Comentario 11 de Enero del 2018: “La compasión, fortaleza de la comunidad”


Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos

Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra, Parroquia Santa Marìa de los Ángeles

Encontramos a un Jesús que no para por seguir anunciando el Reino de Dios, tanto de Palabra como con sus obras. Vemos a Jesús que se expone a los demás para que puedan hablar con él, para que le puedan hacer llegar sus necesidades, para que buscándolo lo puedan encontrar. Así es Jesús, no se esconde, al contrario, se hace el encontradizo, se deja ver y se deja tocar. Y es que, cuánto amor siente por nosotros, cuan enamorado está del hombre que no lo abandona en su debilidad o enfermedad, sino que se pone en el camino justo donde vamos a pasar para que lo reconozcamos y le pidamos que nos cure de nuestra lepra. ¿Qué lo mueve a Jesús? Su gran Misericordia, dar a conocer al Padre y seguir construyendo su Reino. No lo mueve ni la fama ni la presunción, sino su infinito amor.
En te caso, no fue Jesús el que se acercó al leproso, sino que fue el leproso el que se acercó a Jesús. Así es Jesús, así se presenta muchas veces en nuestra vida. El ya sabe lo que estamos viviendo o lo que estamos padeciendo, pero hace falta que nosotros nos acerquemos a él para pedirle desde lo más profundo de nuestro corazón que nos ayude, lo que más sorprende es que él se deja encontrar siempre que lo necesitamos: “Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas…”.
No cabe duda que cuando la necesidad es muy grande se está dispuesto a hacer cualquier cosa. No deberíamos esperar a que estemos mal, a que estemos pasando por una situación difícil en la familia o por una crisis personal o laboral, deberíamos aprender a acercarnos a Jesús en todo momento. El está ahí, esperándonos siempre. Dios es como el sol: siempre está ahí, en el mismo lugar, siempre permanece. Los únicos que giran y cambian de lugar son los planetas, de repente es de día, de repente es de noche, pero el sol siempre mantiene su luz radiante e incandescente. Lo mismo pasa con Dios, él siempre mantiene su luz para iluminar nuestra vida, pero somos nosotros los que decidimos acercarnos o alejarnos, decidimos que haya luz o que haya obscuridad en nuestra vida. El amor de Dios es fiel, permanece para siempre.
Notamos las actitudes con las que se acerca el hombre del evangelio que tiene lepra: confianza y humildad. Para empezar éste hombre cayó de rodillas, se anonadó, menguó delante de Jesús y le pidió su ayuda. No se mostró grosero o “chocante” delante de Jesús, no se mostró exigente, ni tampoco le dijo: “haber si es cierto que eres Dios cúrame de mi enfermedad”. No retó ni reprochó a Jesús. No, el hombre enfermo había sufrido tanto que sabía que no podía perder la oportunidad de su vida, sabía que no tenía nada más que perder de lo que había perdido ya. Recordemos que los leprosos no eran aceptados por la sociedad y eran consideradas personas impuras, no tenían acceso al templo y, por lo tanto, eran vistos como “malditos”. El leproso era un tipo condenado a vivir alejado de los otros, cargando el doloroso estigma de su enfermedad. A menos que sanara, no podía llevar una vida normal; iba a seguir siempre así: solo.
Es por eso que este hombre venció cualquier tipo de orgullo o presunción, cualquier tipo de egocentrismo y altanería y se dirigió a Jesús con sinceridad de corazón y con grande confianza: “… le dijo: si quieres puedes purificarme”. Veamos que la expresión que utilizó fue la de “si quieres”. No le dijo como muchas veces solemos decirle nosotros a Jesús o a los demás: ayúdame, cúrame, levántame, pásame, dame, llévame. Este hombre pasó del dar una orden o mandarle, a pedírselo a Jesús con sencillez de corazón y con grande confianza. Volvemos a lo mismo, no se mostró exigente, sino que supo reconocer la grandeza de Dios, el amor de Dios; supo mirar en Jesús el don más grande que nadie nunca antes le había mostrado: la vida, la salud. Era el primer hombre que no se burlaba de él, que no sentía asco ni repugnancia por él, al contrario: “Jesús tuvo compasión de él; lo tocó con la mano y dijo: quiero,  queda limpio”.
Nada se hace sin que Dios lo quiera, sin su voluntad. Él siempre se deja mover por la compasión. Su nombre, el nombre de Dios es Misericordia (siente, padece el dolor del otro). La curación que realiza Jesús le devuelve la posibilidad de reintegrarse a la comunidad y a la normalidad. Este es el efecto físico espiritual de la acción del Señor en la persona: superar sus lepras (orgullo, presunción, egoísmo, soberbia, odio, ira, envidia, celos, etc.), es decir, todo lo que le impide la convivencia y lo condena a una soledad deprimente, convirtiéndolo en testimonio de la obra de Dios. La acción de Jesús hace posible la convivencia y la vida en común. La compasión hace posible la comunidad y la fraternidad, sin ésta, las comunidades se vuelven frías y se enferman.
Después de esto, Jesús le pide al hombre que había sido curado de su enfermedad que no se lo diga a nadie. Jesús es el hombre del silencio y de la sencillez, no busca la fama ni la popularidad, no pretende títulos ni grandezas. El se mueve por amor. Sin embargo, ste hombre: “se fue y comenzó a contar a todos lo que había pasado… pero de todas partes acudían a verlo”. Una vez que el hombre de la lepra fue curado no pudo contener su felicidad, su inmensa alegría. Había recuperado lo que había perdido: su dignidad y el amor por Dios y por la comunidad. No cabe duda, cuando nos sentimos amados y tocados por Dios no hay espacio para otra cosa que para el agradecimiento, agradecer a Dios por que tuvo compasión, por su Misericordia. El que ha sido amado y curado, desde su debilidad, no puede callarse. El bien se difunde. El agradecimiento es difusivo. El corazón agraciado no puede callar.
¿Yo necesito curarme de alguna enfermedad? ¿Si al leproso que fue curado le llevo a proclamar a Jesús a los demás, a mí a qué me ha llevado? Pidamos la intercesión de nuestra Madre para que confiemos más en Jesús y nos mantengamos en humildad y agradecimiento.



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