. Hubiese querido eternizarme en el lugar donde estaba, gozando de la vista y posesión de mi Dios .
AMOR A LA VIRGEN MARÍA
Para sor Ángeles el amor a María es indispensable para llegar a la íntima unión con Dios. Sin María no podemos llegar muy alto en el camino de la santidad. Quizás sea por eso que entre los protestantes no hay ningún santo. Para ella, sin María, no podemos llegar a la identificación con Cristo y, sin la plenitud del amor de Jesucristo o, como ella llamaba, sin ese enjesusamiento, no se puede llegar a la unión total con Dios Uno y Trino. Veamos lo que ella nos dice por experiencia personal
Tan convencida estoy que la vida mariana es el camino más seguro para arribar a las playas de los diversos grados de divina unión y el medio de merecer las predilecciones de Nuestro Señor que en las crisis dolorosas que he padecido en tiempos posteriores, la sugestión maligna que más hondamente ha lastimado mi corazón es la aprensión de que desagradé a Dios, cuando me abismé en Él en la forma dicha, porque no era la Virgen, sino el demonio quien me requirió esto .
Me da pena y me produce un vacío horroroso oír hablar de vida interior, de oración y trato íntimo con Dios, sin que aparezca la intervención de Nuestra Señora y Modelo. No concibo que los santos y santas que se citan en los tratados de teología mística hayan prescindido de la Santísima Virgen en sus relaciones con Dios y, si no consta esto por sus biógrafos, me parece que debemos presumir que sí, y decir algo sobre esto para que procuren todas las almas piadosas consagrar con la vida mariana su vida de oración o, lo que es lo mismo, compartir el enjesusamiento de la Santísima Virgen que es el mejor medio de conseguir la transformación en Nuestro Señor Jesucristo y la identificación con la Santísima Trinidad .
En una ocasión mi segundo director me preguntó si no me estorbaba la Virgen cuando me comunicaba con Nuestro Señor; y añadió que me hacía esta pregunta porque sabía de alguna religiosa que no podía pensar en Nuestra Señora, sino sólo en Dios. Como si me hubiese herido la fibra más delicada del corazón, le contesté: “No, Padre, ni permita Dios tamaña desgracia. No sólo no me estorba mi Madre, sino que me une estrechamente con Dios… Mientras suplicaba al Señor que no me llevase por el camino que el Padre espiritual me había significado, Dios Nuestro Señor me dijo que la causa de no poder atender a la Virgen la religiosa de referencia era su limitada capacidad, pero que no creyera que la Señora no interviene en las relaciones con las almas, incluso en las que creen que reciben todo de Dios directamente .
El sentimiento mariano que como nota musical resuena en el fondo de mi ser con fuerza creciente es también la confirmación de la doctrina del beato Montfort (San Luis María Grignion de Montfort). Más de una vez he pensado si mi ángel custodio será el mismo que guardó al beato y, por esto, abrigo los mismo sentimientos en orden a la Virgen.
Una larga y constante experiencia me ha enseñado que la Santísima Virgen viene a ser como una cuarta relación: que Dios ama tanto a la Virgen que la fuerza del amor que le profesa le produce un éxtasis perpetuo, la apremiante necesidad de comunicarse a la Señora absolutamente, del propio modo que en la Encarnación; como esto no puede ser ante la imposibilidad de comunicarle su naturaleza divina, busca en el propio seno el medio de honrarla y lo encuentra en la fuerza soberana de su divina bondad .
Confieso que he visto y veo cumplirse con perfección admirable lo que dice el beato Luis, esto es, que la Virgen siempre dice “Dios” y que Dios siempre dice “María”. Esto es verdaderísimo, porque yo he visto siempre a la Virgen extasiada de amor, glorificando a su Dios, y a Dios extasiado de amor por María, ocupado en su amor y glorificación .
A veces ardía mi alma en el amor a la Santísima Virgen y en el celo de su gloria y, como chiflada, recorría el convento muchas noches invitando a las alabanzas marianas a toda la creación y con ella buscaba a la Señora entre los mortales como los Reyes magos al Niño Dios, diciendo: “¿Donde está la Madre y Reina de mi corazón? Mirad que viene al mundo para repartir entre los mortales los tesoros divinos que Dios ha depositado en sus manos. Vámonos, salgamos a su encuentro cantando y brincando, pues Ella es nuestra vida, nuestro consuelo, nuestra esperanza, nuestro todo, porque por Ella será Dios todo nuestro”. Cuando así buscaba a la Virgen, parecíame que los ángeles me acompañaban con instrumentos musicales, violines, etc., y me ayudaban con sus inefables notas a ensalzar a la Señora .
Hacia el mes de agosto de 1894, acrecentáronse mis ansias de poseer a la Virgen Santísima como patrimonio o propiedad mía. Con estas ansias comulgaba espiritualmente a la Señora en forma parecida a las comuniones espirituales que se hacen por Jesús. Un día en que me sentía más inflamada del amor de la Virgen y ansiaba con más ardor su posesión, me sentí favorecida con su presencia, y vi cómo los miembros y sentidos consagrados a su servicio estaban como santificados y le pertenecían.
Al mismo tiempo comencé a sentir visiblemente la presencia de la Virgen en el fondo de mi ser... Corría a besar las imágenes de la Virgen que había en el convento, singularmente las que representaban a la Señora con su hijo en los brazos, y le pedía que me lo entregase, pues quería poseerle y que fuese todo mío como yo lo era de Dios. ¿Cuándo, Madre mía, le decía, lo conquistaré y, subyugado, vencido de mi amor, se me entregará sin reservas, todo, todo, para que lo posea? ¿Es que temes que lo voy a tratar mal y por eso no me lo entregas? ¿Es que Dios no me ama como yo le amo y por eso no quiere venir a mí ni otorga tu súplica? Porque yo creo que quieres y pides que venga a mí. Mándale por obediencia que se rinda y se entregue a mí, ya que dicen los santos que como Madre tienes autoridad sobre Él. Haz valer tus derechos, que ya verás cómo te obedece.
La Virgen me insinuaba que vería cumplidos mis anhelos mejor de lo que yo pensaba y pedía; pero que tuviera paciencia y no quisiera apresurar la hora, porque Dios merece ser deseado con infinito ardor e infinitos siglos: que lo amara y deseara. Así lo hacía, amando y buscando a mi Dios con ardor y estima crecientes. Con frecuencia experimentaba vuelos de espíritu a Dios y a la Virgen y me gozaba unos momentos con cierta posesión de Dios .
Veía a Dios como extasiado de amor por la Virgen y a los ángeles y santos del cielo tan absortos en la contemplación de su bondad y belleza, haciendo propios los sentimientos y aspiraciones de todos en orden al culto de la Señora, que quisiera visitarla en todas sus imágenes que hay en el mundo y en cada una rendirle el culto que le rindieran los ángeles y santos, si estuviesen en mi lugar, y prodigarle todas las caricias que le prodigaba la beatísima Trinidad en el cielo .
