Dejemos que la eucaristía convierta nuestra vida: Comentario 20 de Abril del 2018

                                                   Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra, 
Parroquia Santa Marìa de los Ángeles


Apoyada en los textos bíblicos referentes a la Institución de la Eucaristía, la luz del Espíritu Santo y el aporte de muchos estudiosos, la Iglesia pudo formular este dogma de la presencia real de Cristo, que confirma la verdad que desde un principio había creído y nos ayuda a penetrar en este misterio. En otras palabras, por este dogma, apoyado en la transubstanciación, la Iglesia afirma que el pan se convierte en la sustancia del Cuerpo de Cristo y por lo mismo deja de ser pan. Se opera, pues, un cambio de sustancia, la materialidad del pan y del vino se transforman verdaderamente en el cuerpo y la sangre del Señor.
En el momento de la consagración Eucarística que se realiza en obediencia a lo que el Señor nos pidió: “Hagan esto en memoria mía” (Lc. 22, 19), el pan y el vino son literalmente transformados en el cuerpo y la sangre del Señor. El modo de la presencia de Cristo, bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva a la eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “la perfección de la vida espiritual y al fin que tienden todos los sacramentos. En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por consiguiente, Cristo entero.
Esta presencia se denomina “real” no a título exclusivo, como si las demás presencias no fueran reales, sino por excelencia, porque es sustancial y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente, (CEC 1374). Por supuesto, para que esta presencia real sea reconocida y podamos comunicarnos de modo personal hace falta la fe. Sólo la fe hace posible entrar en el Misterio Eucarístico. Decía Santo Tomás de Aquino: “Hay cosas que no entendemos pues no alcanza la razón, más si las vemos con fe, entrarán al corazón”.
No van a la misa los que ya son santos y ya están salvados, van a la misa los que quieren mantenerse en la lucha y quieren conseguir un cambio de vida, perfeccionarse cada día que pasa para ir avanzando en el camino de la santidad. Recordemos que Jesús no vino por los sanos sino por los enfermos, no vino por los justos, sino por los pecadores. Por ello, si queremos que la luz de Jesús se nos siga apareciendo en nuestra vida hemos de ir con más frecuencia a misa; cada día que pase vamos a darnos cuenta de que ya no somos los mismos de antes, que poco a poco la presencia real de Jesús en la eucaristía nos va transformando el corazón y toda la existencia.
Lo mismo podemos hacer, también, de ir a misa y ofrecer la eucaristía que celebramos y comemos para el beneficio espiritual de otra persona, puede ser por su enfermedad, por los problemas que esté viviendo, para que se logre su conversión y cambio de vida, o bien puede ser para que beneficie a una o varias almas del purgatorio. En este caso, la Santa Misa es el sufragio más importante que podemos ofrecer por los difuntos.

Dejémonos cambiar el corazón por Jesús, dejemos que la Eucaristía convierta nuestra vida, pues nadie que se acerque con fe al Santísimo Sacramento del altar puede seguir igual. Que en la medida en que nos acerquemos a la Iglesia para celebrar el banquete eucarístico, nos dejemos hacer y transformar por Jesús. En ese caso, aumentemos el amor por la eucaristía y nuestra vida, familia y sociedad se verán bendecidas con abundantes frutos. Pues si hay amor a la eucaristía habrá paz en el corazón, habrá vida abundante.    

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