“La Asunción de la Virgen María”: Comentario 15 de Agosto del 2018
Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Texto
tomado: De la Constitución apostólica Munificentissimus
Deus del papa Pío doce.
(AAS
42 (1950), 760-762. 767-769)
Los
santos padres y grandes doctores, en las homilías y disertaciones dirigidas al
pueblo en la fiesta de la Asunción de la Madre de Dios, hablan de este hecho
como de algo ya conocido y aceptado por los fieles y lo explican con toda
precisión, procurando sobre todo hacerles comprender que lo que se conmemora en
esta festividad es no sólo el hecho de que el cuerpo sin vida de la Virgen
María no estuvo sujeto a la corrupción, sino también su triunfo sobre la muerte
y su glorificación en el cielo, a imitación de su hijo único Jesucristo.
Y
así, San Juan Damasceno, el más ilustre transmisor de esta tradición,
comparando la asunción de la Santa Madre de Dios con sus demás dotes y
privilegios, afirma, con elocuencia vehemente:
<<Convenía
que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara
su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía
que aquella que había llevado al creador como un niño en su seno tuviera
después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había
desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto
a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor,
del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a
la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su
Hijo y que fuera venerada por toda creatura como Madre y esclava de
Dios>>.
Según
el punto de vista de San Germán de Constantinopla, el cuerpo de la Virgen
María, la Madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo, porque
así lo pedía no solo el hecho de su maternidad divina, sino también la peculiar
santidad de su cuerpo virginal:
<<Tú
según está escrito, te muestras con belleza; y tu cuerpo virginal es todo él
santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento
de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su condición humana,
sea transformado en cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y
sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta>>.
Otro
antiguo escritor afirma:
<<La
gloriosa Madre de Cristo, nuestro Dios y salvador, dador de la vida y de la
inmortalidad, por Él es vivificada, con un cuerpo semejante al suyo en la
incorruptibilidad, ya que Él la hizo salir del sepulcro y la elevó hacia sí
mismo, del modo que Él solo conoce>>.
Todos
estos argumentos y consideraciones de los santos Padres se apoyan, como en su
último fundamento, en la Sagrada Escritura; ella, en efecto, nos hace ver a la
Santa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo divino y solidaria siempre de
su destino.
…Así
como la gloriosa resurrección de Cristo fue la parte esencial y el último
trofeo de ésta victoria, así también la participación que tuvo la Santísima
Virgen en esta lucha de su Hijo (contra el enemigo infernal: pecado y muerte) había
de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal, ya que como dice el
mismo Apóstol: Cuando esto mortal se
vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la Palabra escrita: <<La
muerte ha sido absorbida en la victoria>>.
Por
todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de modo arcano, desde
toda la eternidad, por un mismo y único decreto de predestinación, inmaculada
en su concepción, virgen en su divina maternidad, asociada generosamente a la
obra del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sus
consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos sus
privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y, a
imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria
celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el Rey
inmortal de los siglos.
“En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a
María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña
el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la
amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada
día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan
pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos
indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera
Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios”. Homilía de Benedicto
XVI (2010).
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