Después me confieso.
Cuando se nos presenta la tentación, se puede presentar también la idea de cometer el pecado pensando: “Total, después me confieso y listo”, y así el demonio nos puede hacer cometer el pecado tranquilamente con el propósito de confesarlo después.
El que procede así es un insensato, porque ¿quién nos asegura que tendremos ese “después” para poder confesarnos? ¿Quién nos asegura que no moriremos antes de hacer la confesión?
Además, debemos saber que cada vez que cometemos un pecado mortal, el alma queda herida gravemente, y aunque después recibamos el perdón en la confesión, siempre queda una cicatriz en el alma, que nos hace más débiles cuantas más veces hemos cedido a la tentación.
No pequemos nunca, por nada del mundo, porque por un pecado mortal perdemos la gracia, el Cielo y nos condenamos al Infierno, y no sabemos si tendremos modo y forma de confesarnos. Porque hay que saber que el demonio después del pecado, nos quiere convencer de que no nos confesemos, o que nos confesemos pero que callemos ese pecado que nos da vergüenza confesar.
Lo que sucede es que el demonio es insaciable en el mal, y siempre quiere más de nosotros. No se conforma con hacernos caer en el pecado, sino que cada vez nos quiere llevar más profundamente al abismo de donde no se sale. Por eso tenemos que resistirle desde el principio, con coraje. Pero poco o nada podremos hacer si no estamos acostumbrados a luchar por medio de la fuerza que nos viene de la oración frecuente, y de la recepción frecuente de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, que es el Pan de los Fuertes.
Digamos como los santos: “¡Morir antes que pecar!” y tratemos de cumplirlo. Porque nadie nos asegura que después del pecado tengamos tiempo y modo de confesarnos, y ya sabemos que si morimos con un pecado mortal en el alma, nos espera el Infierno eterno.
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