Misión personal e identidad sobrenatural

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1. La pérdida del sentido de «misión»

Uno de los problemas más importantes que tenemos los cristianos en estos momentos es la falta del sentido de misión. Como fruto de muchos factores, que serían largos de enumerar, hemos reducido la misión que Dios nos encomienda a una serie de tareas que nosotros elegimos arbitrariamente. Y esto afecta tanto al cristiano en particular como a la Iglesia y sus instituciones. Para comprender el alcance del asunto y la dificultad que supone basta con plantearnos una cuestión aparentemente simple: «¿Cuál es la misión de la Iglesia?». Nos estamos refiriendo a la misión esencial que da sentido a la Iglesia, no a diferentes funcionalidades o enfoques más o menos accesorios. Y nos encontramos con multitud de respuestas muy diferentes: Hacer del mundo un lugar mejor, construir el reino de Dios, predicar el Evangelio, llevar el conocimiento y la gracia de Cristo a toda la humanidad, hacer de la humanidad una fraternidad universal, solidarizarse con los pobres y ayudarlos a salir de su postración…

Lo mismo podríamos decir de la misión del sacerdote, que, en paralelo con la de la Iglesia, podría tener muy diferentes enfoques: Ser hermano de los hombres, hacer un mundo mejor, predicar la Palabra y administrar los sacramentos, representar la pastoral de Cristo en la comunidad, crear comunidades fraternas… Y podríamos seguir por la misión de los monjes, los misioneros, los padres cristianos, los catequistas, los obispos, el papa, los religiosos… Todos los ámbitos susceptibles de estar configurados en función de una «misión» pueden entenderse de maneras muy diferentes e, incluso, contrapuestas o incompatibles.

La consecuencia de esta diversidad en algo tan esencial es la muy diferente configuración de todos los ámbitos que poseen una «misión» cristiana, de manera que las diferencias entre parroquias son tales que en muchos casos parecen de distintas religiones, así como las diferencias entre los sacerdotes, los monasterios de una misma orden, los catequistas, etc. Evidentemente no podemos aspirar a lograr una absoluta uniformidad en la misión, pero tanta desigualdad en algo esencial no puede provocar más que una grave división que impide que la Iglesia, sus instituciones y sus miembros puedan llegar a ser lo que tienen que ser.

Todo el problema radica en el hecho de que identificamos «misión» con «tarea», es decir, con la actividad propia de una vocación, cargo o responsabilidad, entendiendo éstos como encomiendas que tienen su origen en la misma dinámica humana de la Iglesia y sus instituciones. Sin embargo, la «misión» no es algo que uno recibe de la institución o que elige por sí mismo, sino un encargo personal que Dios hace a la institución o a la persona. De tal manera que, sólo reconociendo el protagonismo absoluto de Dios en la distribución de las misiones, podremos evitar el subjetivismo y la atomización en las mismas y la irreversible división a la que esto está llevándonos en la Iglesia, con la inevitable consecuencia de imposibilitar precisamente que se lleven a cabo las «misiones» que Dios ha encomendado porque han sido sustituidas por las tareas que hemos elegido arbitrariamente.

Y este fracaso de la «misión» pone de manifiesto otro fracaso más profundo al que está vinculado, que es el fracaso de la gracia. Probablemente este fracaso sea la mayor tragedia que sufre la humanidad en estos momentos. Por supuesto, no se trata de un fracaso absoluto de la gracia, puesto que la obra de la redención concluirá al final felizmente, sino del fracaso personal de la acción de Dios en muchos cristianos, quizá la mayoría. En este sentido podríamos decir que probablemente los santos son aquellos en los que la gracia no ha fracasado y su misma santidad es la prueba del fruto que proporciona la gracia en aquellos que la acogen de verdad.

Dios nos ha dado con su gracia todos los medios para vivir en plenitud nuestra vida en la tierra y alcanzar la gloriosa exaltación de esa plenitud en el cielo. Sin embargo, los que estamos llamados a esa plenitud y debemos ser la «sal de la tierra y la luz del mundo» (cf. Mt 5,13-14) con frecuencia nos conformamos con los mínimos, más de unas tareas que de una misión, que nos permiten la mera supervivencia en una vida marcada por la mediocridad1. Esto hace que el inconmensurable derroche de gracia con el que Dios nos bendice se pierda en multitud de actividades que, por buenas que sean, no responden al plan de Dios sino a nuestros propios planes, y que, en consecuencia, no tienen el potencial de fruto y eficacia que la gracia de Dios confiere a la acción humana que se realiza bajo su influjo.

Esto, en el fondo, es la manifestación de un drama más profundo: el de la falta de acogida al artífice de la gracia. No acogemos la gracia porque no acogemos a Dios; y no acogemos a Dios porque estamos volcados en acogernos a nosotros mismos, nuestros intereses, nuestros gustos y nuestros planes. Así se hace permanentemente realidad lo que denuncia san Juan en su evangelio: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Y, en contraposición, tenemos que hacer nuestra en este retiro la advertencia del apóstol san Pablo: «Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2Co 6,1).

