La fuente de la paz interior
El icono de la Virgen del Silencio fue escrito en el monasterio benedictino de la Isla de San Julio, en el norte de Italia, por encargo del sacerdote capuchino Emiliano Antenucci. Me lo enviaron mientras buscaba la fuente de paz interior.
Los iconos son teología en imagen. “Así como la lectura de los libros materiales permite la comprensión de la palabra viva del Señor, del mismo modo el icono permite acceder, a través de la vista, a los misterios de la salvación”. (Juan Pablo II, Duodecimum saeculum) Se escriben para que cuantos los contemplan y veneran con humildad y devoción, reciban la luz divina, crezcan en el conocimiento y amor de Dios, obtengan la misericordia, la gracia y la liberación de todos los males y sean dignos del reino celestial.
La monja que escribió el icono de la Virgen del Silencio (www.verginedelsilenzio.org), explica que esta imagen nos pone en presencia de la Madre de Dios (las letras griegas inscritas sobre sus hombros, son la abreviación de Mhthp Èeoy, Madre de Dios), como quien presenta a una amiga para que sea también amiga nuestra y se convierta en parte de nuestra vida.
Posando el dedo índice sobre los labios de su pequeña boca, María nos invita a vivir el silencio no sólo como práctica ascética, ni como simple medida disciplinar, o como ayuno de vana palabrería, sino primordialmente como condición para la escucha. María es cavidad habitada, hogar trinitario, templo que porta en sí al Misterio, al Verbo eterno que se hizo hombre para redimirnos. Por eso nos está pidiendo: “¡guarda silencio! porque habla el Silencio.” Así, el silencio de María es profundamente elocuente, todo un canto de alabanza.
La expresión de toda su persona podría definirse como estupor sereno; está extasiada en la contemplación del misterio de la encarnación y de la inhabitación de la Trinidad en su corazón. María, el primer sagrario, escucha y goza en silencio los ecos de Otra voz que custodia en su interior.
De allí el gesto de asombro de su mano izquierda. La veo y escucho a San Juan Pablo IIdecir: «¡Para! –en mí tienes el puerto, en mí está el sitio del encuentro con el Verbo Eterno» (Tríptico Romano, Juan Pablo II)
Una ventana de oro blanco, la aureola y tres estrellas doradas que simbolizan tanto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como la virginidad de María antes, durante y después del parto, evidencian el centro del icono: el rostro de María. La carne de su rostro no tiene una tonalidad rosa, sino dorada. El dorado en la iconografía bizantina representa divinidad, la luz de Dios. Por su proximidad con Dios, María está llena de luz divina y es para nosotros transparencia de la presencia de Dios. El rostro luminoso de la llena de gracia, inhabitada por la Trinidad, nos llama a centrar la atención no en Ella, sino en la Fuente de paz interior, la Trinidad Santa. Su rostro es manantial que desborda gracia: “El que cree en mí, de su interior manarán ríos de agua viva.” (Jn 7, 38-39)
Envuelta en dorado, rodeada de Dios, está como substraída del espacio y del tiempo, indicando así que pertenece al mundo sobrenatural del que es testimonio cercano, tierno y radiante para sus hijos. Las cuatro incisiones sobre la madera en torno al rostro podrían indicar los cuatro puntos cardinales: María, aún perteneciendo al mundo sobrenatural, es una como nosotros y está en nuestro mundo. “Ves la Trinidad si ves el amor”, escribió san Agustín.
Los ojos grandes y una mirada profunda, apacible, fija en el más allá y en nosotros, indican su actitud contemplativa y activa. María es, como su Hijo, contemplativa en la acción y activa en la contemplación. Nuestra Madre del cielo gusta la presencia de Jesús en su corazón y a la par vela por cada uno de sus hijos. Su amor al Corazón de Jesús alimenta su vida interior y su identificación con Cristo Redentor la impulsa a ocuparse de los intereses de Su Reino.
La vida contemplativa, la atención amorosa a la presencia de Dios en su corazón, no la conduce a centrarse en sí misma, sino a vivir regida por la ley del amor: “El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará” (Lc 17, 33). A este propósito nos ayuda el mensaje que dio el Papa Francisco a los seminaristas el 10 de diciembre de 2016: “Para percibir el todo hay que elevar la mirada, dejar de pensar que yo soy el todo de mi vida. El primer obstáculo que hay que superar es el narcisismo. Es la tentación más peligrosa. No todo comienza y termina conmigo, puedo y debo mirar más allá de mí mismo, hasta percibir la belleza y la profundidad del misterio que me rodea, de la vida que me supera, de la fe en Dios que sostiene cada cosa y a cada persona, también a mí”. Es que “el amor es éxtasis, un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí.” (Benedicto XVI, Deus caritas est n.6)
La túnica roja y el manto verde oscuro son los colores con que suele representarse al Cristo Pantocrátor. Ves a María y te acuerdas de Jesús, dices María y te responde un eco: Jesús. En el evangelio de San Juan vemos cómo Jesús se dirige a María con el nombre de Mujer (Jn 2,4; 19,26): pierde su propio nombre, el nombre que le da identidad, porque tiene su identidad centrada en Cristo.
