La eutanasia de la razón
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Una vez más, con la reciente exhibición pornográfica de una muerte en directo, tenemos la ocasión de comprobar los desbarajustes y delirios en que puede incurrir el juicio humano cuando dimite de la razón teórica, que es la capacidad humana para alcanzar principios y verdades universales (como la razón práctica es la capacidad para aplicar esos principios al caso concreto). La calamidad mayor de nuestra época consiste en negar la existencia de principios y verdades universales, lo que anula el juicio de la razón teórica; de este modo, desprendida de la savia que le da sustento, la razón práctica sucumbe al caos y chapotea en el lodazal del más burdo y pringoso emotivismo.
Quienes desean que el juicio humano chapotee en este lodazal pretenden que contra un supuesto «derecho a la eutanasia» sólo se alzan «creencias religiosas». Pero lo cierto es que no hacen falta tales creencias para alcanzar los principios que los emotivistas desean oscurecer. La razón teórica nos enseña que ningún principio puede esgrimirse como fundamento de su destrucción. Hasta Kant, el filósofo que erigió la voluntad humana en legisladora, señalaba que la voluntad no puede disponer de la propia vida, pues de este modo se niega a sí misma y se autodestruye. Y Stuart Mill nos recordaba que no hay mayor enemigo de la libertad personal que quien la ejerce para suprimirla: enarbolar la libertad para matarnos o proclamarnos esclavos es un completo dislate filosófico.
La razón teórica nos enseña también que es un dislate jurídico. Pues todo derecho se configura mediante la existencia de una obligación correlativa. Si hablamos, por ejemplo, de un «derecho a la educación» es porque hay alguien obligado a educar; si hablamos de un «derecho a la vida» es porque hay un deber de no matar; y así sucesivamente. Si afirmamos la existencia de un «derecho» al suicidio asistido estamos afirmando que hay alguien obligado a matarnos. Pero esto es un completo dislate jurídico: no hay nadie obligado a matarnos, mucho menos un familiar o un médico, que están obligados a cuidarnos (y tampoco, desde luego, el Estado, cuya obligación es velar por la vida y la salud de sus súbditos). A la postre, al reparar en la naturaleza de ese sedicente «derecho», descubrimos que no es un ejercicio de la voluntad propia, sino la imposición de una voluntad sobre otra. O bien el enfermo impone su voluntad sobre un médico o familiar; o bien el familiar o médico imponen su voluntad sobre un enfermo que ya no puede ejercerla, o la tiene viciada por el sufrimiento.
Este necesario y previo juicio de la razón teórica no estorba, sin embargo, que luego la razón práctica, descendiendo a los casos concretos, decida atenuar la responsabilidad de quien auxilia a un enfermo en su suicidio, en atención a las circunstancias. Y, en atención a las circunstancias, podrá también agravarla; pues hay quienes disfrazan su egoísmo con la máscara de la falsa compasión, que incluso exhiben y filman pornográficamente, para que lloriqueen las masas cretinizadas.
Y, en fin, estas exhibiciones, además de anular el juicio de la razón teórica y de zambullirnos en el barrizal del emotivismo, instilan el desánimo en quienes sufren con entereza penosas enfermedades y en quienes se encargan de cuidarlos. Si lo que se muestra en estas exhibiciones lo calificamos de «muerte digna», estamos admitiendo que sobrellevar el dolor y resistir la tentación del suicidio, esforzarse por seguir viviendo y por cuidar a quien sufre son «indignidades» propias de idiotas. Y así, inevitablemente, quienes profesan esta forma de callado coraje se convierten en lastres que las masas cretinizadas desprecian, mientras lloriquean con la falsa compasión de los pornógrafos.
Publicado en ABC.
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