2. Las tentaciones contra nuestra identidad

Ante este panorama se hace imprescindible recuperar el sentido verdadero de la misión como algo que viene de Dios, para lo cual hemos de empezar por reconocer que tenemos una identidad dada por Dios de la que depende nuestra misión; una identidad que es única en cada individuo y que marca la peculiaridad irrepetible de nuestro ser, de nuestra vocación, de nuestra misión y de la forma concreta de santidad que estamos llamados a alcanzar.

Estamos, pues, ante una gracia extraordinaria de Dios, y, por eso mismo, podemos descubrir ahí la realidad del drama que supone la ignorancia y la pérdida de la gracia y la consecuencia que esto tiene en la idea generalizada de que la santidad como fruto de la fidelidad a la vocación-misión es algo imposible de alcanzar o, como mucho, son una excepción los que lo logran.

Sin embargo, hemos de reconocer que la realización de la misión y la forma peculiar de santidad a las que estamos llamados no pueden ser tan difíciles como solemos pensar. Puesto que todos estamos llamados por Dios a ser santos, todos tenemos que poder serlo de manera normal; de lo contrario la santidad sería un privilegio reservado a los inteligentes, los sabios, los ricos o los mejor preparados. Entonces, ¿de qué depende que el camino de la santidad, en vez de ser el camino normal, resulte una senda intrincada e imposible de transitar para casi todos los que nos llamamos cristianos? La dificultad que encontramos aquí es el resultado de la conjunción de varios factores, el primero de los cuales es nuestra libertad, y, en consecuencia, que podemos tomar o eludir la decisión de buscar y recorrer ese camino. También influyen, aunque en menor medida, las circunstancias externas y las que internamente nos condicionan.

Pero hay un campo de enorme importancia en el proceso de la búsqueda de la misión y de la santidad que no suele tenerse en cuenta en este asunto: la consciencia de la propia identidad sobrenatural. De hecho, algo tan simple como ser quien soy realmente no se considera tan necesario como para que influya en nuestra decisión de ser santos siendo fieles a nuestra misión.

A los cristianos nos resulta muy difícil recorrer el camino del seguimiento de Cristo y de la santidad porque eso requiere un doble conocimiento del que carecemos: por una parte, necesito conocer quién es Dios verdaderamente y lo que quiere de mí; y, por otra, debo conocer quién soy yo realmente y lo que tengo que hacer en función de lo que Dios quiere de mí2.

El hecho de que se haya generalizado el convencimiento de que ser santo es muy difícil, si no imposible, ha logrado que no nos planteemos en qué consiste realmente la santidad; y así no tenemos siquiera que comprobar si es fácil o difícil alcanzarla, y de antemano podemos renunciar a buscarla. En el fondo, más que un acto de cobardía, esta renuncia es un problema de ignorancia, tal como denunciaba Bernanos: «La santidad nos parece terriblemente difícil… porque ni siquiera nos preguntamos nunca seriamente en qué consiste»3. En consecuencia, el verdadero problema de la santidad -y de la fidelidad a la misión para alcanzarla- es que ni siquiera nos planteamos en qué consiste y, especialmente, en qué consiste para mí.

Esta ignorancia de la identidad de lo que soy para Dios y, por tanto, de lo que es mi llamada concreta a la santidad y a la misión está sometida a varios niveles de tentación. Vamos a analizarlos, empezando por la tentación más básica y extendida hasta llegar a la más refinada y, por ello, más peligrosa.

1. Primer nivel de tentación: una identidad meramente humana

Empezando por el más elemental y más extendido sentido de la identidad cristiana y, por tanto, de la misión y de la santidad, nos encontramos con la tentación a identificar la fe con la ética humana más básica.

Estamos viendo cómo cada día es más frecuente que se identifique el ser cristiano con los meros valores humanos genéricos como la bondad, la solidaridad, la fraternidad, la justicia, etc. Ciertamente se trata de realidades buenas, incluso excelentes, pero la fe y la santidad van por otro camino: el camino de la gracia, de la acción sobrenatural de Dios en nuestra vida. De hecho, cumpliré mi misión y seré santo no porque llene mi tiempo de actos de amor generosos o heroicos hacia los demás, sino porque lleve a cabo en mi vida concreta el proyecto único y muy determinado por el que Dios me pensó desde toda la eternidad, me creó en su momento dándome la vida y me redimió en Cristo.

El hecho de que a todos nos parezca normal que la vida cristiana no tenga más aspiración que mantener un mínimo de humanismo supone el más peligroso caldo de cultivo para la tentación de sentirnos excluidos del llamamiento personal a la santidad.

2. Segundo nivel de tentación: una identidad cristiana elemental para todos

Superando está reducción de la vida cristiana a la mera bondad humana, encontramos la tentación de identificar la vida plena de fe con los elementos genéricos y comunes a todo cristiano: la aceptación de las verdades de la fe, los sacramentos, las virtudes, la vida en gracia o la vivencia de determinados valores evangélicos. Evidentemente todo esto está bien, ya que son realidades importantes y aparecen en la vida y la misión de cualquier santo, pero no es lo que define la santidad. Si nos fijamos bien, podemos comprobar a lo largo de la historia de la Iglesia que «los santos no fueron nunca una pequeña exposición de virtudes» (Paul Claudel).