Así pues, el amor y devoción que profesaba a la Virgen me servía como de alas para volar a Dios, a quien me conducía la Señora, y el amor que sentía por el sumo Bien me llevaba a la Virgen, en cuyo amor abrasado parecíame ver al Señor. Efecto del amor que sentía por Dios era que cuando oía hablar de algún servicio que se hubiese prestado al Señor, o de la conversión de algún pecador, me llenaba de gozo, y henchida de júbilo corría a los pies de la Virgen a contarle lo que había oído y comunicarle mis impresiones.
Y efecto del amor que tenía a la Virgen era que no podía vivir si no veía a la Señora amada y venerada de los hijos de la santa Iglesia continuamente, sin decepciones. Quisiera que todos los días del año fuesen fiestas o solemnidades de la Virgen Santísima para que esta Señora fuese el objeto del culto y veneración de los fieles, y pues esto no podía conseguirlo, para consolar y entretener mi pena, miraba el calendario para ver si anunciaba alguna fiesta en honor de la Virgen, y si ni esto veía, me ponía triste pensando que no era la Señora el objeto de los cultos que aquel día celebraba la santa Iglesia, hasta que fue servido el Señor darme alguna noticia de la fiesta continua que en obsequio de la Virgen celebran en el cielo los ángeles y bienaventurados, con cuya noticia en adelante, todos los días me parecían alegres como Pascuas y gozaba mucho, pues vivía más de la gloria de María que de mi propia vida .
Sor Concepción Prendes certificó: Como se levantaba por las noches, una noche que yo estaba a la una en el refectorio haciendo mis cositas a Nuestra Madre, entró ella cantando a Nuestra Madre Purísima como una descosida; yo que no quería que me viera, porque como yo estaba a oscuras y ella iba cantando, no pudo verme y me retiré sin que me sintiera y me marché. No sé lo que habrá hecho en el tiempo que estaría .
Y continúa diciendo: Solía andar visitando todas las imágenes de la Virgen por el gran amor que tenía a Nuestra Inmaculada Madre, pues aunque la Comunidad tenía la costumbre de hacer algunas procesiones con Nuestra Madre Purísima en algunas festividades, ella, para obsequiarla más, ordenó que tuviéramos procesión en todas las festividades más principales como así se hace. Y algunas veces la he visto, cuando estaban tocando las campanas, estar ella con las campanas, diciendo alabanzas a Nuestra Madre Purísima .
Sor Natividad por su parte declaró: Por el amor que tenía a la Santísima Virgen y el deseo de glorificarla y honrarla, puso como costumbre y ley que en todas sus festividades como son su Presentación en el templo, su Purificación, la Anunciación, Asunción, Natividad, se cantase con solemnidad la misa y en sus advocaciones se tocase la misa y se cantase después de la elevación un motete en latín a la Santísima Virgen; y así se sigue haciendo hasta la fecha. En la novena de la Inmaculada no hay que decir el desbordamiento de su espíritu para celebrarla con el mayor esplendor posible. No reparaba en gastos para que todo se hiciese con el mayor entusiasmo y deseo de glorificar a su excelsa Madre y Patrona .
Por esto pudo decir: A la Santísima Virgen reconozco que debo todos los favores que he recibido de mi Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues fue ella mi guía y la que me enseñó a servir y amar a mi Dios. Jamás lo olvidaré .
AMOR A LOS SANTOS
A los santos los consideraba como hermanos que ya estaban disfrutando de la plenitud del amor y de la felicidad en la patria celestial. Ellos, por supuesto, la ayudaban en su caminar hacia Dios. Entre sus santos predilectos estaba en primer lugar san José. Dice: A san José lo elegí en el siglo por especial protector en el ejercicio de la oración . A él lo invocaba para desechar las tentaciones del demonio . Otros santos especiales para ella, eran en primer lugar san Francisco y santa Clara. Siendo abadesa, compró dos imágenes de ambos santos. San Francisco aparece muchas veces en su Autobiografía como modelo y Padre.
Tenía también devoción especialmente a san Joaquín y santa Ana, a los santos apóstoles, a san Ignacio de Loyola, patrón de Guipuzcoa . Por otra parte, el último día de su vida invocó con fe y pidió ayuda a san Agustín, pues murió en el día de su fiesta. El 22 de julio, un mes, antes de su muerte, les dio una plática tomando por modelo a santa María Magdalena .
Sobre san Antonio de Padua dice: San Antonio debe estar interesado en mi vida y salud, pues desde diciembre se me impone de manera extraña... La primera vez que se me impuso el santo fue en sueños repitiendo: “¿No me quieres? ¿No me quieres?”. Entendí que se me ofrecía como enfermero. Contesté afirmativamente y, desde entonces, me persigue su recuerdo. No soy yo quien lo busca, sino que el santo me busca y me requiere para que lo invoque .
También amaba mucho a santa Teresa de Ávila. Y dice: Ya antes de mi profesión religiosa me había manifestado Nuestro Señor los rasgos de semejanza que tenía con su queridísima esposa Teresa (de Jesús de Ávila) y por esta y otras razones profesaba a la santa un singular afecto, y en la ocasión a que me refiero vi confirmado lo que había entendido muchas veces .
A san Buenaventura hace muchos años confié la dirección de mi alma para que me dirigiese hasta tanto que el Señor me proveyese de un padre espiritual, tal como yo lo necesito, y todos los años he procurado obsequiarlo el 14 de julio y dirigirle fervientes súplicas .
También quería mucho al beato Diego José de Cádiz y un día le dijo: Anda querido, ya puedes rogar por mí, pues tú también caíste y perteneces al número de los arrepentidos. Ahora te quiero más, mucho más que si hubieras permanecido fiel a Dios .
Y por supuesto no podía dejar de amar de modo especial a su Madre fundadora: santa Beatriz de Silva. A todos los santos los amaba y cada día invocaba al santo del día. En algunos casos hacía triduos o novenas. Y quería imitarlos y ser santa como ellos. En una carta al padre Mariano de Vega ella le cuenta que la creación entera le parecía que le decía: “Tú vas a ser una grande santa”. Al principio yo creía que era una tentación del demonio o una sugerencia de su soberbia, pero por fin insistiendo no sé quién en persuadirme que era verdad, que yo iba a ser una gran santa, contesté: “¿Qué hago yo para que Dios Nuestro Señor se porte así conmigo?”. A lo que me pareció que me contestaban: “No por lo que haces ni por lo que has hecho y eres, sino por lo que prevé que serás y ejecutarás en su obsequio y por su amor” .
