El abrazo de la misericordia divina: Comentario 16 de Agosto del 2018
Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra,
Parroquia Santa Marìa de los Ángeles
El
perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no
puedo decir: “me perdono los pecados”. El perdón se pide a otro, y en la
Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros
esfuerzos, si no que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena
de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del
corazón abierto de par en par de Cristo resucitado. Sólo si nos dejamos
reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar
verdaderamente en la paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando
vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza; y cuando
recibimos el perdón de Jesús estamos en paz, con la paz que sólo Jesús puede
dar.
Es
en la comunidad cristiana donde se hace presente el espíritu, quien renueva los
corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en
Cristo Jesús. He aquí entonces, porque no basta pedir perdón al Señor en la
propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y
confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración
de éste sacramento (reconciliación), el sacerdote no representa solo a Dios,
sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus
miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él,
que le alienta y acompaña en el camino de conversión y maduración humana y cristiana.
Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios
<<perdóname>>, y decir tus pecados, pero nuestros pecados son
también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello, es necesario pedir
perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote. <<Pero
padre, yo me avergüenzo…>>. Incluso la vergüenza es buena, es salud tener
un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no
tiene vergüenza es, sencillamente, un sin vergüenza. Pero incluso la vergüenza
hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con
ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de
vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al
sacerdote estas cosas, que tanto pasan a mi corazón. Y uno siente que se
desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la
confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas
cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la confesión sale
libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la
confesión!
Es
por eso que, celebrar el sacramento de la reconciliación significa ser
envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del
Padre. Recordemos la parábola del hijo que se marcho de su casa con el dinero
de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió
volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta
vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir
perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Por eso,
cada vez que nos confesamos, Dios está dispuesto a perdonarnos y nos abraza,
Dios hace fiesta y así, nosotros junto con Él.
Esta
misma gracia conferida en el sacramento de la reconciliación, donde
experimentamos el perdón de Dios, nos capacita para que también nosotros
vayamos y perdonemos a nuestros hermanos, y así, la fiesta sea completa. Pedro
pregunta cuántas veces se debe perdonar. Pero sin darle tiempo a Jesús de
responder, y queriendo hacer alarde de su generosidad, él mismo se contesta:
“siete veces”, pero Jesús le contesta que no solo siete veces, sino hasta
“setenta veces siete”, es decir, siempre. En la ley de Cristo, una generosidad
que tiene límites no es generosidad: hay que perdonar y volver a perdonar
siempre.
Es
muy importante tener la capacidad de perdonar para vivir en paz con Dios y los
hombres. El que no tiene esta capacidad está continuamente amargándose la vida.
Es propio de una persona madura y cristiana saber perdonar. Se diría que la
madurez de una persona se mide por la capacidad de perdón que tiene. Dios, por
ser infinitamente justo, es infinitamente misericordioso, perdona sin límites,
y quiere que los hombres nos esforcemos por imitarlo en las relaciones con el
prójimo. Al hacer constatar cómo las deudas son siempre mayores que los
créditos, Jesús pide actuar con sensatez y misericordia para poder perdonar, si
no se quiere el rechazo eterno de Dios Padre.
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