Al reducir la misión del cristiano y la santidad a lo elemental de la vida cristiana, vivida de forma común y genérica, eliminamos lo fundamental de la misión y de la santidad, lo que las hace extraordinarias, incluso en lo ordinario. De esta manera, nos conformamos con vivir lo que es básico para todos los cristianos, con la comodidad que ofrece el tener una plantilla común y aceptada por todos, y que, a la vez, nos dispensa de realizar el molesto discernimiento y la elección de un camino singular que nos traerá la incomprensión y el rechazo del ambiente general.

Esto explica la mediocridad de la mayoría de los cristianos, pero también la de quienes deberían sentirse fuertemente urgidos a la santidad por su consagración, su pertenencia a comunidades o movimientos eclesiales, o su conciencia de la gracia recibida.

Por lo tanto, podemos afirmar que el fracaso del llamamiento a la santidad tiene que ver con el hecho de que no reconocemos ni identificamos la santidad como algo bien definido que se encarna en concreto en nuestra vida real y en nuestra identidad personal.

3. Tercer nivel de tentación: identidad común para el mismo estado de vida

Si superamos la búsqueda de la mera bondad humana y los elementos básicos cristianos, nos encontramos con la tentación que sufren las personas fieles y generosas que buscan la santidad en su estado de vida religiosa, sacerdotal, matrimonial…, pero que se conforman con encajar en el estereotipo, más o menos exigente, de su vocación. Por muy fiel y generoso que pueda ser tal religioso, cual sacerdote o determinada madre de familia, puede que no sean conscientes de su propia identidad sobrenatural.

Llegados aquí hemos de afirmar con fuerza algo evidente, que no se discute pero que tampoco se tiene en cuenta: para Dios no hay dos personas iguales y, en consecuencia, no hay dos personas en el mundo con la misma vocación o misión. Ciertamente todos compartimos con otros diferentes elementos de nuestra vocación o misión, pero cada persona tiene algo que define específicamente dicha vocación o misión como algo único, personal e intransferible. Y, por lo tanto, el camino a la santidad de cada cristiano es único y la fisonomía de esa santidad es tan irrepetible como su huella dactilar.

Así, una carmelita descalza tiene en común con sus hermanas de comunidad la vocación a la vida, el ser hija de Dios por el bautismo, la posesión del Espíritu Santo por la confirmación, el llamamiento a consagrarse a Dios en la vida religiosa, la vocación contemplativa carmelitana y su misión en un determinado monasterio. Pero lo que realmente define a esta carmelita descalza y caracteriza su llamamiento a la santidad es lo que hay más allá de estos elementos comunes que acabamos de enumerar y que es algo único en el modo de llevarse a cabo, algo que define un ser peculiar y una misión absolutamente única. Esto lo podemos comprobar, por ejemplo, comparando el camino concreto recorrido por dos carmelitas santas, bien conocidas: el de santa Teresa del Niño Jesús hasta que puede decir «mi vocación es el amor» y se ofrece como víctima de la misericordia, y el de santa Isabel de la Trinidad -conocedora de santa Teresita- que encuentra su vocación personal en ser «casa de Dios» y define claramente su identidad eterna como «alabanza de la gloria de Dios».

Para hacernos una idea de la importancia que tiene el conocimiento preciso de nuestra identidad, imaginemos que alguien se presenta en un banco para sacar dinero de una cuenta o va a realizar una gestión burocrática, y cuando le preguntan por su nombre se desarrolla el siguiente diálogo:

  • -Dígame, por favor, quién es usted.
  • -Soy «Persona Humana».
  • -Perdone, me refiero a su identidad, a su nombre y apellidos.
  • -Sí, claro, ya se lo he dicho: «Persona Humana».
  • -Ya sé que es una persona humana, pero necesito saber cuál de las personas humanas es usted en concreto.
  • -No entiendo, a mí, saber quién soy como Persona Humana me basta para determinar mi sitio en la vida: soy, hago y digo lo propio de la Persona Humana.

Resulta inconcebible que alguien pueda pensar o actuar a así. Sin embargo, esto que nadie admitiría en lo humano, lo aceptamos como normal en la vida espiritual y en el orden de la gracia. Y es lo que aparece claramente cuando uno se conforma con definirse a sí mismo en cristiano como «sacerdote», «misionero», «catequista», «padre», «monje», «contemplativo en el mundo», etc. Siendo verdad que esa denominación nos define en general no nos define en particular: nos coloca en un género, nos clasifica en un grupo, pero no nos define como personas concretas e irrepetibles, tanto en relación con Dios como en relación con los demás.

¿Cómo puede ser que actuemos de una manera tan incomprensible? Probablemente la razón por la que nos cuesta tanto buscar nuestra identidad personal estriba en que cuanto más genérico es lo que nos define menos concreta es su traducción en misión o en tareas, de forma que, en la práctica, uno puede elegir, dentro de lo común a su género de religioso, sacerdote o padre, los trabajos y responsabilidades más fáciles, los que le parecen mejor, le gustan más; en definitiva, uno puede hacer lo que quiera, siempre que elija entre cosas buenas. El mismo hecho de que se elija entre cosas buenas sirve de excusa para no hacer discernimiento de cuál es la voluntad concreta de Dios para uno mismo como persona única. Así, acabamos actuando como si la voluntad específica de Dios sobre mi vida fuera cualquier cosa que yo elija a mi gusto, con tal de que no sea mala y encaje -más o menos- con una identidad lo más genérica posible.

