Sólo por el Bautismo somos Hijos de Dios
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El Cardenal Burke publicó un artículo en la Brújula Cotidiana [1] el pasado 16 de febrero, en el que señalaba lo siguiente:
“Una manifestación alarmante de la actual cultura de la mentira y la confusión en la Iglesia es la confusión sobre la propia naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo. Hoy escuchamos cada vez más a menudo que todos los hombres son hijos de Dios y que los católicos tienen que relacionarse con las personas de otras religiones y de ninguna religión como si fueran hijos de Dios. Ésta es una mentira fundamental y fuente de una de las confusiones más graves.
Todos los hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero desde la caída de nuestros primeros padres, con la consiguiente herencia del pecado original, los hombres sólo pueden llegar a ser hijos de Dios en Jesucristo, Dios Hijo, a quien Dios Padre envió al mundo para que los hombres volvieran a ser sus hijos por medio de la fe y el Bautismo. Sólo a través del sacramento del Bautismo nos convertimos en hijos de Dios, en hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito. En nuestras relaciones con las personas de otras religiones o sin religión ninguna debemos mostrarles el respeto que merecen quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero, al mismo tiempo, debemos dar testimonio de la verdad del pecado original y de la justificación por el Bautismo. De lo contrario, la misión de Cristo, su encarnación redentora y la continuación de su misión en la Iglesia carecen de sentido.
No es cierto que Dios quiera una pluralidad de religiones. Envió a su único Hijo al mundo para salvar al mundo. Jesucristo, Dios Hijo Encarnado, es el único Salvador del mundo. En nuestras relaciones con los demás, debemos dar siempre testimonio de la verdad sobre Cristo y la Iglesia, para que los que siguen una religión falsa o no tienen religión alguna reciban el don de la fe y busquen el Sacramento del Bautismo.“
Algo muy grave está pasando en la Iglesia cuando a uno le reconforta tanto que un pastor cumpla con su obligación de confirmar en la fe a su grey; cuando alguien dice lo que hay que decir: lo evidente.
A mí me consuela y me confirma que lo que yo mismo he escrito repetidas veces no iba desencaminado:
Non possumus (7 de febrero de 2021)
Hoy en día se está extendiendo un error respecto a la noción de la fraternidad, una fraternidad que se sitúa por encima de todas las filosofías y de todas las religiones, fundada en la simple noción de humanidad, englobando así en un mismo amor y en una igual tolerancia a todos los hombres con todas sus miserias, tanto intelectuales y morales como físicas y temporales.
La doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones erróneas, por muy sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o practica ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejoramiento intelectual y moral, no menos que en el celo por su bienestar material. Esta misma doctrina católica nos enseña también que la fuente del amor al prójimo se halla en el amor de Dios, Padre común y fin común de toda la familia humana, y en el amor de Jesucristo, cuyos miembros somos, hasta el punto de que aliviar a un desgraciado es hacer un bien al mismo Jesucristo.
No hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana, que por amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres, para ayudarlos a todos y para llevarlos a todos a la misma fe y a la misma felicidad del cielo.
El Reseteo Global y el Nuevo Paradigma (26 de noviembre de 2020)
Cuando todos vivamos unidos a Cristo, cuando todos formemos parte del Cuerpo Místico de Nuestro Señor; cuando todos seamos hechos hijos adoptivos de Dios Padre por el bautismo, hijos en el Hijo: entonces seremos todos verdaderamente hermanos. Hasta entonces, quienes viven en pecado mortal, quienes no obedecen la Ley de Dios, en lo que pueden ser hermanos es en el pecado, en la oscuridad, en las tinieblas, en la esclavitud del Príncipe de la Mentira. Ese es el grave error de quienes predican falsas fraternidades: que se olvidan del pecado y de la necesidad de redención de ese pecado. Y el único Redentor es Cristo. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hechos, 4, 12).
Pero no son hermanos… (11 de octubre de 2020)
Según San Pablo, hermanos somos los miembros de la Iglesia, todos aquellos que formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo. Los de fuera no son nuestros hermanos: a ellos los juzgará Dios. Y a los de dentro, a los que llamándose hermanos son impuros, borrachos, idólatras, ultrajadores o ladrones, San Pablo nos exhorta vehementemente a que los arrojemos lejos de nosotros.
No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas - no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.