AMOR A LA IGLESIA Y AL PAPA
El 11 de abril de 1912, al oír la noticia de que había fallecido el Papa Pío X (aunque fue una falsa noticia), ella escribió al padre Mariano de Vega: Hoy he llorado mucho por el fallecimiento de nuestro santísimo Padre Pío X, que mi querido Dios lo tenga en gloria, pues lo he sentido cual la hija más adicta y fiel de mi santa Madre Iglesia, en cuyo nombre y de todos los fieles, he hecho cuanto mi Dios querido se ha dignado inspirarme a favor del finado y de la misma Iglesia para que se apiade de ella, y de todos nosotros sus hijos .
En otra carta del 16 de abril de 1912 dice: Al Papa Pío X lo amo con toda mi alma... En cuanto a ayudarle, tengo interesada a la Santísima Virgen, mi gran Madre y patrona… A ella recurro en demanda de auxilio para todo lo que se relacione con mi santa Madre Iglesia y nuestro santísimo Padre Pío X.
Sor Concepción atestiguó: Aseguro que la sierva de Dios, tuvo siempre gran afecto y veneración a la Sede Apostólica y a la persona del Sumo Pontífice y a toda la jerarquía apostólica, como lo demostró al empezar el siglo veinte, invitando a toda la Comunidad a pasar toda la noche en el Coro con Nuestro Señor de manifiesto (expuesto), como así se hizo. Ella compuso las decenas del rosario de quince misterios, haciendo los ofrecimientos por todas las necesidades, empezando la primera decena por las necesidades de la santa Madre Iglesia y por el Santo Padre .
AMOR A SU FAMILIA HUMANA
Sor Ángeles se sentía orgullosa de su familia y escribió: Mis padres y abuelos eran muy católicos y siempre nos hablaban de Dios, de la Virgen y de los santos, tanto que los primeros años de mi vida los pasé en un ambiente parecido al que rodeó la existencia de los primitivos cristianos . Es decir, en un ambiente cristiano donde había mucha unidad y amor. Por eso dice: A los santos los identificaba con mis padres y abuelos .
Jesús, mostrándome toda mi familia, representada en el padre de mi madre —he conocido a todos mis abuelos— se dejó ver a mi alma identificado con el citado abuelito mío, y en él con toda mi familia, indicándome que mis antepasados habían sido en vida y eran ahora en el cielo su familia predilecta, una porción escogida del rebaño de la santa Iglesia para conservar su fe y amor .
A los nueve años, después de larga y penosa enfermedad, visitando la iglesia parroquial de san Vicente, en San Sebastián, en compañía de mi madre, hice el propósito de ser santa, respondiendo al deseo que tuvo mi buena madre al pedir mi salud .
A su padre lo quería de modo especial. Dice: En mi niñez, cuando vivía en San Sebastián en compañía de mi madre y hermanos, y mi padre pasaba la mayor parte del tiempo en Tolosa (vendiendo pescado), me costaba mucho la ausencia de mi padre… El día que esperaba su visita, si llegaba de noche, me costaba trabajo acostarme sin haberle visto .
Cuando murieron sus padres lo sintió mucho y rezó mucho por ellos. Tuvo conocimiento sobrenatural sobre su estado más allá de la muerte, y lo mismo ocurrió con la muerte de su hermano. Observemos lo que ella escribe.
A principios de mayo de 1900 recibí aviso de la enfermedad de mi padre y que pensaban administrarle los santos sacramentos el día que me escribieron. Con sencillez infantil en el momento que recibí la noticia, me dirigí a Dios Nuestro Señor y le manifesté mi extrañeza porque, estando mi padre grave, no me lo había manifestado de alguna manera para que le hubiera demandado varias peticiones que deseaba antes de que recibiera los santos sacramentos... Rogué al Señor que, si determinaba llevarse consigo a mi padre, lo hiciera el día ocho, fiesta de la aparición de san Miguel arcángel, de quien mi padre era muy devoto y lo era también servidora. Confiaba que el santo arcángel le prodigaría su protección en dicho día mejor que otro .
Todo sucedió como lo pedí. Mi padre falleció el día ocho a las seis y media de la mañana, habiendo recibido los sacramentos el día y hora que yo deseaba y se lo pedía al Señor. Cuando murió estaba en el Coro rezando Prima y tuve cierta noticia del trance supremo. Después, dos fenómenos completamente contrarios se manifestaron en mí. Uno de gozo y otro de sufrimiento. Este consistía en un peso que me oprimía espiritualmente y me hacía sufrir, acompañado de cierta evidencia del purgatorio que padecía mi difunto padre y el sentimiento natural del desenlace que me hacía derramar muchas y ardientes lágrimas.
El otro fenómeno consistía en cierta aprensión de la presencia de mi padre o del espíritu de mi padre, a quien aprendía y poseía en Dios con júbilo grande; tanto gozo me causaba esta presencia que, enajenada, cantaba alabanzas a mi Dios en acción de gracias porque había muerto mi padre y por medio de la muerte lo había puesto en condiciones de vivir unido a mi alma en el mismo Dios.
Así pasé varios días, no recuerdo si ocho o quince. El día que la Comunidad celebró el funeral por su eterno descanso, me sentí poseída de un fervor extraño, y siguiendo el impulso interior o espíritu de oración que me poseía, hice a mi Dios infinitas peticiones y reclamaciones a favor de mi querido padre para que lo sacase del purgatorio. No era yo, sino el Espíritu de Dios, quien en mí y por mi medio oraba. Al terminarse la misa, entendí que mi difunto padre me decía “Adiós”, y se retiró del templo donde sentía su presencia invisible durante el funeral, y no lo volví a sentir más ni como peso ni como influencia jubilosa .
El viernes 12 de abril de 1901 a las diez y media de la mañana, tuve cierto presentimiento del período agónico de mi hermano, y como estaba en oración contemplando la crucifixión y muerte de mi Dios humanado, procuré interesarle en su favor en el acatamiento del Padre, a quien ofrecí la santísima Pasión y méritos del mismo divino Jesús muchas veces, en nombre y a favor del paciente, con el fervor que puede suponerse.
Por carta que recibí el día catorce supe que mi hermano había entregado su alma a Dios, cantando como un ángel en la misma hora que yo lo sentí y en su nombre acompañaba a Jesús moribundo en la cruz, después de haber recibido los sacramentos con edificación de todo el vecindario y exhortado a mi madre y hermana a gozarse en su felicidad porque se iba al cielo.