Esto es lo que vemos que se juega en las tentaciones que tiene que sufrir Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública (cf. Mt 4,1-11). El Señor tiene que aceptar realmente su misión como Redentor y elegir el modo concreto en que debe llevar a cabo esta misión, y todo en perfecta consonancia con la voluntad del Padre. La importancia y dificultad del asunto queda de manifiesto en el hecho de que el Hijo de Dios tenga que dedicarle cuarenta días y cuarenta noches de ayuno y oración en un ámbito tan duro como es el desierto. Así, como hombre, podrá descubrir, definir y afianzar, por medio de la oración, esa identidad de la que vivirá el resto de su vida mortal, y la conciencia de esa identidad le dará luz y fuerza para afrontar todas las dificultades que comporte su misión.

Y en ese contexto de búsqueda apasionada de su auténtica misión y del modo de llevarla a cabo, el demonio no le sugiere que renuncie a la vocación y la misión que el Padre le ha encomendado, sino que elija un modo concreto de realizar esa misión que sea más conveniente a las expectativas de la gente, con mayores garantías de éxito y, por supuesto, menos comprometido o peligroso. Es más, la prueba de que se trata de un planteamiento demoníaco la encontramos en la perversión que hace de los medios: en vez de abrazar la renuncia y la abnegación para redimir a los hombres por la vía del servicio humilde hasta la cruz, el demonio propone a Jesús servirse de su poder en su propio beneficio y convertirse en el redentor triunfante que el pueblo está esperando.

Así es como el demonio le presenta la tentación de sustituir su misión específica por una misión más «genérica», tratando de que olvide su nombre y apellidos concretos para reconocerse genéricamente como «Redentor» o «Mesías», de forma que pueda elegir la más conveniente de entre las muchas maneras en las que Dios podría redimir el mundo, ignorando que la misión que le encomienda el Padre no tiene nada de genérica. La propuesta demoníaca viene a ser la siguiente: «De acuerdo, eres el Mesías. Pero eso no significa que tengas que vivir como un pordiosero hambriento, presentándote ante el pueblo que vas a salvar como un don nadie. ¿Qué vas a conseguir por ese camino tan extraño y dando tan mala imagen de ti mismo? La solución es muy fácil: aprovecha tu poder para comer y aparecer fuerte y lustroso; ya que eres el Hijo de Dios convierte estas piedras en panes, y así, bien alimentado, podrás llevar a cabo tu misión mucho mejor que desfalleciendo ante todos por tu debilidad».

Y en la misma línea van las demás tentaciones del desierto. Ante la propuesta del demonio, Jesús puede rechazar la tentación de ser un Mesías triunfante porque gracias al desierto, al ayuno y a la oración tiene claro quién es realmente, y eso viene definido por su ser de Hijo de Dios y de su misión -muy concreta- de salvar de un modo determinado al mundo.

Esta misma tentación aparece una y otra vez a lo largo de la vida de Jesús. El mismo Pedro será quien le tiente al proclamarle como Mesías para, inmediatamente después, rechazar la forma concreta en que Dios quiere que Jesús realice su misión (Mc 8,31-33). Es la tentación que experimenta el Señor cuando ante la proximidad de la pasión afirma: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28). O la que aparece en el huerto de Getsemaní: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39). La misma tentación que al final, de forma cruel, le lanzan cuando está en la cruz: «Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: “Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz”. De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: “A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”» (Mc 15,29-32). En todos estos casos vemos cómo la claridad sobre su identidad y su misión que Jesús adquirió en el desierto y en sus noches de oración es lo que le permite mantenerse heroicamente fiel a su misión concreta y al modo específico de realizarla hasta el final de su vida.

Se trata de la misma tentación que experimenta cualquier cristiano y que le invita a convertir la misión única y personal que Dios le encomienda en la misión genérica que le corresponde como persona, cristiano, esposo, padre, trabajador, sacerdote o religioso. No basta, por tanto, con decir: «Como religioso mi misión es dar testimonio y ayudar a los demás», «como padre mi misión es alimentar y formar a mis hijos», «como sacerdote, mi misión es predicar la Palabra y administrar los sacramentos». La verdadera misión es algo singular; de manera que sólo me defino a mí mismo cuando puedo decir, por ejemplo: «Mi misión como padre es llevar a mis hijos a tal santidad concreta, cuidándolos de tal manera concreta y formándolos de tal manera concreta; reconociendo en todo ello un peculiar designio de Dios sobre mí y sobre mis hijos, un designio que debo identificar con detalle para poder cumplirlo también con detalle».

Esto es algo en lo que ya hemos meditado en alguna otra ocasión como, por ejemplo, en el retiro en el que nos planteábamos las causas por las que no alcanzamos la santidad: «Si una persona puede reconocer que ha recibido de Dios un don que no todos reciben y, a pesar de saberlo, no reconoce ese don para no tener que responder al mismo, eso supone una infidelidad a Dios tan grande que conlleva la pérdida de la gracia recibida. Es indigno que uno quiera beneficiarse de una gracia especial y, a la vez, pretenda dar a esa gracia una respuesta mediocre. No es justo que pretendamos lo especial para recibir y lo mediocre para dar»4. Con más razón se puede decir lo mismo de la misión peculiar que Dios nos da, con el ser y la gracias que conlleva.