Su brazo derecho cubre el pecho: ¡protege su gran tesoro! Nos enseña que una vez que has encontrado el tesoro o que el tesoro te ha sido revelado, vendes todo lo que tienes y compras aquél campo (cf Mt 13,44) y habiendo dado acogida a Cristo, no puedes arriesgarte a perderlo, no puedes exponerlo al pillaje del mundo. Cueste lo que cueste, hay que retenerlo: “Le asiré fuerte y no le soltaré.” (Ct 3,4)
El manto rojo que cubre su pecho es en partes oscuro y en partes luminoso. Los tonos oscuros pueden dar pie para contemplarla cubierta por la sombra del Espíritu de Dios; cueva, morada, sagrario, espacio que recibe, abraza y atesora la presencia de Cristo en la intimidad. Los tonos luminosos la califican como custodia que muestra y expone a Cristo Luz del mundo. Cuando la contemplas con una mirada de fe, intuyes que un resplandor especial sale desde el centro de la zona pectoral: ¡allí se aloja la Trinidad!
Los pliegues del manto son noticia que propaga la Palabra eterna que la habita y que despliega. El Espíritu Santo trabaja en Ella y en nosotros a través de Ella: “Sopla en mi huerto y que exhale sus aromas (Ct 4,16). Primero acoge, escucha, medita la Palabra en su corazón, y luego es la voz que comunica: María la voz silenciosa, Cristo la Palabra. Me gusta leer en este mismo sentido la orla del manto que como Río de Vida desciende a través de la Virgen María para entregarnos a Jesús. El Río es el Espíritu Santo, el Agua viva es Cristo, María es el cauce del Río.
María es madre, fuente de vida eclesial, porque está llena de Vida. Dios la ama tanto que la colma de gracias y de fecundidad: “Voy a regar mi jardín, voy a rociar mis flores” ¡Y he aquí que mi arroyo se convirtió en un río, y mi río, en un mar!” (Eclesiástico 24,31) Ella, Madre dolorosa que nos adopta como hijos en el Calvario, sabe bien que el secreto de su fecundidad reside en su interior: “¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche! Aquella eterna fonte está escondida. ¡Que bien sé yo do tiene su manida aunque es de noche! (San Juan de la Cruz)
El manto rojo es como una tienda: María, es la tienda del encuentro con Cristo. El rojo simboliza al amor, al fuego del amor, al Espíritu Santo que la cubre con su sombra y de frágil y pobre zarza de Nazaret, la convierte en tabernáculo que arde sin consumirse.
El color verde de la túnica indica vida, lozanía, fertilidad, fuerza interior, origen de toda renovación espiritual. Es símbolo del Espíritu Santo: la Eterna Primavera. María es preciosa a los ojos de Dios, su hija amada en quien se complace. La vemos diciendo: “Entre mi amado en su jardín, y coma sus frutos exquisitos.” (Ct 4,16) Y Dios responde: “He entrado en mi jardín, hermana y novia mía, he recogido mi mirra y mi bálsamo.” (Ct 5,1) Y de nuevo María: “Mi amado ha bajado a su jardín, al plantel de balsameras, a deleitarse en el jardín, a recoger sus rosas.” (Ct 6,2) El jardín del Padre es el corazón del hombre que perdió en el paraíso y lo reconquistó primero en María, la nueva Eva, y luego en nosotros por los méritos de la pasión de Cristo: “Esta tierra que desolada ha venido a ser como huerto del Edén.” (Ez 36,35)
El jardín del Padre es el Reino de Cristo que está dentro de nosotros. (Cf Lc 17,21) ¡Qué largo y fatigoso camino ha tenido que recorrer Nuestro Señor para recuperar el jardín del corazón humano como espacio reservado para la intimidad divina! El Padre está dispuesto a pagar cualquier precio para volver a pasear con sus hijos en el mismo corazón de sus hijos.
Ese jardín está regado por “el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles.” (Ap 22,1-3) Cuando el icono de la Virgen del Silencio nos presenta a María de pie, vestida de verde y de rojo, nos la está mostrando como un árbol de Vida cuajado de frutos y de hojas medicinales y nos dice: esa es también tu identidad, tu vocación y misión. Cultiva la vida de gracia, nútrete de la Palabra de Dios y de la Santa Eucaristía, mantente siempre de pie, persevera en la vida de oración y también tú serás árbol de Vida.