Imposible describir lo que pasó por mi alma cuando vi lo bien que Jesús había cumplido mis deseos y peticiones relativas a la preciosa muerte de mi hermano y consuelo de mi familia. Esta nueva prueba de amor por parte de Jesús me obligó a redoblar mi fervor en su amor y servicio, y mis relaciones divinas fueron perfeccionándose con asombrosa rapidez. La memoria de mi hermano, en lugar de oprimir mi espíritu —como mi difunto padre—, me elevaba a Dios, a la eternidad dichosa, como si estuviera gozando en la gloria. Así y todo, yo ofrecí sufragios por él en lo que faltaba del período pascual hasta la Ascensión. Este día, confiando en que ya estaría en el cielo, le escribí una carta felicitándole por la dicha que gozaba, y le manifesté mis necesidades y las de la familia y de otras almas para que se interesase por nosotros en la presencia de Dios.
La carta la puse en las manos de la Virgen “Napolitana”, suplicando a nuestra Madre que se la leyera a mi hermano en el cielo aquel mismo día, y lo saludase en mi nombre, etc.
Nuestra Madre purísima debió cumplir bien el encargo, porque el doce de abril del siguiente año, primer aniversario del fallecimiento de mi hermano, Dios Nuestro Señor me proporcionó la dote para librarme del cargo de cantora, que no podía desempeñar sin mucho trabajo y sufrimientos morales . Fue ésta una de las peticiones que encomendé a mi difunto hermano, y por esto dije que nuestra Madre purísima le leyó la carta que le dirigí .
Sobre la muerte de su madre le escribió al padre Mariano: Ha muerto como vivió, ocupado su pensamiento y su corazón en Dios, en la santísima Virgen y en sus hijos. Y, según me decía mi hermana, piensa protegernos desde el cielo. ¡Pobrecita! Ya lo creo que lo hará, pues el deseo de asegurar nuestra salvación la obligó muchas veces a pedir a Nuestro Señor que nos llevase a todos antes que a ella, porque quería dar buena cuenta de sus hijos .
Tenía 78 años, y entregó su alma a Dios mientras recibía tres besos de los labios de mi hermana en nombre de los tres hijos que dejaba en el destierro, de siete que tuvo. Exteriormente no ha podido dar mejores señales de la preciosa muerte de los justos. Estuvo muy bien asistida de su confesor, religiosos y religiosas, y de la familia, especialmente de mi hermana, quien cumplió admirablemente los encargos que le di para mi querida madre, aunque creo no necesitaba iniciativas. En cuanto en este mundo puede uno asegurarse de las cosas sobrenaturales, creo haber recibido también pruebas de la buena acogida que halló su alma en Dios cuando abandonó el cuerpo, pues, a la hora poco más o menos de su fallecimiento, tuve una entrevista con mi madre en Dios, relativamente breve, pero vivísima; en cuya mirada leí su historia religiosa y la aceptación que merecieron sus virtudes por parte de Dios Nuestro Señor, y que se preparaba para abismarse en la visión beatífica, pero sin más purgatorio que una pena de daño o privación divina, lo que padecía no sólo resignada, sino animadísima y radiante de alegría, bendiciendo a Nuestro Señor. Yo lloré de pena y compasión por lo que le hice sufrir durante su vida con mi silencio, y hubiera llorado más a no impedírmelo mi querida madre, quien se mostraba contentísima de haber sacrificado su amor maternal, entregando a Dios sus hijos. Mientras procuraba yo resarcir las penas que le ocasioné, invocando a su favor los méritos de mis soberanos Amores, Jesús y María, y el amor del divino Espíritu, y los presentaba a Dios Padre, mi madre pareció ocultarse en las profundidades de Dios como un ser de luz lleno de vida, animándome con su dulce y expresiva mirada a seguir mi vocación y mi camino.
Al día siguiente recibí la noticia del fallecimiento y hora de los funerales que se celebrarían por su eterno descanso, a los cuales quise asistir en espíritu rezando el Oficio de difuntos, lo que cumplí con alegría y entusiasmo como si celebrara una fiesta solemne o rezase el Oficio de la Asunción. Tuve que violentarme para ocultar mi contento; y posteriormente me ha ocurrido lo propio todas las veces que he tomado parte en los sufragios que la Comunidad ha ofrecido por mi querida madre, incluso el funeral. Oficié en la vigilia, y, al echar la tercera lección y oración, tuve que estar sobre mí para contener la risa, porque reventaba de contento .
Sor Ángeles rezaba mucho por las almas de los difuntos, especialmente de sus religiosas y familiares. Algunas almas se le aparecían para pedirle ayuda. Sor Natividad refiere: Hay un hecho que sabemos positivamente… Murió un religioso y se le presentó en la celda para que lo encomendara al Señor .
TERCERA PARTE
ASOCIADA DE LOS ÁNGELES
a) LOS ÁNGELES
Los ángeles son criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales y superan en perfección a todas las criaturas visibles . Cada ser humano tiene un ángel guardián o ángel custodio que lo cuida desde el primer momento de su existencia hasta su llegada al cielo. Dice el catecismo: Desde la infancia hasta la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. Cada fiel tiene a su lado un ángel protector y pastor para conducirlo a la vida .
Su fiesta es el dos de octubre y, como se dice en la liturgia de este día: Son celestiales compañeros para que no perezcamos ante las insidiosas acometidas de los enemigos.
Jesús asegura que los ángeles de los niños ven continuamente el rostro de mi Padre celestial (Mt 18, 10). El ángel del Señor está en torno a los que le temen y los salva (Sal 33, 8). Y Dios mismo nos ha confirmado: Yo mandaré un ángel delante de ti para que te defienda en el camino y te haga llegar al lugar que te he dispuesto. Acátalo y escucha su voz, no le resistas (Ex 23, 20-22).
Sor Ángeles, desde niña, tuvo mucha devoción a su ángel custodio. Según testimonio de su sobrina Concepción, antes de ir al convento había escrito en la pared de su habitación de Tolosa su nombre Sor María de los Ángeles, pues los ángeles eran sus amigos permanentes. Al entrar al convento tomó el nombre de sor María de los Ángeles. En 1900 lo cambió por el de Sor Ángeles de Jesús sacramentado para hacer hincapié en su amor a Jesús Eucaristía, a quien adoraba en unión con los ángeles que le hacen guardia ante el sagrario.
Veamos lo que escribe en su Autobiografía.
b) SU AMOR A LOS ÁNGELES
Ella declara: Desde mi infancia profesé devoción cordialísima a mi ángel custodio, a quien invocaba muchas veces todos los días con mucha fe y devoción. Más tarde aprendí de mis queridos padres a conocer, amar y encomendarme al arcángel san Miguel, y cuando me consagré a la vida espiritual me sentí inspirada a encomendarme a los nueve coros de los ángeles, en cuyo obsequio rezaba nueve glorias, además de orar a los santos arcángeles Gabriel y Rafael.