Y, del mismo modo que la tentación que experimentamos es semejante a la del Señor, también nuestra respuesta debe ser semejante: necesitamos silencio, ayuno y oración para descubrir nuestra identidad, nuestra misión personal y la manera de realizarla; debemos reavivarlas por medio de largos ratos de oración y aprender a mantenerlas ante las dificultades, como veremos más adelante5.

En el Evangelio vemos como Jesús intenta preparar a los apóstoles para que le sigan en su camino de salvación por medio de la cruz (Mc 8,34), animándoles a seguir su ejemplo: «Velad y orad para no caer en tentación […] Volvió y los encontró otra vez dormidos, porque sus ojos se les cerraban. Y no sabían qué contestarle» (Mc 14,38.40). Desgraciadamente no consiguió su objetivo antes de la Pascua, quizá porque los apóstoles fueron incapaces de imitarle en su preparación en el desierto.

Sin este trabajo para conocer y mantener la identidad concreta de nuestra misión somos como el que no era capaz de dar su nombre y apellidos y se conformaba con definirse como «persona humana». O como alguien a quien le pide la policía que recuerde la fisonomía de una persona que conoce para hacer un retrato robot para identificar a dicha persona, y solo supiera decir: «Por su forma y altura, se parece a un ser humano. Quizá sea una mujer…, o un hombre…». En fin, en nuestro caso, definirnos simplemente como «padre», «religiosa» o «sacerdote» sería el modo de dejar claro que no sabemos quiénes somos realmente y, por tanto, no podemos decir nada que nos defina o identifique de forma plena.

4. Cuarto nivel de tentación: construir libremente nuestra identidad personal

La inclinación a diluir nuestra identidad y misión es lo que permite al enemigo presentarnos la tentación más importante y peligrosa porque va también en la misma línea de nuestros intereses: nos invita a elegir cosas buenas que nos beneficien y así nos justificamos y olvidamos elegir lo que Dios quiere. Esta tentación se caracteriza porque, aunque vayamos más allá de lo que es común a nuestro estado de vida o a nuestra vocación, somos nosotros los que elegimos los elementos en los que vamos a basar «nuestra» santidad. Así, podemos alcanzar una fisionomía definida, por buena que sea, pero creada por nosotros mismos que sustituya nuestra identidad sobrenatural que viene de Dios y no es creación nuestra.

En este tipo de casos -muy frecuentes- la invención de una misión, peculiar pero no querida por Dios, suele crear una enorme distorsión tanto en el camino cristiano del propio sujeto, como en las personas y comunidades que le rodean. Aquí encontramos el origen de ese tipo de «santos» inaguantables o de personas obcecadas en una misión que defienden como venida de Dios, y que sólo consiguen estorbar la misión verdadera de los demás. Y lo peor de todo es que resulta muy difícil convencerlos de su error, porque el hecho de que sea algo bueno lo que han decidido es la razón por la que se lo atribuyen a Dios.

Es la razón por la que Judas se opone a Jesús cuando manifiesta que algo está en consonancia con su misión, atacándole con otra opción que sería mejor.

Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. Jesús dijo: «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis» (Jn 12,1-8).

Judas magnifica el valor objetivo de lo que a él le interesa, en contra del valor que tiene la acción realizada por María, la hermana de Lázaro, en la misión concreta de Jesús. Lo cual pone de manifiesto que, en el fondo, a Judas no le importa en absoluto ni la voluntad de Dios, ni la misión de Jesús.

3. La misión requiere conocer nuestra identidad sobrenatural

Un buen modo de llevar a la oración todo esto que estamos considerando puede ser contemplar a Jesús sometido a estas tentaciones y ponerlo en paralelo con mi vida para encontrar estas mismas tentaciones en ella, comparando la respuesta del Señor y la mía en situaciones semejantes.

A partir de esa comparación puedo descubrir con claridad que la mayor o menor santidad de mi vida no depende principalmente de mi buena intención en la realización de una misión cualquiera o de la excelencia de unas obras que yo elijo hacer, sino de la mayor o menor aproximación al plan de Dios que me configura a mí plenamente como una persona única con una identidad perfectamente definida en la mente y la acción de Dios.

En esto no podemos irnos por las ramas ni perdernos en teorías, por lo que necesitamos algunas garantías que demuestren la autenticidad de nuestra misión. Éstas son, fundamentalmente, dos:

  • 1. La misión no se lleva a cabo en el campo de las ideas, las intenciones o los sentimientos. La única misión verdadera es la que se desarrolla en la vida real.
  • 2. La misión no viene determinada por la importancia o grandeza de nuestras obras, sino por el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios. No es más santo el que hace más obras ni más meritorias, sino el que hace exactamente lo que Dios quiere y tal como lo quiere.

La unión de estos dos elementos -la realidad de lo que somos y hacemos, y la voluntad concreta de Dios para cada uno de nosotros- es lo que caracteriza nuestra «identidad sobrenatural», que no sólo nos define a cada uno, sino que determina en concreto el itinerario único de nuestra santidad personal y la misión propia que debemos realizar.