Dice el Señor:
¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. (Mateo 12, 49-50)
Los hijos de Dios somos los bautizados. Los que hemos sido revestidos de Cristo y hemos nacido de nuevo por el agua y del Espíritu. Esos son mis hermanos: los que quieren cumplir la voluntad de Dios, los siervos del Señor. Un asesino y un mártir se parecen: ambos son seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios. Pero no son iguales: no son hermanos. Uno ha cometido un pecado mortal muy grave y se irá al infierno, si no se conviete a tiempo; y el otro es un santo que ha llegado a la gloria celestial al derramar su sangre por Cristo.
Contra el Comunismo (4 de octubre de 2020)
Un pseudo-ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad aderezado por un misticismo falso: he ahí una definición certera del comunismo. Es todo mentira. Es una doctrina engañosa que atrae y engatusa ofreciendo una falsa redención puramente inmanente. Para ellos, no hay vida eterna, no hay más Salvador que Lenin, Xi Jinping o el Coletas. Ellos acabarán con todos los males que nos afligen y nos traerán la felicidad comunista a esta tierra, a este mundo.
No hay otro Salvador que Nuestro Señor Jesucristo. “Que venga a nosotros su Reino". La verdadera fraternidad es la de los Hijos de Dios, miembros de Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Nuestro único Rey es Cristo: suyo es el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Y ante el Nombre del Señor, toda rodilla se ha de doblar en el Cielo, en la Tierra y en el Abismo y toda lengua ha de proclamar que Cristo es el Señor para Gloria de Dios Padre.
Diferencias Religiosas, Ecumenismo, Fraternidad Universal… (23 de enero de 2020)
Yo voy a decir varias cosas con claridad:
1.- La única religión verdadera es la católica. No hay salvación fuera de la Iglesia Católica (Este es un dogma y los dogmas se pueden profundizar pero no cambiar su sentido: no evolucionan ni se derogan). No hay otro Salvador que Jesucristo.
2.- No todas las religiones son iguales ni todas conducen a la salvación. No da igual una religión que otra.
3.- El único ecumenismo posible es la conversión de todos los herejes a la única fe verdadera que es la que proclama la Santa Iglesia Católica. No caben transacciones, consensos ni negociaciones entre la verdad y el error.
4.- Todas las religiones, todos los pueblos, todas las naciones deben subordinarse a la soberanía de Cristo Rey: de ahí surgirá la verdadera fraternidad. Pío XI lo dejaba claro en Quadragesimo Anno:
Así, pues, la verdadera unión de todo en orden al bien común único podrá lograrse sólo cuando las partes de la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos todos de un mismo Padre celestial, y todavía más, un mismo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros (Rom 12,5), de modo que, si un miembro padece, todos padecen con él (1Cor 12,26).
¿Son iguales todas las religiones? (11 de noviembre de 2019)
No. Solo hay una religión verdadera porque solo hay un Salvador: Jesucristo. No hay salvación fuera de la Iglesia. Confesamos un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo.
Quienes predican la teoría perversa de que todas las religiones son iguales son unos impíos.
Los católicos creemos en la Santísima Trinidad y creemos que Jesús es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios, el Mesías. Musulmanes y judíos no creen en Jesucristo ni en la Santísima Trinidad. Luego, ¿creemos en el mismo Dios?
Este párrafo del Documento de Abu Dabi, ¿es aceptable?:
“La libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos.”
No hay salvación fuera de la Iglesia (6 de julio de 2019)
Dice Jesús:
“Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará.”
Marcos 16
Creo que esto queda claro. La Iglesia – los apóstoles – deben proclamar el Evangelio a toda la creación. Y deben bautizar a los que crean. El que cree y se bautiza se salva. Y el que no crea, se condenará. O sea que nuestra salvación depende de la aceptación de la verdad del Evangelio y del bautismo.
El bautismo es el sacramento que nos incorpora al Cuerpo Místico de Cristo: a la Iglesia. Por el bautismo nos convertimos en hijos adoptivos de Dios y el Señor siembra en nosotros la semilla de la fe. Por el bautismo somos hombres nuevos, libres del pecado original, aunque no de sus consecuencias (la concupiscencia de nuestra naturaleza herida que nos inclina al mal). El bautismo nos da la gracia santificante.