El último año que viví en el siglo me sentí llamada a cierta intimidad con los espíritus angélicos, pero sin comprender la naturaleza y fin del llamamiento, solamente sentía mucho amor y entusiasmo por ellos. Concebí la idea de emparentarme con los ángeles, llamándome en la religión sor María de los Ángeles, como lo hice el día que me impusieron el santo hábito. Los amaba mucho y me entusiasmaba su memoria, pero no recuerdo que viviera en intimidad con ellos por vía de comunicación sobrenatural hasta el tercero o cuarto año después de mi entrada en la religión, cuando empezaron a revelarse a mi alma los espíritus angélicos en mis relaciones con la Santísima Virgen.
Los veía extáticos de amor y admiración contemplando, ora las perfecciones de la Señora, ora su correspondencia a la gracia y sus relaciones divinas con Dios y su Unigénito humanado. Luego, acercándose más a mi alma, mostrábanse como modelos para que me inspirase en ellos en mis relaciones con Dios y con la Virgen, abrasados en divinos incendios, revelando en su actitud la profunda veneración y estimación que sienten por Dios y por su Madre. Después, los veía como compañeros de mi destierro y coadjutores en la alta empresa de amar y glorificar a mis soberanos amores Jesús y María en el cielo, en los misterios de su vida mortal y en la sagrada Eucaristía.
Doquiera contemplase a Jesús y María, los veía siempre rodeados de una multitud prodigiosa de ángeles, incluso en el Calvario, el que se presentaba a mi vista poblado de espíritus celestes como de átomos el aire. Una vez vi al arcángel san Miguel revestido de belleza y majestad tanta, que parecía un segundo Jesucristo, lo cual me maravilló mucho. Varias veces vi o experimenté —no sé cómo diga— la presencia de mi ángel custodio y de otros ángeles en mi celda, quienes se imponían a mi alma como participación de la santidad y poder de Dios con tanta grandeza y majestad que parecían dioses, pero al mismo tiempo humildes y afabilísimos.
Las revelaciones angélicas me elevaban a Dios y lo propio digo de su trato y comunicación, en cuya comunicación progresé mucho en el conocimiento y amor de Dios, del Verbo Encarnado y de la Virgen Santísima. Presentábanse a mi alma como Modelos propuestos por Dios a mi imitación para que me inspirase en ellos, regulando mi conducta por la suya, como Maestros para enseñarme las leyes del amor divino, y para educarme según su vida y costumbres angélicas y elevarme a la categoría de ángel, como Ayos y Tutores míos y Protectores especiales.
Era tanto el respeto y veneración que sentía por ellos, que en su presencia quisiera permanecer postrada en tierra en actitud de adoración, y los efectos que producía en mi alma el sentimiento de su presencia eran maravillosos, pues sentir la presencia de un ángel, y caer de rodillas como abrasada en amor divino era todo uno, y sentía tales ansias de ser santa, muy santa y de glorificar a Dios, que no parece sino que por su medio se revelaba el mismo Dios a mi pobre alma y me comunicaba su divino amor. Anhelaba yo ser como ellos: santa y angélica.
¿Qué será Dios?, me preguntaba muchas veces, cuando se revelaba a mi alma algún ángel, en vista de los efectos que su presencia me producía. Y me persuadía que si dichos ángeles se dejasen ver de los infieles y pecadores que viven en el mundo, todos se sentirían abrasados en amor de Dios, y la tierra se transformaría en cielo.
Es porque veía en los ángeles tanta humildad y santidad, tan profundo respeto y veneración hacia Dios, y tan abrasado y acendrado amor y celo por su gloria, y caridad para con los hombres, por ser criaturas de Dios, que revelaban la infinita bondad y excelencia del Creador a quien sirven y adoran.
Cuando me veía favorecida con visiones angélicas, me preguntaba: ¿Quién no ama a Dios, a un Dios tan amado de los ángeles? Imposible que haya en el mundo criatura que no le ame y se abrase en divinos ardores, y trabaje por santificarse si llega a su conocimiento los sentimientos que abrigan estos bienaventurados espíritus. Considérese cuán grande será la excelencia de los ángeles, que un día que se reveló a mi alma un ángel en un lugar distante de España, como muy lejos de mí, me pareció que, como yo, le podían ver todos los moradores de la tierra, pues tenía cierta especie de inmensidad, y parecía que llenaba todo el mundo y se elevaba sobre los mismos cielos sin dejar de estar en la tierra.
Y si tan grande es la excelencia y majestad del ángel, no es menor su bondad. Por esto repito que su presencia producía en mi alma maravillosos efectos. Con gusto relataría la naturaleza de mis relaciones con los ángeles, pero no puedo expresarlo, por ser una comunicación intelectual, muy espiritual y elevada, los cuales no se revelaban a mi alma en forma humana, sino como reflejos de Dios y de su Unigénito humanado, como espíritus llenos de gracia y santidad, purísimos, invisibles; pura inteligencia y amor, que solo pueden verse con el ápice de la mente, o sea, intelectualmente si se revelan como son sin formas extrañas, y mi comunicación con ellos era también muy espiritual y elevada, no verbal como se cuenta que la tuvieron algunas almas santas .
El año 1902 se estrecharon mis relaciones con los santos ángeles y todo el verano lo pasé en comunicación íntima con ellos… Imposible describir los efectos que su presencia y trato me producían... Varias veces vi a Jesús glorioso en el cielo en íntimas relaciones con los santos ángeles como en medio de ellos, tratándolos con infinito amor y ternura como a hijos; y me requirió para formar parte de la naturaleza angélica y participar del amor y ternura que les prodiga, así como yo participaba de sus virtudes y sentimientos .
Todos los años, hacia fines de agosto, me sentía llamada a un trato más íntimo y frecuente con los santos ángeles y con doble motivo el año 1910 por la misión especial que me confiara la divina providencia respecto de la salvación de las almas y destrucción del imperio de Satanás mediante la intercesión de la Virgen, de los ángeles y los santos. En la segunda quincena de agosto, previos varios llamamientos a asociarme a los espíritus angélicos, me identifiqué con ellos y empecé a practicar un ejercicio de oración de súplica e intercesión en unión de los santos ángeles. Una vez cada hora, en unión de la Virgen Santísima, de san Miguel y de todos los coros angélicos, me presentaba ante el trono de Dios a quien rendía vasallaje y realizaba actos de virtud en nombre de todo el género humano. Terminaba con un acto de abandono a su divina voluntad. Luego en unión, ora de san Miguel, ora de san Gabriel, de los siete ángeles que asisten a su trono, de los ángeles, de los arcángeles y otro coro que elegía para la hora presente, le hacía súplicas especiales en favor de la santa Iglesia. Tenía interesados a todos los espíritus angélicos en mi empresa de glorificar al Verbo encarnado y salvar almas, y, al efecto, todas las horas del día y de la noche las consagraba a la oración en unión de los santos ángeles…
Y a los santos ángeles encargados de la custodia de las almas rogaba que ahuyentasen de éstas al diablo y diablos que se preparaban para tentarlas y los mandasen a mí que yo los vencería con el auxilio divino y la protección de los mismos ángeles para que las almas, libres de las asechanzas de los malignos espíritus, se conservasen en gracia de Dios y en condiciones de recibir y responder a sus santas inspiraciones y, si estaban en pecado, saliesen de su mal estado .