María nos alerta que si queremos complacer a Dios, tener vida y ser fecundos, hemos de ser como árbol plantado al borde del Río (Sal 1,3) y por ningún motivo dejarlo a Él, fuente de agua viva, para cavarse cisternas agrietadas que no pueden retener el agua. (Cf Jer 2,13) El que está prendado de la Fuente, mantiene el corazón en vela, como las vírgenes prudentes (cf Mt 25, 1-13), y reconoce la presencia y la voz del amado: “Estaba durmiendo, mi corazón en vela, cuando oigo la voz de mi amado” (Ct 5,2) Si no, está expuesto al canto de otros ríos seductores cuyas corrientes pueden arrastrarle y provocar tristeza en el corazón del Padre: “Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella, y además excavó en ella un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agraces. Ahora, pues, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, venid a juzgar entre mi viña y yo: ¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces?” (Isaías 5,1-4)
La mano izquierda de la Virgen del Silencio, además de hacer un gesto de asombro está diciendo también: detente. “Paraos en los caminos y mirad, y preguntad por los senderos antiguos, cuál es el camino bueno, y andad por él, y encontraréis sosiego para vuestras almas.” (Jer 6,16) La orla del manto puede evocar también el camino de la vida, que no es siempre recto, pero si vamos con María y avanzamos imitándola en su ofrenda heroica al servicio de Dios y de la Iglesia, vamos seguros: “¿No estoy aquí yo que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?” (Palabras de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego). Que con ella y como ella, tomemos el camino recto y sigamos al Cordero dondequiera que vaya. (Cf Ap 14,4)
Cuando no veas por dónde seguir adelante en el camino, cuando estés demasiado cansado de andar por el desierto, ora más (ve los oídos de María cubiertos de verde, atenta a la voz interior del Espíritu Santo), cubre tus oídos de la multitud de cálculos y pensamientos humanos, pide a María que te ayude a silenciar también tus miedos y tus inseguridades y, escuchando con apertura la voz del Espíritu Santo, sigue sus pasos con docilidad, guiándote siempre por el principio del mayor amor.
Hoy Dios sigue mendigando con hambre y sed el amor de sus hijos: “He aquí, se detiene detrás de nuestro muro, mirando por las ventanas, atisbando por las celosías.” (Ct. 2,9) “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.” (Ap 3,20) Todos queremos estar en el banquete de las bodas del Cordero (Cf Ap 19,7-10) en que María está soñando despierta, sigamos pues el camino que nos muestra la esclava del Señor, siendo todo acogida del Don de Dios y ofrenda generosa.
El icono de la Virgen del Silencio puede servir de inspiración para orar en tiempo de Adviento, también puede ser escuela de oración que nos enseña a escuchar y meditar la Palabra de Dios, nos exhorta a buscar espacios de silencio y soledad junto a Cristo Eucaristía, dulce compañero en el desierto de la vida, ungüento que sana las heridas, caricia que alivia el sufrimiento, faro de luz que nos muestra el camino cuando no acertamos a discernir la voluntad de Dios.
Ojalá pasemos mucho tiempo orando delante de esta imagen y que, como la monja que la escribió, podamos decir: “He trabajado mucho tiempo en Ella, más por el deseo de estar con Ella que por el resultado esperado.”
* * *
Consagración a la Virgen del silencio
(Escrita por el Hermano Emiliano Antenucci)
Oh María, Virgen y Madre del silencio,
te consagro toda mi vida.
Dígnate imprimir en mi corazón el rostro de tu Hijo Jesucristo
que murió y resucitó por mí.
Al anuncio gozoso del ángel tú dijiste: “hágase en mí”,
en las bodas de Caná me enseñaste a hacer todo lo que dice el Señor;
bajo la cruz me diste ejemplo de unión a Jesús obediente al Padre.
Virgen del silencio, canal de gracia,
dame cada día la fuerza de una sincera conversión
y de una vocación estable.
María, rocío de la Belleza divina,
hazme una obra maestra de santidad
realizada al caro precio de la sangre de Cristo.
Oh María, catedral del silencio,
haz que resuene en mí esta oración:
“No tengas miedo, porque tú eres mi hijo y eres amado por el Padre celestial.”
Santa María, ancla de salvación, puente entre el cielo y la tierra,
guíame junto con los ángeles y los santos
a construir el Reino de Dios en la tierra,
para que pueda vivir en constante presencia de la Santísima Trinidad
y desear para los demás y para mí mismo
la paz y el gozo sin fin de la Jerusalén celestial.
Amén.
Autor, P. Evaristo Sada L.C
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