¿Pero no somos todos “hijos de Dios”? No. Somos todos criaturas de Dios; es decir, todos somos creados por Dios a su imagen y semejanza. Pero el pecado original nos apartó de Dios, nos enemistó con el Creador. Porque el pecado original es creernos que nosotros somos Dios, que nosotros podemos desobedecer a Dios y despreciar sus mandamientos. El pecado original consiste en autodeterminarnos de Dios, en apartarnos de Él y decidir hacer lo que nos dé la gana, al margen de Dios o directamente contra Dios. Yo puedo decidir libremente mentir, ser infiel a mi esposa y repudiarla, asesinar, blasfemar, robar… Por el pecado original entra en el mundo el mal, la corrupción, el dolor, el sufrimiento y la muerte. La soberbia y el orgullo del hombre que decide contravenir los mandamientos de Dios son el origen de todos los males. Quiero hacer mi voluntad y no estoy dispuesto a obedecer a Dios: “non serviam”. El pecado nos convierte en esclavos de Satanás y en enemigos de Dios.
El concepto de pecado original es fundamental en la antropología cristiana. Si prescindimos de él, caemos fácilmente en la falacia rousseauniana que predica que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad quien lo pervierte. De ahí vienen la teoría del buen salvaje, Tarzán, El Libro de la Selva, etc., etc. Y, efectivamente, el hombre fue creado bueno. Pero el pecado original ha dañado la naturaleza humana y nos inclina al mal. Por eso San Pablo dice:
“No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero: eso es lo que hago. Y si lo que no quiero, eso es lo que hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que hay en mí. Quiero hacer el bien, y me encuentro haciendo el mal.”
Romanos 7
Ese es el efecto del pecado original en nuestra naturaleza humana: hago el mal que no quiero y no el bien que quiero. Lo dice el Catecismo:
407 La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres.
No echemos la culpa a Dios o a “la sociedad” de nuestros males, de nuestros sufrimientos, del dolor, de la enfermedad, de la muerte… La culpa es nuestra: no de Dios. Dios quiere que el hombre viva. Dios ama al ser humano. Dios ama a cada una de sus criaturas, porque somos obra de sus manos. Pero Dios aborrece el pecado y la muerte es su consecuencia. Dios aborrece el egoísmo, aborrece los vicios, aborrece la mentira, aborrece la muerte. Porque Dios es la Verdad, es la Vida, es el Amor.
Y Dios quiere que todos nos salvemos y vivamos en plenitud. Por eso, llegada la plenitud de los tiempos, Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros; igual que nosotros en todo, menos en el pecado. Dios se hace hombre para salvarnos del pecado y de la muerte. No vino a cambiar los Mandamientos, sino a llevarlos a plenitud. Cristo no cambia la ley de Dios, sino que nos enseña a guardarla y nos da su gracia para que seamos capaces de cumplirla. El Verbo se hace hombre, como uno de nosotros, en la persona de Jesús de Nazaret. Dios quiere liberarnos de la esclavitud del pecado, quiere librarnos del mal y de la muerte, a los que estábamos sometidos por el pecado original de nuestros primeros padres.
En la Antigua Alianza, el signo de la liberación era el sacrificio de animales, que el sacerdote sacrificaba en el Templo, para pedir perdón por nuestros pecados. En la Pascua, los judíos sacrificaban el cordero como signo de ese Dios que pasa y libera al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto.
Ahora, Cristo es el Cordero de Dios que se sacrifica para liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. A partir de la cruz, ya no tiene sentido que sacrifiquemos animales. Él es el Cordero. Y Cristo entrega su Cuerpo y derrama su preciosísima Sangre para que nosotros podamos salvarnos y liberarnos de la esclavitud del pecado. ¡Dios mismo muere de amor por nosotros! Cristo muere y resucita. Y sube al cielo. Pero se queda sacramentalmente con los suyos en la Santa Misa. El mismo sacrificio de la cruz se actualiza de manera incruenta en cada Eucaristía. Y su cuerpo y su sangre se nos da como alimento para la vida eterna. Por eso, la Misa es el cielo en la tierra. Pero para poder unirnos a Cristo, para poder vivir unidos a Él, para ser suyos, tenemos que tratar de vivir con coherencia. Para poder comulgar, tenemos que estar en gracia de Dios. No se puede comulgar en pecado mortal.