c) LOS ÁNGELES DE LOS SAGRARIOS
Su amor y su unión a los ángeles se acentuaba cuando estaba ante Jesús sacramentado. Ella dice: Mi alma no sólo gozaba de la presencia del Verbo humanado ante el sagrario, sino también de la asistencia y compañía de los espíritus angélicos que rodean el sagrado copón, cuya presencia sentía y gustaba con viveza. Vivía en intimidad con ellos, y los trataba con una confianza llena de respeto como a hermanos y confidentes. Cuando entraba en el Coro, saludaba a los santos ángeles, les agradecía el culto que habían tributado al Señor en mi ausencia, y como recompensa pedía para ellos muchos grados de gloria accidental. Exponíales mi situación, mis proyectos, mis ansias de amar y glorificar a mi Dios sacramentado y a la Reina soberana y mi nulidad e indignidad, y les rogaba que me ayudasen para comunicarme directamente con el Hijo divino y la Madre Virgen y me ayudasen a obsequiarlos como se merecen.
Con su sabiduría, que supliesen mi ignorancia; con su poder, mi nulidad; y con su bondad y virtudes, mi desnudez y pobreza espiritual. Que se interesasen por mí y fuesen ellos los intermediarios en mis relaciones con Jesús y María y los tuviesen siempre propicios a favorecerme, y que me alcanzasen tal cúmulo de gracias que al salir del Coro me viera o sintiera visiblemente transformada, “enjesusada”, y que Jesús y María quedasen rodeados de muchos y nuevos grados de gloria procurados con los servicios que les prestaría mientras permanecía en el Coro.
Luego, identificada con los ángeles o asociada a ellos, me presentaba a Jesús sacramentado, le tributaba mis homenajes de amor y respeto, contemplaba los misterios que me inspiraba y le hacía la guardia de honor, o hablaba con Él familiarmente si me elevaba a su intimidad.
En mis relaciones con Jesús y María tenía presente siempre a los santos ángeles, y, en unión suya, practicaba todos los actos de virtud y religión.
Cuando llegaba la hora de salir del Coro me ponía en comunicación directa con ellos para darles las gracias por la protección y socorros que me habían prestado, manifestábales mi sentimiento por tener que alejarme de la presencia de su Dios y mío, y les rogaba lo cuidasen muy bien y que en mi nombre lo amasen e hicieran la corte y que, desde allí, o sea, desde el fondo del sagrario, me siguiesen y asistiesen con su amor y protección durante las horas que consagraba al cumplimiento de mis deberes y remedio de mis necesidades, que de su lado me arrancaban y que no permitieran que un alma tan familiar suya cometiera faltas, sino que me asistieran con socorros especiales para proceder siempre y en todo según Dios, como se conduciría cualquiera de ellos si me sustituyese en el cumplimiento de mis deberes o en mis relaciones externas.
Animada de estos sentimientos salía del Coro, dejando mi corazón en el sagrario a los pies de Jesús, a quien suplicaba retuviese mi espíritu a su lado. Así lo hacía el Señor, pues dondequiera que estaba sentía la influencia de mi Dios sacramentado y comunicaba con Él a través de las paredes que nos separaban. Había una corriente invisible y misteriosa del sagrario a mi alma en cuya virtud comunicaba con Jesús y María y con los santos ángeles que dejara en el templo.
Cada diez o quince minutos les enviaba recados con mi ángel custodio, a quien le suplicaba que fuese al sagrario a visitar en su nombre y mío y rendir homenajes a mis soberanos Amores y me trajese nuevas de ellos y de nuestros hermanos —los ángeles—. Que les dijese de mi parte que suspiraba con ardor por que llegase el momento de irme a su lado y que entre tanto todos me diesen la bendición, etc. Cuando contemplaba a Jesús en el Calvario, en el cielo, o en los misterios de su vida mortal, lo mismo que en el sagrario, lo descubría circundado de multitud prodigiosa de ángeles, y en unión de éstos lo adoraba y tributaba mis obsequios cada vez más perfectos, merced a los socorros que me prestaban los soberanos espíritus.
Además, como vivía vida de sacramento, todos los obsequios que hacía a mi Dios humanado en los misterios de su vida mortal o en el cielo, hacía extensivos al mismo Jesús sacramentado en nuestra iglesia y en todos los sagrarios del mundo católico, a quien me dirigía en unión de los ángeles que le hacen la corte en cada templo.
Amaba mucho a todos los ángeles, pero con predilección a los que sirven a Jesús y le acompañan en la sagrada Eucaristía, a la que parecía que me unían lazos íntimos.
Cuando estaba en el Coro, me figuraba ver a mi ángel custodio confundido con los del sagrario, y no lo distinguía entre éstos. Al salir del Coro me despedía de todos, menos de mi ángel tutelar, que me figuraba venía conmigo para acompañarme y ayudarme a cumplir mis deberes. Lo sentía a mi lado y dentro de mí, muy contento y afable, y hacía tanto aprecio de su ministerio que me maravillaba. Entendía que me decía que Jesús le había encomendado y recomendado mi alma con especial y sumo interés, y por esto y porque veía al diablo interesado en mi perdición y ocupado en tender lazos en mi camino, desplegaba su solicitud en mi asistencia y me vigilaba y cuidaba con el esmero que veía. Esta noticia y evidencia del amor y solicitud de mi ángel me entusiasmaba, mejor dicho, acrecentaba el amor que por él sentía, y como enamorada de mi santo ángel, exclamaba: “¡Qué santo, santísimo es mi ángel! ¡Qué hermoso, qué bello, qué excelente, qué amable, cuán bueno!”. Díceme que Jesús, el Amado de mi alma, le encarga que me vigile, que me prodigue sus cuidados especiales, que no me pierda de vista un punto, que se esmere mucho en custodiarme, instruirme, protegerme y que haga de mí un ángel del cielo, y que por esta razón me vigila tanto, y me prodiga cuidados tan especiales. Mucho debo a Jesús por tan singular favor, pero ¿no le soy deudora a mi ángel de la complacencia y puntualidad con que ejecuta las órdenes de mi Amado?
