El Evangelio del sufrimiento


El Evangelio del sufrimiento

Reflexiones al hilo de la Carta Salvifici doloris de Juan Pablo II 


Por: José Miguel Granados Temes | Fuente: archimadrid.es 



El sufrimiento es ineludible en la vida de todo hombre. Acaba apareciendo en una u otra de sus innumerables formas, amenazando las ansias de una vida feliz. La pregunta por su sentido se hace con frecuencia dramática: ¿por qué este dolor, esta injusticia, esta crueldad, esta muerte…? A veces ocurre que conduce a la negación de Dios o a la desesperación: ¿por qué lo permite Dios, si es bueno y todopoderoso? Y en el fondo todos intentan evitar el absurdo del sufrimiento y encontrarle algún sentido. 

La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento. La Revelación enseña que la causa última de los males es el pecado, el rechazo de Dios, fuente de todo bien. Muchos de los males que padecemos los provocamos los hombres. Pero otros no tienen explicación: ¿acaso el mundo y el hombre están mal hechos, son una equivocación de Dios? Job, el justo duramente probado, plantea el misterio del sufrimiento de los inocentes, y refuta la explicación simplista de que sea un castigo divino. Pero, aun en medio de sus padecimientos y perplejidades, este justo no reniega de Dios, sino que confía plenamente en Él.

Jesús, al acercarse a los miserables, manifiesta la compasión del Padre eterno hacia sus hijos atribulados. Él, siendo por completo inocente, abrazó libremente la Cruz en obediencia al Padre. Para mostrarnos la gravedad tremenda de nuestros pecados, que Él cargó como Cordero sacrificado. Y, sobre todo, para demostrarnos la profundidad sin límites del Amor de Dios por nosotros. En Cristo crucificado el enigma del sufrimiento se convierte en cauce de salvación y de vida eterna.


La dignidad del que sufre

La Pasión del Hijo de Dios está abierta a ser participada por todo el que padece. María fue la primera en compartir la Pasión redentora de su Hijo. En la buena nueva paradójica de las bienaventuranzas Jesús anuncia la felicidad eterna de los que ahora están crucificados con Él. Se trata de una alegría hondísima, indestructible, que —en medio de las penalidades— comienza ya en la existencia terrena, porque se vive en un abandono total en las manos amorosas del Padre, como vivió Jesús. Se entiende que las penas en realidad son diminutas y pasajeras en comparación con el tesoro de gloria que nos espera. Además, los manantiales de la gracia divina a favor de la Iglesia y del mundo brotan de la debilidad de los que sufren en unión de amor con Cristo. La necedad del sacrificio de la propia vida por amor de Dios —hasta el límite del martirio— ha sido siempre considerada en la Iglesia como la acción evangelizadora más eficaz.

Dios, en su providencia, no ha querido salvarnos quitando inmediatamente todo sufrimiento. Ha preferido hacerse compañero nuestro en el sufrir y padecer Él mismo con nosotros, para amarnos mediante el sufrimiento y convertirlo así en instrumento de salvación. Mirando al Crucificado ya nadie puede creerse en sus angustias incomprendido u olvidado por Dios. Así nos ha demostrado que nos ama con locura. Y, por decirlo con una imagen, ha inyectado en nuestro cáncer la vacuna de su Amor que todo lo hace nuevo. El máximo poder se manifiesta en la potencia divina para sacar de lo peor lo mejor. Es el milagro de amor que cambia el pecado en arrepentimiento y la muerte en resurrección. Como la flor que brota hermosa en el estercolero. Para los que se dejan transformar por el amor de Dios todo es para bien.

A través de nuestras pruebas el Señor nos va ayudando para que nos convirtamos de nuestros pecados, dejemos de vivir en la superficialidad falsa y entremos con Él —tras romper la cáscara— en la meollo del sentido de nuestra vida. Es —como decía C.S. Lewis— la terapia dolorosa que necesitamos. Así les ocurrió, por ejemplo, a Francisco de Asís, a Ignacio de Loyola o a Edith Stein. Quizá pueda decirse que Dios siempre actúa así. Como explicaba José María Escrivá, en la fragua ardiente del amor de Dios el Espíritu santificador nos limpia de escoria, nos acrisola para forjarnos un corazón nuevo. Hacen falta golpes de cincel para que ese mismo Artista maravilloso forme en nosotros la imagen de Cristo crucificado y lleno de gloria.

Además, a la luz del evangelio del buen samaritano y del juicio final, Jesús nos enseña que, en el programa mesiánico del Reino de Dios, el mundo del sufrimiento tiene otra finalidad capital: invocar al mundo del amor. Se esconde un misterio de valiosísima dignidad en el que sufre y en el que se le acerca. Ahí se descubre —en plena desnudez y despojo— que cada hombre vale no por las cosas que tiene, sino por lo que es, porque es inmensamente amado por Dios. Jesús crucificado se halla misteriosamente presente en toda persona que sufre. Y el mismo Jesús, mediante todo discípulo suyo que vive el Evangelio de la misericordia, quiere seguir acariciando con su amor compasivo a cada persona que llora en su desconsuelo.

Por tanto, en Jesucristo compasivo con los que padecen, crucificado por nuestra salvación y resucitado para darnos vida, el enigma del sufrimiento humano se transforma en la máxima manifestación y comunicación en el mundo del Amor infinito de Dios. El sufrimiento, convertido por Cristo en amor, es evangelio, anuncio jubiloso. Suscita, en quien lo entiende, gratitud y esperanza.

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