La gracia santificante que Dios nos da en el bautismo la perdemos cuando cometemos un pecado mortal; es decir, cada vez que incumplimos sus mandamientos. Cada vez que, en lugar de vivir según el mandamiento del amor, caemos en el egoísmo, en la mentira; cada vez que robamos, que matamos, que incumplimos nuestro juramento de fidelidad a nuestras esposas o esposos… El pecado es no amar. El pecado es traicionar a Dios – incumpliendo sus mandamientos – y a los hermanos – cuando en lugar de amarlos y servirlos, queremos que sean nuestros siervos, queremos aprovecharnos de ellos, utilizarlos como objetos para proporcionarnos placer a nosotros mismos…
Y la única manera de recuperar la gracia santificante es la confesión sacramental: arrodillarse ante el Señor, llorar a sus pies, arrepentidos para implorar su perdón y su gracia para no volver a pecar.
Sirva este post de recopilación y de recordatorio. O de catequesis para que conozcamos la verdadera doctrina de la Iglesia.
Este tiempo de cuaresma es tiempo de conversión y penitencia. Que el Señor nos conceda la gracia de la santidad.
Vistos los comentarios, creo oportuno añadir un último apartado: la Declaración que varios obispos y cardenales realizaron recientemente contra los errores más comunes de la vida de la Iglesia en nuestro tiempo, que suscribo de principio a fin.
Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo
«La Iglesia del Dios vivo, columna y cimiento de la verdad» (1Tim 3,15)
Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo
Fundamentos de la Fe
El significado correcto de las expresiones ” tradición viva", “magisterio vivo", “hermenéutica de continuidad” y ” desarrollo de la doctrina” implica que cualquier nueva profundización que se haga sobre el depósito de la fe, no puede ser contraria a lo que la Iglesia siempre ha propuesto en el mismo dogma, en el mismo sentido y en el mismo significado. (cf. Concilio Vaticano I, Dei Filius, sess. 3, c. 4: «in eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia»).
«El significado mismo de las fórmulas dogmáticas es siempre verdadero y coherente consigo mismo dentro de la Iglesia, aunque pueda ser aclarado más y mejor comprendido. Es necesario, por tanto, que los fieles rehúyan la opinión según la cual en principio las fórmulas dogmáticas (o algún tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de modo concreto, sino solamente aproximaciones mudables que la deforman o alteran de algún modo; y que las mismas fórmulas, además, manifiestan solamente de manera indefinida la verdad, la cual debe ser continuamente buscada a través de aquellas aproximaciones.» Así pues, «los que piensan así no escapan al relativismo teológico y falsean el concepto de infalibilidad de la Iglesia que se refiere a la verdad que hay que enseñar y mantener explícitamente» (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales, 5).
Credo
«El reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. (…) Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en Aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o disminuyese el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.» (Pablo VI, Constitución apostólica Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 27). Es, por tanto, erróneo afirmar que lo que más glorifica a Dios es el progreso de las condiciones terrenas y temporales de la especie humana.
Después de la institución de la Nueva y Eterna Alianza en Cristo Jesús, nadie puede salvarse obedeciendo solamente la ley de Moisés, sin fe en Cristo como Dios verdadero y único Salvador de la humanidad (cf. Rm 3,28; Gal 2,16).
Ni los musulmanes ni otros que no tengan fe en Jesucristo, Dios y hombre, aunque sean monoteístas, pueden rendir a Dios el mismo culto de adoración que los cristianos; es decir, adoración sobrenatural en Espíritu y en Verdad (cf. Jn 4,24; Ef 2,8) por parte de quienes han recibido Espíritu de filiación (cf. Rm 8,15).
Las religiones y formas de espiritualidad que promueven alguna forma de idolatría o panteísmo no pueden considerarse semillas ni frutos del Verbo puesto que son imposturas que impiden la evangelización y la eterna salvación de sus seguidores, como enseñan las Sagradas Escrituras: «El dios de este siglo ha cegado los entendimientos a fin de que no resplandezca para ellos la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2Cor 4,4).
El verdadero ecumenismo tiene por objetivo que los no católicos se integren a la unidad que la Iglesia Católica posee de modo inquebrantable en virtud de la oración de Cristo, siempre escuchada por el Padre: «para que sean uno» (Jn 17,11), la unidad, la cual profesa la Iglesia en el Símbolo de la Fe: «Creo en la Iglesia una». Por consiguiente, el ecumenismo no puede tener como finalidad legítima la fundación de una Iglesia que aún no existe.
