¿Conoces lo que te impide (a ti) amar?
Aleteia
Carlos Padilla Esteban | Jun 11, 2018
¿Pereza, comodidad, egoísmo, pretensión de querer ser todopoderoso, saberlo todo, controlarlo todo...? Cada uno tiene su herida...
Experimento en mi carne con frecuencia la fragilidad. Me tientan el mal, el demonio, el mundo. Me tientan para no hacer el bien, para no amar.
Es la huella de ese pecado original que me hace nacer dividido, roto por dentro. Adán y Eva fueron tentados. Querían ser como Dios. Poderosos como Él.
No estar sometidos a ninguna ley, a ninguna prohibición. No ser humillados nunca. ¿No es ese a veces el deseo de mi corazón?
Veo en mí la dolorosa huella de esa ruptura tan honda. Quiero ser amado en lo más profundo de mi ser. Pero las decepciones, las heridas, las frustraciones, los fracasos, me han debilitado. Y de esa herida brota mi pecado. Mi discapacidad para amar.
El padre José Kentenich hablaba de esa herida, de esa debilidad que nos recuerda siempre que somos frágiles: “Debemos verificar dónde reside, en lo más profundo, el punto débil de mi naturaleza. Y si lo conozco, entonces sé cómo debo educarme hasta el fin de la vida. Jamás debemos pensar que hemos terminado con nuestra educación. El buen Dios me educa personalmente”[1].
De mi herida de amor brota mi pecado. Como del árbol prohibido. Dejo de hacer lo que es un bien para mí y para otros. Me convierto en esclavo de las seducciones del mundo yendo de un lado a otro como una barca a la deriva.
Me dejo tentar por los vientos que me rozan. Y sigo los rumbos que otros me marcan. Me quiero hacer autónomo y libre de Dios huyendo como Jonás lejos de su alcance.
Comenta el papa Francisco: “Como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal vez nos resistimos a salir de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo, las dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia constante y renovadora”[2].
La tentación de la pereza, de la comodidad, del egoísmo. Como Jonás quiero esconderme en lo más oculto de la ballena donde Dios no me pueda encontrar. O desaparecer de su vista para no hacer lo que Él me pide.
Lejos de los hombres que me abruman con sus exigencias. Lejos del bien que es exigente y pide que dé lo mejor que hay en mí. No quiero vivir en su presencia.
La mayor tentación es querer ser como Dios. Querer ser todopoderoso. Saberlo todo, controlarlo todo.
Huyo a menudo de mí mismo para no encontrarme con Dios. Volcado sobre el mundo me hago infértil. Porque no bebo de la fuente que es Él.
Me asusta una vida en la que se me exija darlo todo hasta el último suspiro. Entregar mi corazón entero, sin restricciones.
Me asusta tener que mantener siempre una actitud misericordiosa y bondadosa con el que más me necesita.
Me tienta más no dar, y guardar para mí. Me tienta vivir sólo para mí y no para los hombres. Permanecer entero, a salvo, antes que romperme y partirme por dentro.
Me duele el alma. Miro en mi interior. Veo mi debilidad más honda. La raíz de mis pecados. Compruebo mi verdadera falta de libertad. Mi miedo a amar hasta el extremo.
La tentación de no depender de nadie y ser más libre, dueño de mi tiempo, de mi vida, de mi descanso. Miedo a amar de verdad. Miedo a mostrarme frágil.
¿Por qué es necesario reconocerme débil ante los hombres? No lo necesito. Puedo vivir aislado dentro de mí. Y ser feliz sin dar a conocer a nadie mi necesidad de dependencia.
No quiero ser hijo. Tal vez sea la fuente de todos mis pecados. Me niego a ser hijo dócil a los deseos de un Padre que me ama. Esa negación mía es fuente de mis pecados.
Me creo que yo solo puedo caminar, puedo luchar, puedo conquistar mares desconocidos. Miro mi alma enferma y me confronto con lo que no puedo hacer. Miro a Dios y me escondo lejos.
Ese temor del hombre a dejarse ver por Dios… Pero si Él ya me conoce. Se me olvida que lo sabe todo.
Y me pregunta: ¿Dónde estás? Y yo le cuento parte de la verdad. O busco excusas que suavicen mi pecado. Endulzo mis faltas. Disimulo mis caídas.
No quiero mostrarme frágil ni siquiera ante quien lo sabe todo. También ante Él justifico lo que hago. Y pienso que Dios lo quiere. Que desea todo eso para que yo sea feliz.
Comer del fruto prohibido. O de ese árbol que me hará ver las cosas como las ve Dios. Y lo primero que compruebo es mi propia desnudez. No logro saberlo todo, pero descubro que estoy desnudo. Que no tengo nada que me haga merecedor de un premio. Que mis méritos no valen nada.
Me duele tanto mi infidelidad… Me escondo con miedo de mí mismo. No estoy vestido. Veo mi pobreza y me asombro, me asusto, me escandalizo. No soy capaz de mirar mi pequeñez con paz.
Entonces escucho la voz de Dios dentro de mi alma. Me dice que me ama como soy. Que ve mi desnudez y la ama. Esa mirada de Dios es la que me sana, la que me salva y me hace capaz de amar. Es lo que quiero.
[1] J. Kentenich, Desiderio desideravi, 1963, conferencia 59
[2] Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate
Comentarios
Publicar un comentario