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El amor abusivo exige cambiar siempre, en cambio el respetuoso reverencia la grandeza ajena

Uno no decide enamorarse, elegir a alguien. Simplemente sucede. El deseo de conquistar. El anhelo de ser conquistado. Y luego el amor se va cuidando. O el amor va cuidándole a uno.
Y entonces dejo de agradecer el amor que siento, el que recibo, el que entrego. No me cuestiono mi forma de amar y ser amado.
Decía José Kentenich: Lo dominante debe ser el amor, no el temor. Lo dominante debe ser la magnanimidad, no la humildad acentuada en demasía[1].
Quiero confiar en la persona que me quiere. Quiero ser confiado, no sumiso. Porque la sumisión me habla de abuso de autoridad.
Me duelen esas relaciones en las que hay más temor que amor, más sumisión que confianza. Me duelen esas relaciones que pueden llevar a la violencia, o a la distancia.
Si el amor no saca lo mejor de mí, lo más verdadero, lo más mío, no es un amor sano. El que me ama está llamado a hacer de mí una mejor persona.
Pero si su amor abusivo me exige cambiar siempre, o ser distinto, acabaré viviendo de forma sumisa.
No seré yo, tendré miedo y no expresaré mis opiniones, no me atreveré a pensar de forma distinta. El amor no se impone, sólo se ofrece. El amor no presiona. Se abre, se entrega.
El amor no exige un amor semejante. Sólo se da. El amor que yo quiero es como el que veo en Jesús. Un amor que levanta al caído y sostiene al roto. No un amor que busca ser servido.
Dice el Padre Kentenich: El amor noble va siempre acompañado de reverencia profunda, fervor delicado, respeto, entrega fiel; el amor noble sabe brindarse con calidez y preservarse con firmeza. Respeto es reverencia ante la grandeza ajena[2].
Un amor así es el que enriquece. Un amor que se arrodilla ante la persona amada. Elevando su dignidad. Sanando sus heridas de amor que son profundas.
El amor humano llega en Jesús a su máxima expresión. Es el amor que escucha, acoge, perdona, sostiene, admira, calma.
Ese amor es el que yo quiero en mi vida, siempre. Un amor noble que saca lo mejor de la persona amada.
 

[1] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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