El Infierno existe, y quienes están condenados a él a causa de algún pecado mortal del que no se arrepintieron son castigados allí por la justicia divina (cf. Mt 25,46). Conforme a la enseñanza de la Sagrada Escritura, no sólo se condenan por la eternidad los ángeles caídos sino también las almas humanas (cf. 2Tes 1,9; 2Pe 3,7). Es más, los humanos condenados por la eternidad no serán exterminados, porque según la enseñanza infalible de la Iglesia sus almas son inmortales (cf. V Concilio de Letrán, sesión 8.)
La religión nacida de la fe en Jesucristo, Hijo encarnado de Dios y único Salvador de la humanidad, es la única religión positivamente querida por Dios. Por tanto, es errónea la opinión según la cual del mismo modo que Dios ha querido que haya diversidad de sexos y de naciones, quiere también que haya diversidad de religiones.
«Nuestra religión [la cristiana] instaura efectivamente una relación auténtica y viviente con Dios, cosa que las otras religiones no lograron establecer, por más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos hacia el cielo» (Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 53).
El don del libre albedrío con que Dios Creador dotó a la persona humana, concede al hombre el derecho natural de elegir únicamente el bien y lo verdadero. Ningún ser humano tiene, por tanto, el derecho natural a ofender a Dios escogiendo el mal moral del pecado o el error religioso de la idolatría, de la blasfemia o una falsa religión.
La Ley de Dios
Mediante la gracia de Dios, la persona justificada posee la fortaleza necesaria para cumplir las exigencias objetivas de la ley divina, dado que para los justificados es posible cumplir todos los mandamientos de Dios. Cuando la gracia de Dios justifica al pecador, por su propia naturaleza da lugar a la conversión de todo pecado grave (cf. Concilio de Trento, sesión 6, Decreto sobre la justificación, cap. 11 y 13).
«Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo» (Juan Pablo II, encíclica Vertitatis splendor, 76). De acuerdo con la enseñanza de la misma encíclica, es errónea la opinión de quienes «creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural». Por ello, «estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica» (íbid.).
Todos los mandamientos de la Ley de Dios son igualmente justos y misericordiosos. Es, por tanto, errónea la opinión de que obedeciendo un mandamiento divino – como, por ejemplo, el sexto mandamiento que prohibe cometer adulterio - una persona puede, en razón de esa misma obediencia, pecar contra Dios, perjudicarse a sí misma moralmente o pecar contra otros.
“Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia” (Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62). La divina revelación y la ley natural contienen principios morales que incluyen prohibiciones negativas que vedan terminantemente ciertas acciones, por cuanto dichas acciones son siempre gravemente ilegítimas por razón de su objeto. De ahí que sea errónea la opinión de que una buena intención o una buena consecuencia, pueden ser suficientes para justificar la comisión de tales acciones (cf. Concilio de Trento, sesión 6, de iustificatione, c. 15; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Reconciliatio et Paenitentia, 17; Encíclica Veritatis splendor, 80).
La ley natural y la Ley Divina prohíben a la mujer que ha concebido a un niño matar la vida que porta en su seno, ya sea que lo haga ella misma o con ayuda de otros, directa o indirectamente (cf. Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62).
Las técnicas de reproducción fuera del seno materno «son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 14).
Ningún ser humano puede estar jamás moralmente justificado, ni se le puede permitir desde el punto de vista moral, quitarse la vida o hacérsela quitar por otros con el fin de escapar el sufrimiento. «La eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 65).
Por mandato divino y por la ley natural, el matrimonio es la unión indisoluble de un hombre y una mujer, ordenada por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole y al amor mutuo (cf. Gn 2,24; Mc 10,7-9; Ef 5,31-32). “Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48)
Según el derecho natural y el divino, todo ser humano que hace uso voluntario de sus facultades sexuales fuera del matrimonio legítimo peca. Por tanto, es contrario a las Sagradas Escrituras y a la Tradición afirmar que la conciencia es capaz de determinar legítimamente y con acierto que los actos sexuales entre personas que han contraído matrimonio civil pueden en algunos casos considerarse moralmente correctos o hasta ser pedidos e incluso ordenados por Dios, aunque una de ellas o las dos estén casadas sacramentalmente con otra persona (cf. 1Cor 7, 11; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 84).
La ley natural y Divina prohibe “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.” (Pablo VI, encíclica Humanae vitae, 14).
