María, la misionera de la Alegría: Comentario 08 de Noviembre del 2018
Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Parroquia Santa Marìa de los Ángeles
“Ante tu imagen sagrada, oh Virgen de los Treinta y
Tres, todo el pueblo del Uruguay, que te reconoce como Madre y Patrona, con
inefable gratitud, te aclama Maestra de su fe… Te ofrezco y pongo bajo tu
amparo la Iglesia entera del Uruguay… Que toda la Iglesia del Uruguay, bajo tu
valiosa ayuda y ejemplo, trabaje sin descanso por implantar el evangelio de las
bienaventuranzas, garantía de libertad, de progreso, de paz” (Juan
Pablo II, 8 de Mayo de 1988).
Al
oír María el anuncio del ángel, llena de gozo y sin demora, partió hacia las
montañas, no porque dudara de las palabras del ángel, sino porque se sentía
impulsada por el deseo de cumplir un deber de piedad, anhelante de prestar sus
servicios y presurosa por la intensidad de su alegría. Como fruto de la
aceptación de la voluntad de Dios, el primer gesto de servicio en María es la
caridad. “Presurosamente partió María”. Cuando se ama nunca se deja de servir,
y al descubrir los beneficios que aporta el servicio, este no puede dejarse
para después. María es portadora de una gran alegría, ella lo sabe y no quiere
perder tiempo para que se manifieste lo que Dios ha hecho con ella.
María
es la misionera de la Alegría, portadora de una alegre noticia, del Evangelio
encarnado en su seno. Ella es el ejemplo de todo cristiano que ha recibido la
Palabra de Dios pero que no sabe qué hacer con ella. María la acoge, primero en
su corazón y después en su seno y, luego, la comparte con los demás, la da a
conocer a los demás, y eso es lo mejor que también podemos hacer nosotros, para
que también en los demás se suscite la vida y la Esperanza, la Alegría y la
Paz. Por eso, alguien que ha experimentado esta Alegría del evangelio no
debería quedarse cruzado de brazos, en el sillón, en el salón o en el Spa como
tantas veces nos lo ha dicho el Papa Francisco, sino que debería ir al
encuentro del otro con urgencia, de prisa, para contagiar esa misma felicidad.
María
es la mujer que ama mucho, es la enamorada de Dios. Este amor empuja a la
Virgen a ir en busca de Isabel, para servirla y cantar llena de alegría y
agradecimiento la misericordia que Dios ha tenido al enviar al Salvador
fijándose en ella, su humilde esclava. Y es que el secreto de la alegría de María consiste en saberse favorecida y
amada por Dios, pero también en el ponerse al servicio de los demás. No hay
otro secreto para salir de la tristeza que amar mucho: servir, servir a Dios, servir a la Iglesia, servir a la familia, a
los amigos, servir a todos. Nuestra vida tendría que ser una agenda de
servicios. Si servimos a los demás hay alegría, pero si no, nos encerramos en
nosotros mismos, en nuestro egoísmo, en nuestro propio mundo narcisista. Nos
comenzamos a preocupar por nuestra imagen externa: por mi ropa, por mi cabello,
por mi casa, por mi auto, por mi dinero, sólo “por lo mío” y sacamos de nuestra
vida a los demás. Quien vive así, tiene muchas probabilidades de caer en la
depresión y en la soledad, en el vacío y en el fastidio de la vida. El egoísmo engendra
la depresión y la muerte. Por el contrario, el amor servicial fabrica la vida y
la felicidad. El antídoto, entonces,
contra la depresión se llama servicio porque hay más alegría en dar que en
recibir. El servicio atento, amable, y hecho con alegría dignifica y crea, da
vida y se convierte en testimonio para los demás.
El
mensaje cristiano se llama “Evangelio”, es decir, “buena noticia”, un anuncio
de alegría para todo el pueblo; la Iglesia no es un refugio para gente triste,
la Iglesia es la casa de la alegría. Y quienes están tristes encuentran en ella
la alegría, la verdadera alegría. Una alegría que encuentra su razón de ser en
el saberse acogidos, amados y enviados por Dios. Jesús es nuestra Alegría. Por
ello, cuando un cristiano está triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús.
Entonces, no hay que dejarle solo. Debemos rezar por él y hacerle sentir el
calor de la comunidad.
Todos los uruguayos vivan en armonía y concordia,
conscientes de ser hijos de Dios y hermanos en Cristo, sellados por el mismo
Espíritu, miembros de la misma Iglesia e hijos tuyos, Madre del Redentor. Amen (Juan
Pablo II, 8 de Mayo de 1988).
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