¡Oh!, sí, le soy deudora no sólo de los servicios que me presta, de su asiduo cuidado en guardarme, defenderme y ayudarme en todo lo que se relaciona con la gloria de Jesús y mi propia santificación, sino que también del amor que me profesa, testimoniado en la complacencia que experimenta en las funciones de su ministerio, por esto no cesaré de repetir que mi ángel es excepcional, muy acreedor a mi reconocido amor y veneración: es uno de los ángeles mas santos, mas afables y caritativos de las tropas angélicas, y que me perdonen sus hermanos y míos, los ángeles del cielo, si se dan por agraviados del afecto singular que le profeso y del lugar de preferencia que ocupa en mi estimación.
En el Coro, en la celda, en los claustros y jardines, en todo tiempo y lugar, ora estuviese sola, ora en compañía de las religiosas, casi siempre me veía favorecida con el sentimiento de la presencia de mi ángel custodio, de quien recibía interesantes avisos y enseñanzas para regular mi conducta.
Decíame que me figurase que era yo uno de tantos ángeles custodios que Dios Nuestro Señor ha designado para guardar las almas, defender la Iglesia católica, proteger los reinos y provincias, etc., y para hacer la guardia de honor a Jesús sacramentado, y en esta idea, que procurase vivir como ellos, en el cielo y en la tierra simultáneamente, con mi pensamiento y corazón fijos en Dios, absorta en su contemplación, en cuanto puede la humana flaqueza, al tiempo mismo que me dedico al servicio del prójimo y cumplo mis obligaciones externas o materiales, mirando todas las cosas en Dios como las miran los ángeles. Que procurase reproducir en mi vida su vida angélica y celestial, sus virtudes y perfecciones, sentimientos y aspiraciones, su modestia, pureza, humildad, caridad, invisibilidad (mediante la abstracción y retiro) y todas aquellas virtudes que veía y entendía de los mismos en sus frecuentes apariciones.
En mis relaciones con Dios, con los prójimos y conmigo misma, que procurase conducirme como una criatura humana a quien Dios concediera el privilegio de nacer en el cielo o ser elevada a él en el momento que empieza a usar de la razón y de pasar allí su vida, confiada al magisterio de los ángeles, pues en cierto sentido gozaba de este privilegio. Y verdaderamente que gozaba de un privilegio parecido, porque me había concedido Dios el singular favor de una espiritualidad poco común, en mis facultades y la familiaridad y magisterio de los ángeles que hacían conmigo el oficio de maestros, como si quisieran educarme según sus leyes angélicas. Decíame también que tuviese cuidado de evitar todo aquello que entendiese ser contrario a la pobreza y dignidad de los ángeles, a los cuales me había asociado el Señor, para no desacreditarlos con mis imperfectos procederes, sino lo contrario, pues un alma confiada al magisterio y dirección de los ángeles y que vivía con tanta intimidad con ellos, no podía conducirse mal sin agraviar a los mismos que tanto se habían esmerado en mi educación y que tan singulares favores me habían prodigado.
En la celda, en el refectorio (comedor) y en el jardín, lo mismo que cuando por razón de mis obligaciones estaba en compañía de mis hermanas, mi ángel custodio me enseñaba la manera de conducirme en mis relaciones con Dios, con las religiosas y conmigo misma... Cumplidos los deberes para los cuales había salido del Coro, cuando volvía a él, me parecía que los ángeles que hacen la corte de Jesús en nuestro sagrario, radiantes de júbilo, venían a mi encuentro y, cogiendo mi alma, me introducían en el sagrario con inefable caricia y contento de verme nuevamente en su compañía.
En el fondo del sagrario, postrada a los pies de Jesús, lo adoraba, y poniendo por testigo a mi ángel custodio, en presencia de los ángeles del sagrario, y de María inmaculada mi excelsa Madre, a quienes constituía abogados e intermediarios con el Señor, daba cuenta a Jesús de todo lo que había ejecutado y omitido fuera del Coro, agradeciendo los favores y socorros divinos que me había prodigado el mismo Señor, y pidiendo perdón de mis faltas presentes y de todos los pecados de mi vida con verdadero dolor y propósito de la enmienda.
Habiendo preparado mi alma con dicha confesión, yo comulgaba espiritualmente y me ponía en comunicación tan respetuosa como familiar con el Dios de la Eucaristía, en cuyo obsequio empleaba todo el tiempo que permanecía en el templo, mejor dicho, en el centro del sagrario, donde yacía mi alma postrada a los pies de Jesús, ocupada en amarle y en procurarle toda la gloria y complacencias posibles en unión de María, de mi ángel custodio y de los ángeles del sagrario .
d) ASOCIADA DE LOS ÁNGELES
Ella habla en sus escritos de emparentarse con los ángeles y de elevarse a la categoría de ángel, así como de estar asociada e identificada con los ángeles. Nos dice: Asociada a los ángeles, santos y bienaventurados del cielo, y a Dios Uno y Trino, procuraba amar y glorificar a la Santísima Virgen, a quien suplicaba que recibiese en mi nombre o como regalo mío, la gloria y felicidad infinita que fluye de Dios y de la santa humanidad del Verbo con dirección a la misma Señora, con las infinitas complacencias que incesantemente le procuran las tres divinas personas de la beatísima Trinidad y las alabanzas que le tributa la creación entera .
He sentado plaza entre los serafines, que rodean a Dios tres veces Santo, al que vio Isaías sentado en un solio excelso cuya orla llena el templo y de cuya gloria está llena la tierra. Como ellos, deseo calentar a mi Dios, mejor dicho, impedir que sienta la frialdad de los moradores de la tierra y amarle por los ingratos que no le aman .
Ella era hermana de los ángeles asociada a ellos y había sentado plaza entre los serafines. ¡Qué maravilloso y qué gran bendición para ella!
MEDIACIÓN UNIVERSAL DE MARÍA
Lo que más caracterizó la vida espiritual de sor Ángeles fue su gran amor a María. Ella tenía muy claro que sin María no podemos ser santos, que sin María no podemos llegar a identificarnos con Jesús y llegar al matrimonio espiritual y a unirnos plenamente por medio de Jesús a la Santa Trinidad. Ella creía firmemente que María era la medianera universal de todas las gracias que recibimos de Dios mismo. Dios mismo le reveló esta doctrina en una importante visión. De esta visión habla en sus escritos Opúsculos marianos, que fueron revisados por el padre Nazario Pérez. Ella dibujó la visión y este dibujo fue llevado a Roma. El Papa Benedicto XV instituyó la fiesta de María mediadora universal el 7 de noviembre de 1921, a los dos meses de su muerte. En el dibujo aparece María con una corona en la cabeza, como reina, y sobre la cabeza están las palabras María soberana medianera universal.
En el dibujo aparecen, además de la Trinidad, los santos, los ángeles, concretamente su ángel custodio, y otros muchos detalles, como si el cielo entero hubiera querido manifestar su complacencia al manifestar este misterio de la mediación universal de María.