Todo marido o esposa que se haya divorciado del cónyuge con quien estaba válidamente casado y contraiga después matrimonio civil con otra persona mientras aún vive su cónyuge legítimo, conviviendo maritalmente con su pareja civil, y que opte por vivir en ese estado con pleno conocimiento de la naturaleza de este acto y pleno consentimiento de la voluntad a este acto, está en pecado mortal y no puede por tanto recibir la gracia santificante ni crecer en la caridad. Por consiguiente, a no ser que tales cristianos convivan como hermano y hermana, no pueden recibir la Sagrada Comunión (cf. Juan Pablo II, exhortación apostólica Familiaris consortio, 84).
Dos personas del mismo sexo pecan gravemente cuando se procuran placer venéreo mutuo (cf. Lev 18,22; 20,13; Rm 1,24-28; 1Cor 6,9-10; 1Tim 1,10; Jds 7). Los actos homosexuales “no pueden recibir aprobación en ningún caso” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2357). Así pues, es contraria a la ley natural y a la Divina Revelación la opinión que sostiene que del mismo modo que Dios el Creador ha dado a algunos seres humanos la inclinación natural a sentir deseo sexual hacia las personas del otro sexo, así también el Creador ha dado a otros la inclinación a desear sexualmente a personas del mismo sexo, y que es la voluntad del Criador que en determinadas circunstancias esa tendencia se lleve a efecto.
Ni las leyes de los hombres ni ninguna autoridad humana pueden otorgar a dos personas del mismo sexo el derecho a casarse, ni declararlas casadas, ya que ello es contrario al derecho natural y a la ley de Dios. “En el designio del Creador complementariedad de los sexos y fecundidad pertenecen, por lo tanto, a la naturaleza misma de la institución del matrimonio” (Congregación para la doctrina de la fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuals, 3 de junio de 2003, 3).
Aquellas uniones que reciben el nombre de matrimonio sin corresponder a la realidad del mismo, no pueden obtener la bendición de la Iglesia, por ser contrarias al derecho natural y divino.
Las autoridades civiles no pueden reconocer uniones civiles o legales entre dos personas del mismo sexo que claramente imitan la unión matrimonial, aunque dichas uniones no reciban el nombre de matrimonio, porque fomentarían pecados graves entre sus integrantes y serían motivo de grave escándalo (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 3 de junio de 2003).
Los sexos masculino y femenino, hombre y mujer, son realidades biológicas, creadas por la sabia voluntad de Dios (cf. Gn 1, 27; Catecismo de la Iglesia Católica, 369). Es, por tanto, una rebelión contra la ley natural y Divina y un pecado grave que un hombre intente convertirse en mujer mutilándose, o que simplemente se declare mujer, o que del mismo modo una mujer trate de convertirse en hombre, o bien afirmar que las autoridades civiles tengan el deber o el derecho de proceder como si tales cosas fuesen o pudieran ser posibles y legítimas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297).
De conformidad con las Sagradas Escrituras y con la constante Tradición del Magisterio ordinario y universal, la Iglesia no erró al enseñar que las autoridades civiles pueden aplicar legítimamente la pena capital a los malhechores cuando sea verdaderamente necesario para preservar la existencia o mantener el orden justo en la sociedad (cf. Gn 9,6; Jn 19,11; Rm 13,1-7; Inocencio III, Professio fidei Waldensibus praescripta; Catecismo Romano del Concilio de Trento, p. III, 5, n. 4; Pio XII, Discurso a los juristas Católicos, 5 de diciembre de 1954).
Toda autoridad en la Tierra y en el Cielo pertenece a Jesucristo; de ahí que las sociedades civiles y cualquier otra asociación de hombres esté sujeta a su realeza, por lo que «el deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2105; cf. Pio XI, Encíclica Quas primas, 18-19; 32).
Los sacramentos
En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía tiene lugar una maravillosa transformación de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su Sangre, transformación que la Iglesia Católica llama muy apropiadamente transubstanciación (cf. IV Concilio de Letrán, cap.1; Concilio de Trento, sesión 13, c.4). «Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino» (Pablo VI, carta apostólica Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 25).
Las palabras con las que expresó el Concilio de Trento la fe de la Iglesia en la Sagrada Eucaristía son idóneas para los hombres de todo tiempo y lugar, ya que son «doctrina siempre válida» de la Iglesia (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, 15).