Así pues, resulta decisivo conocer esta identidad para poder decidir libremente si queremos ser santos y cómo serlo, llevando a cabo la misión que Dios nos otorga del modo que él quiere. Sin ese conocimiento, corremos el riesgo de renunciar a una santidad o una misión que nos resultan imposibles por no ser las apropiadas para nosotros o por ser irrealizables. Por el contrario, a partir del conocimiento de nuestra identidad más profunda podemos determinar con más facilidad y precisión el sentido de nuestra vida, así como nuestra vocación y misión, de lo que resultará muy sencillo extraer las tareas y actividades que tienen verdadero sentido evangélico para cada uno de nosotros.

En esta línea vamos a intentar que las sugerencias para la oración en el presente retiro nos ayuden a encontrar esa identidad sobrenatural, sobre todo en sus aspectos más importantes en la práctica, que son la vocación y la misión personales que definen y plasman nuestro itinerario cristiano y nuestra santidad.

4. Nuestra verdadera identidad cristiana

Si vamos a buscar nuestra identidad sobrenatural, deberíamos empezar planteándonos la cuestión desde la base: ¿Tenemos realmente una identidad sobrenatural? Y, si la tenemos, ¿es posible conocerla?

En principio debemos considerar que si hemos sido creados por Dios no somos fruto del azar sino de un plan que, por ser de Dios-persona, es un plan personal. Dios no nos ha creado sin motivo ni finalidad, ni tampoco nos ha creado en serie, a la espera de que cada uno decida la razón de su existencia. Incluso el verdadero sentido de la libertad no consiste en la posibilidad de que uno haga con su vida lo que quiera, sino en la capacidad de orientar su vida de modo que responda al mejor potencial que tiene, que es el que Dios ha impreso en su alma y para el que le da las gracias que necesita.

Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 357)6.

Esto es algo a lo que deberíamos recurrir frecuentemente en la oración, dedicando un tiempo prolongado a contemplar a Dios y cómo me ama de manera personalísima, determinando así una identidad y misión únicas para mí. Para esta contemplación podemos apoyarnos en los siguientes pasajes bíblicos:

Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones (Jr 1,5).

Y ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo, para que le devolviese a Jacob, para que le reuniera a Israel; he sido glorificado a los ojos de Dios. Y mi Dios era mi fuerza (Is 49,5).

Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras: mi alma lo reconoce agradecida (Sal 139,13-14).

Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó (Rm 8,29-30).

En el fondo, cada uno puede reconocer que su identidad -y la misión personal que implica- no es ni aquello que los demás pretenden que sea o creen que es7, ni tampoco lo que uno mismo cree ser, sino lo que Dios quiere que sea y lo que es realmente a sus ojos. Por eso es tan importante que nos conozcamos de verdad, que es tal como Dios nos conoce, según decía san Agustín:

Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como tú me conoces. Fuerza de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga. Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de deplorar cuanto menos se las deplora (San Agustín, Confesiones, X,1,1).

Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque ninguno de los hombres conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él, con todo, hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita dentro de él; pero tú, Señor, conoces todas sus cosas, porque tú lo has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y me tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí (San Agustín, Confesiones, X,5,7).

Nuestra identidad más profunda es algo que podemos conocer y, por tanto, debemos conocerla si queremos responder afinadamente al plan de Dios para cada uno de nosotros. Hemos de partir del hecho de que Dios nos quiere mostrar nuestra identidad, y por eso la ha grabado en nuestro ser, nos la recuerda en nuestras circunstancias, nos la va manifestando con su Palabra, y va atrayendo hacia ella nuestro corazón con llamadas constantes. Así es como se va delimitando una vocación que nos descubre nuestra identidad y se manifestará en una misión específica. Y, como consecuencia de esa misión, habremos de traducirla en tareas precisas, que respondan a nuestro llamamiento único a ser santos. Así pues, si Dios tiene de nosotros y del proyecto por el que nos creó una visión muy detallada y nos la muestra, tenemos la obligación de descubrirla si queremos responder a ella adecuadamente, sabiendo que la vocación y la misión personales, constituyen una parte esencial de los elementos que nos definen.

En este sentido, san Pablo puede ayudarnos a contemplar el don que Dios nos ha hecho a cada uno de un ser, una vocación y una misión únicos. A partir de esta contemplación podemos pedir la gracia de concretar este don en las tareas y acciones propias de nuestra situación personal:

Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito, mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor (1Co 1,4-9).

He de pedir la luz que me lleve a descubrir en mi caso cuáles son los dones gratuitos específicos con los que Dios me ha enriquecido, sabiendo que la fidelidad de Dios me ayudará a llevar a cabo hasta el final la misión que esos dones me muestran.

Es de sobra conocido para nosotros el texto de la carta a los Efesios en el que san Pablo afirma nuestra vocación a la santidad, y en él podemos contemplar que, tal como nos dice, hemos recibido todo lo necesario para alcanzarla:

Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado (Ef 1,3-6).

En la oración, puedo pedirle a Dios que me muestre las bendiciones espirituales con las que me ha bendecido de forma personal y única, y la gracia específica que me ha concedido generosamente en Cristo para ser santo e irreprochable ante Dios por el amor del modo concreto que él espera de mí.

