Comentario 01 de Febrero del 2018: “El poder sobre los espíritus impuros”

Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra, 
Parroquia Santa Marìa de los Ángeles

¿Qué mejor legado le puede dejar un padre que está a punto de morir a su hijo? ¿Casas, terrenos, fincas, cuentas en el banco, ganado, empresas? Durante su largo periodo como Rey, David pudo conquistar muchos pueblos, fue capaz de poseer muchos bienes y de llegar a ser un hombre de gran poder. Él sabe que está a punto de morir y, por eso, quiere hacer las siguientes recomendaciones a su hijo Salomón: “Ten valor y pórtate como un hombre. Cumple las ordenanzas del Señor tu Dios, haciendo su voluntad y cumpliendo sus leyes, mandamientos, decretos y mandatos, según están escritos en la ley de Moisés, para que prosperes en todo lo que hagas y donde quiera que vayas”.
¿Qué era lo que más le importaba a David? ¿Qué su hijo se quedará con todos sus bienes o que amara y obedeciera a Dios para que prosperara y donde quiera que se encontrara le fuera bien? Hoy, lamentablemente, muchos padres se preocupan de trabajar y trabajar para ganar dinero y asegurarles la vida a sus hijos con los bienes temporales, pero lo que no les enseñan es amar a Dios, a ser buenas y grandes personas, a servir y a obedecer, a respetar los derechos de los demás y a trabajar para ganarse el pan de cada día. Les enseñan el valor del dinero, pero no el valor del amor, no les enseñan a ser generosos.
Muchos padres consienten a sus hijos, los crían siempre bajo la regla del mínimo esfuerzo, los hacen inútiles, incapaces de superar cualquier adversidad; nunca les enseñan a amar y obedecer a Dios, al contrario, les enseñan a mentir, robar, decir malas palabras, drogarse, hacer tranzas, ser corruptos, llevar una vida desordenada y alejada de Dios. Muchos Padres no les hablan de Dios a sus hijos porque utilizan el argumento de: “el ya está grande, ya sabe lo que hace, que elija lo que quiera”; con este argumento se escudan para decir que pase lo que pase, ellos ya no se hacen responsables de lo que su hijo haga o deje de hacer. En todo esto podemos encontrar el pecado de omisión, porque muchas veces, los padres no hacen lo que les toca hacer con sus hijos: educarlos en el amor a Dios y a los demás.
En el evangelio nos encontramos a Jesús que llama y envía a sus Doce apóstoles a la misión. El concilio Vaticano II afirma: “La vocación cristiana implica como tal la vocación al apostolado. Ningún miembro tiene una función pasiva. Por tanto, quien no se esforzara por el crecimiento del cuerpo sería, por ello mismo, inútil para toda la Iglesia como también para sí mismo”. Los cristianos no podemos huir de los males del mundo, por eso, el venerable Jacinto Vera afirma en una de sus cartas: “El católico de corazón tiene esta grande ventaja, que los males que el mundo clasifica con este nombre, para él son bienes; pues todos los mira y recibe como ordenaciones de Dios. Por consiguiente, sometiéndose con humilde resignación, está en su esfera y logra el adelanto en la virtud cristiana, que es a lo que estamos llamados, durante toda nuestra vida”. Los cristianos, con la gracia y la doctrina de Jesús, nos encontramos en medio de las estructuras temporales para vivificarlas y ordenarlas hacia el creador, con respecto a esto, San Agustín afirma: “Que el mundo, por la predicación de la Iglesia, escuchando pueda creer, creyendo pueda esperar, y esperando pueda amar”. No hay de otra, ¿o somos cristianos porque seguimos a Jesús y estamos dispuestos a ir a la misión para que el mundo sea mejor y para anunciar el reino de Dios, o somos cristianos tibios solo de nombre?
Pero notamos que Jesús a sus apóstoles, les concedió un don, un regalo importantísimo: “poder sobre los espíritus impuros”. Con ese poder les será suficiente para evangelizar. Hoy más que nunca, que vemos cómo el mundo anda en guerra, en crisis de valores, y que el mal se esparce por donde quiera, le tenemos que pedir a Jesús que no deje de conceder ese poder a sus seguidores dispuestos a entregar la vida por amor a su evangelio. ¿De qué poder se trata? ¿Con qué poder capacita Jesús a los doce? ¿Cuál es ese poder que tenemos que pedir a Jesús para evangelizar hoy? Vayamos al texto evangélico, que nos lo dice él mismo:
El Poder de la comunión, es decir, que no fueran solos sino de dos en dos. “Porque ahí donde dos o más se reúnen en mi nombre ahí estoy yo”. Ahí donde hay dos cristianos católicos reunidos en el nombre de Cristo, ahí está la Iglesia de Dios, cuya cabeza es, precisamente Cristo. La comunidad hace la fuerza, y permite que los apostolados se realicen con mayor eficacia. La comunidad es el lugar del diálogo y del silencio (no la mudez), aprendemos a escuchar y a hablar. El diálogo es el poder que destroza los espíritus inmundos del individualismo, de la competitividad, del particularismo, de la xenofobia y del relativismo.
El Poder de la pobreza, contrario a toda deificación de los bienes y del dinero, contrario a todo tipo de egolatrías. La pobreza modera nuestros deseos sin límites, cuya violencia puede llegar a ser voraz y destructiva; aniquila el afán de “quererlo todo, quererlo ya y quererlo al precio que sea” cuyo exponente primero es el consumismo y la adicción que más desencadena es el comprar y comprar sin parar.
El Poder del servicio. “Fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y sanaron a numeroso enfermos, ungiéndolos con oleo”. Para saber servir hace falta aprender a obedecer, no se puede servir si no se sabe obedecer. El servicio es fruto de la sencillez y de la generosidad. Por eso, el que quiera ser el más grande que se haga el más chico de todos, el que quiera ser el primero que se haga el servidor de todos. Vivir sirviendo es la manera de poner y llevar a la práctica el evangelio de Jesucristo, si no vivo para servir, no sirvo para vivir.
 El Poder de la Paz. Lo podemos traducir en tantas expresiones: mansedumbre, ternura, cordialidad, empatía, serenidad, misericordia… Hemos sido enviados para irradiar esa paz. El lenguaje de la hostilidad, de la acusación, del victimismo y de la acepción debe ir desapareciendo de nuestras relaciones y hábitos.
Tengo que considerar que no es Pablo Gómez el que me envía, sino el mismo Jesucristo. Sintámonos enviados por Jesús para seguir anunciando su Reino, tanto de palabra como con las obras. Pidamos a María nuestra madre que seamos capaces de ser como ella, que habiendo escuchado la propuesta del Señor, se enlistó prontamente para obedecerle y hacer su voluntad.

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