Quizás debido a esta visión, sor Ángeles, siendo abadesa, celebró en su convento la fiesta de María medianera universal. Sor Presentación declaró: El 31 de mayo de 1921, se celebró por vez primera la fiesta de nuestra dulcísima Madre María bajo el título de “Medianera universal”. ¡Con qué jubilo conmemoró la solemnidad! Entonces nos refirió lo que había sufrido para conseguir su establecimiento y cómo Dios le había manifestado todo .
Su Comunidad fue la primera de España en hacer un voto jurado de defender la Mediación universal de María, es decir, que todas las gracias nos vienen de Dios por medio de María. Sin María, lo sepamos o no, no podemos recibir ninguna bendición de Dios. No es porque deba ser así necesariamente, sino porque Dios así lo quiere. Dios es autónomo y no necesita de nadie para hacer las cosas, pero se goza de darlo todo por medio de María.
Esta doctrina de la mediación universal de María y de la necesidad de su intercesión para ser santos, la afirman varios santos eminentes, especialmente san Luis María Grignion de Montfort, a quien ella tanto admiraba. Él dice: El Altísimo la ha constituido tesorera única de todos sus tesoros y única dispensadora de sus gracias .
San Bernardo, por su parte, afirmaba: María es la mediadora universal de todas las gracias. Toda gracia que Dios da a los hombres pasa de Dios a Cristo, de Cristo pasa a María (por la gracia del Espíritu Santo) y por María se nos da a nosotros . La voluntad de Dios es que todo lo recibamos por medio de María .
San Alfonso María de Ligorio nos dice: Dios quiere que todas las gracias que han sido, son y serán dispensadas a los hombres hasta el fin del mundo por los méritos de Jesucristo, sean dispensadas por las manos y por la intercesión de María . Ella es la tesorera de todas las gracias que Dios nos quiere dispensar .
Y varios Papas han reafirmado esta doctrina. El Papa Pío IX decía: Dios ha encomendado a María el tesoro de todos sus bienes .
El Papa León XIII en 1883, en la encíclica Supremi apostolatus manifiesta: María es la dispensadora de las gracias celestiales. En la encíclica Octobri mense de 1891 declara: Por voluntad de Dios, nada del inmenso tesoro de todas las gracias que el Señor ha acumulado, nos viene si no es por María.
San Pío X en su encíclica Ad diem illum afirma: Cristo es la fuente, María es el canal, el cuello por el cual el Cuerpo está unido a la Cabeza (Cristo). Ella es el cuello de nuestra Cabeza, y por medio de él se comunican a su Cuerpo los dones espirituales.
Pío XII en su encíclica Mediator Dei de 1947 asegura: Dios quiso que todo lo tuviéramos por medio de María.
Pablo VI en la encíclica Mense malo de 1965 ratifica: María ha sido constituida por administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia.
Juan Pablo II en una catequesis del 6-IX-1995 insiste: María como mediadora maternal nos transmite los dones divinos, intercediendo continuamente por nosotros en nuestro favor.
En resumen: A Jesús vamos mejor por medio de María; y por Jesús, con la gracia y el poder del Espíritu Santo, llegamos al Padre. Así, por María, llegamos a unirnos más plenamente a Dios Trinidad. Cuanto más amemos a María, más amaremos a Jesús y más nos uniremos a la Santísima Trinidad. María no quita nada a Jesucristo ni a Dios, sino que nos facilita nuestra unión con Él. Y esto, como hemos anotado ya, no porque debería ser así necesariamente, sino porque Dios ha querido que las cosas sean así y debemos respetar y aceptar su santa voluntad. Del mismo modo, podemos decir que Jesús podía haber venido al mundo y habernos salvado de otra manera: haber venido adulto sin necesidad de tener una madre..., pero Dios Padre quiso darle una madre humana y Jesús la amó con todo su Corazón. Aceptemos los planes de Dios y amemos a María como madre de Jesús y madre nuestra, que nos llevará en sus brazos a la santidad y a la unión con Jesús y, por Jesús, al Padre en la unidad del Espíritu Santo.
CONCLUSIÓN
Después de haber leído la vida de sor Ángeles Sorazu, nos sentimos orgullosos de su vida. Ella pudo sortear todas las dificultades de la vida espiritual con la ayuda de María. Por experiencia nos dice que el amor a la Virgen María es imprescindible para escalar las alturas de la santidad. Los ángeles y los santos fueron ayudas importantes para llegar a Dios con María.
Ella se asoció como hermana a los ángeles para identificarse con ellos. Ella es un ejemplo a seguir. Recordemos siempre que tenemos un ángel que nos guía y nos acompaña por los senderos de la vida, que hay muchos millones de ángeles que nos rodean, especialmente los de nuestro familiares, y que hay millones ángeles adoradores, que siempre están en adoración ante Jesús Eucaristía. Asociémonos a ellos, cuando vayamos a orar ante Jesús sacramentado.
Pidamos a Dios la gracia de la santidad por medio de María. Este es mi mejor deseo para ti. Saludos de mi ángel y saludos a tu ángel.
Tu hermano y amigo del Perú.
P. Ángel Peña O.A.R.
Parroquia La Caridad
Pueblo Libre - Lima - Perú
Teléfono 00(511)461-5894
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Pueden leer todos los libros del autor en
www.libroscatolicos.org
BIBLIOGRAFÍA
Elcid Daniel, Ángeles Sorazu. Una maravillosa experiencia de Dios, Madrid, 1986.
Pobladura Melchor, Una flor siempreviva. Sor María de los Ángeles Sorazu, concepcionista franciscana, a la luz de su correspondencia epistolar, Madrid, 1941.
Sorazu Ángeles, Autobiografía espiritual, Ed. Fundación universitaria española y concepcionistas franciscanas, Madrid, 1990.
Sorazu Ángeles, Exposición de varios pasajes de la Sagrada Escritura, Salamanca, 1926.
Sorazu Ángeles, Opúsculos marianos, Valladolid, 1928.
Sorazu Ángeles, Vida espiritual, coronada por la triple manifestación de Jesucristo, Valladolid, 1924.
Sorazu Ángeles y padre Mariano de Vega: Correspondencia entre santos, Ed. Centro de Propaganda, Madrid, 1995.
Testimonios de las religiosas que convivieron con la Madre Ángeles Sorazu, que se conservan en el archivo del convento de La Concepción de Valladolid, y fueron escritos hacia 1940.
Triviño María Victoria, El Cantar de los Cantares vivido en sor Ángeles Sorazu, Madrid, 1989.
Villasante Luis, El camino cristiano según Ángeles Sorazu, Ed. ABL, Madrid, 1994.
Villasante Luis, La sierva de Dios M. Ángeles Sorazu. Estudio místico de su vida, dos volúmenes, Aránzazu, 1950.
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