Para ello, quizá, debo empezar pidiendo que ilumine los ojos de mi corazón con su Espíritu para que comprenda los aspectos concretos de la esperanza a la que me llama a mí personalmente, que definen mi ser, mi vocación y mi misión.

Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa (Ef 1,17-19).

Con esta luz puedo revivir contemplativamente el encuentro con Jesús que me transformó y me dio mi verdadera identidad como a la Samaritana (Jn 4,1-27), a Pedro (Mt 16,18), a Pablo (Hch 9,1-22), a Mateo (Mt 9,9) o a la mujer adúltera (Jn 8,1-11). Igual que ellos, yo he tenido también un encuentro con Jesús que me ha dado un nuevo ser y me ha hecho descubrir que no soy pecador, publicano o perseguidor, sino llamado a una vida nueva, a ser apóstol o testigo. El encuentro que da y manifiesta la nueva identidad es personal y otorga una misión que es también específica para cada uno. Al contemplar cómo estos encuentros buscan a la persona concreta y la marcan de una forma específica, yo puedo recordar y revivir ese encuentro primero -o esos encuentros fundamentales- que define mi ser y me señalan mi vocación y misión específicas. Porque «el descubrimiento de la realidad de lo que yo soy es un don del Señor, una auténtica revelación, fruto de una experiencia profunda de su amor»8.

Es muy importante el conocimiento de nuestra fisionomía sobrenatural porque no podemos vivir ni cumplir algo que desconocemos. Aunque sea un desconocimiento interesado, ya que suele ser la excusa que empleamos para dispensarnos a nosotros mismos de la exigencia de ser santos o, lo que es lo mismo, de ser fieles a nuestra vocación y misión. Más aún, el conocimiento de nuestra vocación y misión es la garantía del sentido de nuestra vida y nuestra fortaleza ante las dificultades.

Procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás (2Pe 1,10).

Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados (Ef 4,1).

La contemplación en este retiro debería llevarnos a entrar en la armonía del ser de Dios y de todo lo que él hace. Habitualmente nos vemos a nosotros mismos como un conjunto de realidades yuxtapuestas o mezcladas confusamente: sentimientos, ideas, aspiraciones, relaciones, tareas, exigencias, compromisos, y un largo etcétera en el que entra todo lo que cabe en nuestra vida. Sin embargo, en el fondo, lo que somos en esencia, tal como Dios nos proyectó y nos creó, es algo muy simple y armónico y así merece ser contemplado con gozo y agradecimiento. Esto es lo que se ilumina cuando nos miramos a nosotros mismos a la luz de la obra permanente de Dios en nosotros que podemos descubrir a través de tantas gracias como recibimos constantemente de él de muchas maneras, lo que nos permite afirmar que «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Dios, que nos pensó desde toda la eternidad y nos creó, nos mantiene en el ser con su presencia amorosa y su amor misericordioso. La mirada a nuestro ser más profundo nos descubre una identidad luminosamente simple y armoniosa, cuya luz podemos proyectar sobre el amasijo informe que es nuestra vida para devolverle su simplicidad y armonía primigenias.

En esta simplicidad, la oración nos descubre que la identidad, la vocación y la misión que nos definen son elementos reales y vivos, inseparables de un todo armónico al que pertenecen y al que nos llama el Señor personalmente. Por eso, responder a la llamada de Jesús a seguirle exige reconocer la identidad sobrenatural personal que comporta nuestra vocación concreta y única con la que somos llamados. Porque nuestra identidad no es algo abstracto, sino el resultado de la llamada amorosa del Señor, tal como vemos que fue la invitación de Jesús a los apóstoles: llamó a los que él quiso, para estar con él, a cada uno por su nombre (Mc 3,13-14.16-19); ciertamente con un elemento común: predicar, expulsar demonios (Mc 3,15), pero podemos comprobar cómo se diversifica la misión concreta de cada apóstol: Pedro es la roca sobre la que se edifica la Iglesia (Mt 16,18), Juan es el discípulo amado que tiene una relación especial con Jesús (Jn 13,23; 19,26-27), Santiago es el primer mártir (Hch 12,2), Mateo y Juan son evangelistas, los otros no. Aquí resulta especialmente interesante descubrir en el diálogo de Jesús resucitado con Pedro, a propósito del destino del discípulo amado, que Jesús tiene un plan específico para él que no se puede unificar con el de Simón: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme» (Jn 21,22). En cualquier caso, queda siempre claro que Dios no crea, no llama, no envía, no salva en bloque, sino de uno en uno, de manera personal e individualizada. Por eso no podemos responder a su llamada de modo general.

Es de vital importancia para cumplir nuestra misión y ser santos descubrir el proyecto concreto para el que Dios nos creó, la formulación de ese proyecto en forma de vocación y la proyección concreta de nuestra vocación personal en una forma de misión específica.

Debemos contemplar a Cristo, que es quien nos llama, para escuchar como dirigidas a cada uno de nosotros sus palabras: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Es una elección para algo concreto, no genérico. No se trata de un amor, un proyecto y una vocación genéricos, sino únicos e insustituibles, perfectamente adaptados a la realidad de cada uno.

