Epifanía: El sentido de postrarse ante un bebé
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Carlos Padilla Esteban | Ene 06, 2019
La vida sólo tiene sentido cuando soy capaz de arrodillarme suplicando, agradeciendo, soñando
Epifanía significa manifestación. Jesús se hace visible a los ojos de aquellos que se acercan a Él: “Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón se asombrará”.
Llegan los magos de oriente y comprenden. Su corazón se llena de luz y de esperanza. Los paganos creen, aquellos que no eran judíos. Ellos, extranjeros, vivían esperando la llegada de un rey desconocido.
Tienen el oído abierto y la mente despejada: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”.
Escuchan la voz de Dios en su corazón y se ponen en camino. Llega la luz a sus almas. No temen enfrentarse a la verdad. Son unos buscadores incansables:
“¡Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: – ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”.
Me gusta la actitud de los reyes que se ponen en camino y descubren la luz en medio de la noche. Una sola estrella basta para guiar sus pasos por caminos llenos de polvo. Basta la luz de una sola estrella para comprender el sentido de tanto camino, de tantas noches de dudas, de tantos miedos.
Son fieles en esa búsqueda y no cesan hasta encontrar al rey de reyes. No se desesperan nunca. No se dejan engañar ni pierden la esperanza.
Son fieles a la intuición que hay en su corazón. Buscan el lugar que señala la estrella. Navegan mar adentro. Recorren caminos profundos. Buscan huellas escondidas en el cielo.
Me impresiona tanta sed. Tanto deseo. Tanta luz en sus ojos.
Muchas veces yo me siento seco, pero sin sed. Me encuentro vacío, pero sin hambre. Me veo ciego, pero sin deseo de ver. Es la paradoja de la insatisfacción transformada en hábito. Del desasosiego convertido en costumbre.
Veo que soy un incircunciso de mente y de oído, como gritaba san Esteban ante el sanedrín: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de mente y de oído! ¡Vosotros siempre ofrecéis resistencia al Espíritu Santo!”.
Tengo el alma incircuncisa, es decir, un alma no consagrada a Dios. No le pertenece lo que siento y lo que vivo.
Me veo así, duro en mi entendimiento, duro para obedecer. Quiero manipular la voluntad de Dios para salirme con la mía. Me he tejido mi propio manto de profeta para discernir mi voluntad en la voz de Dios.
Yo decido dónde está Dios oculto. Digo que suelto las riendas de mi vida, pero las retengo. Me resisto al Espíritu Santo. No sé por qué, pero lo hago. No dejo que el Niño desordene mi comodidad.
Digo que soy libre de ataduras, pero me siento esclavo. Me gustaría tener la libertad de los reyes. Lo dejan todo y se ponen en camino. Buscan lo que les falta. El agua que pueda saciar su sed. La luz que pueda iluminar su entendimiento. El calor que pueda calentar su frío del alma.
Me gustan las palabras que hoy escucho: “Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora”.
Quiero dar con la luz que disipe las tinieblas de mi alma. Veo tanta oscuridad en mí y a mi alrededor… Necesito luz.
Los reyes dejan su comodidad para buscar la luz. Necesito comprender todo lo que Dios puede hacer conmigo. Sólo tengo que dejar mi tierra, mis cadenas, mis miedos y ponerme en camino.
Dios quiere que deje la seguridad de mi orilla y me aventure mar adentro. ¿Qué me retiene? ¿Qué me da miedo? Es el miedo a perder, a morir, a vivir inseguro.
Los reyes lo dejaron todo. Eso me enseñan hoy. Para comprender y consagrar su vida a ese Dios pequeño que parecía ser la esperanza definitiva.
Cuesta creer lo que parece imposible. Los reyes lo creen, se postran. Lo han dejado todo esperando ese momento sagrado al pie de una estrella.
Allí, iluminados, encuentran la luz verdadera. Comprenden que todo ha comenzado. Que algo pequeño empieza a cambiar. Los grandes cambios empiezan con movimientos que casi pueden pasar desapercibidos.
Un bebé escondido en un establo. Un bebé que sólo unos pastores y unos sabios descubren en medio de la noche. Tienen el alma consagrada a Dios y por eso pueden descifrar los signos.
Me gusta esa mirada de esperanza en este mundo que vive en las tinieblas. Los reyes ven la luz, se alegran y adoran: “Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron”.
Comprenden y adoran. Se postran ante Dios. ¿Qué han entendido? Que en el misterio de lo humano, de lo pequeño, Dios hace cosas grandes.
Han comprendido que la vida sólo tiene sentido cuando soy capaz de arrodillarme suplicando, agradeciendo, soñando. Eso hacen los reyes. Lo tenían todo y lo han dejado todo por adorar a un niño. Parece un sinsentido.
Como parecía absurdo ver a miles de jóvenes en silencio en una gran sala entonando cantos de Taizé esta Navidad.
Parece tan incomprensible como ese gesto sencillo de reunirse para orar. En silencio. Cantando. Dando gracias.
¿Qué valor puede tener adorar en silencio? ¿Qué sentido tiene postrarse ante un niño tan vulnerable y frágil? “Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra”.
Parece no tener sentido adorar un Dios todopoderoso en un Niño. Pero yo sé que Él salva mi vida y la rescata de la muerte.
¿Dónde está su poder oculto en una cuna, en unos pañales, en un niño y en unos padres tan débiles? ¿Cómo lo protegerán de la muerte?
Adorar significa reconocer el poder oculto del Espíritu Santo en mi vida. El poder que no veo, que no toco. Ese poder que pasa desapercibido a mis ojos que entienden la vida de otra manera.
Los reyes comprenden lo incomprensible. Porque están abiertos a Dios. No han cerrado su corazón a la gracia. Se sienten pequeños y son dóciles. Se dejan hacer por Dios. Se ponen en camino.
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