En la Santa Misa se ofrece a la Santísima Trinidad un sacrificio verdadero y propio, y este sacrificio tiene un valor propiciatorio tanto para los hombres que viven en la tierra como para las almas del purgatorio. Es, por lo tanto, errónea la opinión según la cual el Sacrificio de la Misa consistiría simplemente en el hecho de que el pueblo ofrezca un sacrificio espiritual de oración y alabanza, así como la opinión de que la Misa puede o debe definirse solamente como la entrega que hace Cristo de Sí mismo a los fieles como alimento espiritual para ellos (cf. Concilio de Trento, sesión 22, c. 2).
«La misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial» (Pablo VI, Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 24).
«Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles. (…) Que los fieles ofrezcan el sacrificio por manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del altar representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros. Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote”. (Pío XII, encíclica Mediator Dei, 112).
El sacramento de la Penitencia es el único medio ordinario por el que se pueden absolver los pecados graves cometidos después del Bautismo. Según el derecho divino todos esos pecados deben confesarse según su especie y su número (cf. Concilio de Trento, sesión 14, canon 7).
El derecho divino prohíbe al confesor violar el sigilo del sacramento de la penitencia fuere por el motivo que fuere. Ninguna autoridad eclesiástica tiene potestad para dispensarlo del secreto del sacramento, y tampoco las autoridades civiles están facultadas para obligarlo a ello (cf. CIC 1983, can. 1388 § 1; Catecismo de la Iglesia Católica 1467).
Por la voluntad de Cristo y por la inmutable tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento de la Sagrada Eucaristía a quienes estén objetivamente en estado de grave pecado público, y tampoco se debe dar la absolución sacramental a quienes manifiesten no estar dispuestos a ajustarse a la Ley de Dios, aunque esa falta de disposición corresponda a una sola materia grave (cf. Concilio de Trento, sess. 14, c. 4; Juan Pablo II, Mensaje al Cardinal William W. Baum, 22 de marzo de 1996).
Conforme a la constante tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento de la Sagrada Eucaristía a quienes nieguen alguna verdad de la fe católica profesando formalmente adhesión a una comunidad cristiana herética o oficialmente cismática (cf. Código del Derecho Canónico 1983, can. 915; 1364).
La ley que obliga a los sacerdotes a observar la perfecta continencia mediante el celibato tiene su origen en el ejemplo de Jesucristo y pertenece a una tradición inmemorial y apostólica, según el testimonio constante de los Padres de la Iglesia y de los Romanos Pontífices. Por esta razón, no se debe abolir esta ley en la Iglesia Romana por medio de la innovación de un supuesto celibato opcional de los sacerdotes, ya sea a nivel regional o universal. El testimonio válido y perenne de la Iglesia afirma que la ley de la continencia sacerdotal «no impone ningún precepto nuevo. Dichos preceptos deben observarse, porque algunos los han descuidado por ignorancia y pereza. Con todo, los mencionados preceptos se remontan a los apóstoles y fueron establecidos por los Padres, como está escrito: “Así pues, hermanos, estad firmes y guardad las enseñanzas que habéis recibido, ya de palabra, ya por carta nuestra” (2Tes 2,15). Lo cierto es que muchos, desconociendo los estatutos de nuestros predecesores, han violado con su presunción la castidad de la Iglesia y se han guiado por la voluntad del pueblo, sin temor a los castigos divinos» (Papa Siricio, decretal Cum in unum del año 386).
Por voluntad de Cristo y por la divina constitución de la Iglesia, sólo los varones bautizados pueden recibir el sacramento del Orden, ya sea para el episcopado, el sacerdocio o el diaconado (cf. la carta apostólica de Juan Pablo II Ordinatio sacerdotalis, 4). Es más, la afirmación de que sólo un concilio ecuménico puede dirimir esta cuestión es errónea, dado que la autoridad de un concilio ecuménico no es mayor que la del Romano Pontífice (cf. V Concilio de Letrán, sesión 11; Concilio Vaticano I, sesión 4, c.3).
31 de mayo de 2019
Cardenal Raymond Leo Burke, Patrono de la Soberana y Militar Orden de Malta
Cardinal Janis Pujats, Arzobispo emérito de Riga
Tomash Peta, Arzobispo de la arquidiócesis de María Santísima en Astana
Jan Pawel Lenga, Arzobispo-Obispo emérito de Karaganda
Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de la arquidiócesis de María Santísima en Astana
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[1] El artículo del Cardenal Burke ha sido recogido por InfoVaticana en este enlace: Burke: “Tenemos el deber de dar a conocer nuestras preocupaciones por la Iglesia a nuestros pastores”
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