Por lo tanto, el seguimiento de Cristo exige no sólo que me enamore de él, sino que me enamore de la llamada personal que me hace y de todo lo que comporta de nueva identidad, vocación y misión. Si la llamada del Señor es fruto de su amor por mí según un proyecto personal al que me invita, mi repuesta tiene que ser también una respuesta de amor en el cumplimiento de la misión que ese proyecto comporta9.

Aquí debemos recordar el peligro que supone la permanente tentación que nos invita a ignorar nuestra misión personal. Para vencerla, recordemos lo que encontramos en el libro de los Fundamentos, sobre la tentación del activismo, que por otra parte es una de las formas más eficaces de impedirnos realizar nuestra vocación y misión concretas:

El único modo de afrontar esta tentación es tener muy claras las prioridades, en virtud de la voluntad de Dios para con uno mismo, y, a partir de aquí, realizar las elecciones apropiadas para defender dichas prioridades y las correspondientes renuncias a todo lo que pueda impedirlas. Para ello es imprescindible apoyarse en la prioridad absoluta que debe tener Dios en el alma enamorada de él y ejercitar la libertad que nos proporciona este amor, la única libertad que nos puede defender de la fuerte presión del mundo (Fundamentos, III.5.F.k)10.

Necesitamos, como san Pablo, un corazón enamorado de Cristo para poder realizar fielmente la misión personal que hemos recibido de él.

Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en esta alternativa: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros. Convencido de esto, siento que me quedaré y estaré a vuestro lado, para vuestro progreso en la alegría y en la fe (Flp 1,21-25).

5. La defensa y realización de la identidad sobrenatural

Llegados aquí no debe cabernos duda de la extraordinaria importancia que tiene el conocer nuestra identidad sobrenatural para poder responder a la vocación personal que Dios nos ofrece y que define la misión concreta que tenemos que realizar. Y este conocimiento, si es verdadero, tiene que permitirnos definir claramente esta identidad y aprender a plasmarla de manera concreta en nuestra vida real.

La identidad que buscamos

Veamos de manera sintética cómo definir la identidad que recibimos de Dios, como primer paso para mantenerla viva en nuestra vida y servirnos de ella como gracia que nos permite ser fieles a la misión sobrenatural que tenemos encomendada. Hemos de tener en cuenta que nuestra identidad debe contener algunos de los siguientes elementos, aunque no es necesario que se den todos:

  • 1. Mi ser «esencial»: lo que soy para Dios.
  • 2. Mi verdadero «nombre»: el que me ha puesto él.
  • 3. Mi sitio en el Evangelio: el lugar y momento en el que me identifico en relación con Jesús.
  • 4. Mi vocación: a lo que Dios me llama fundamentalmente y que está determinada por mi ser.
  • 5. Mi misión: en qué se concreta mi vocación.
  • 6. Mis tareas: en las que se proyecta mi misión.

Éstos son los ámbitos que definen nuestra identidad sobrenatural y cuyo conocimiento nos permite afinar en el discernimiento evangélico para cumplir fielmente la voluntad de Dios.

Cada una de estas realidades resulta completamente simple y, en su simplicidad, contienen una gran riqueza de matices y aspectos que se ensamblan de un modo único en perfecta armonía. Así, ese conjunto armónico representa la fisonomía absolutamente única y personal con la que Dios me ha creado y dotado de una misión insustituible.

La mayoría de los cristianos no conoce ninguno de esos elementos y se centra en decidir el último -las tareas- como una bienintencionada elección arbitraria de tareas más o menos buenas o interesantes. Esto es comprensible porque no resulta sencillo el discernimiento que exige traducir fielmente la misión a las tareas que comporta, por eso se suele escoger el camino más cómodo y fácil, que consiste en elegir de entre las posibles tareas buenas disponibles las que más le pueden convenir a cada uno.

Sin embargo, hay que reconocer que estamos ante una empresa de tal importancia y envergadura que podemos afirmar que se trata del trabajo de toda una vida o, al menos, de mucho tiempo. Por eso, hemos de empezar reconociendo nuestra ignorancia en lo más importante de nuestra existencia, luego hemos de colocarnos ante Dios con esa pobreza para después, muy lentamente, ir rastreando las huellas que Dios mismo ha ido dejando en nuestra alma para llevarnos al conocimiento profundo de nuestra identidad. Si podemos acercarnos a alguno de estos elementos o identificarlo como seguro, tenemos que dejarlo anclado en su sitio como una pieza que nos ayude a buscar y colocar pacientemente las que faltan.

Aunque lo ideal sería conocer todos estos identificadores, no debemos preocuparnos excesivamente porque muy pocos lo logran. Pero lo más importante es que lo que reconozcamos sea verdadero, puesto que todos están tan unidos entre sí que la fidelidad a cualquiera de ellos permite avanzar más en la vida espiritual que el conocimiento de todos sin su traducción fiel a la vida.

Para garantizar su autenticidad, cada elemento debo poder expresarlo del modo más concreto, simple y breve posible, con una palabra o una brevísima frase. Sabiendo que esa palabra me define, que no puedo ni cambiarla por otra ni poner varias, y que debe valer desde siempre y para siempre. Ciertamente no es algo fácil, ni tiene por qué serlo; precisamente esta dificultad es la razón por la que construimos todo un discurso explicativo para poder mantener todas las posibilidades que nos parecen interesantes. Evidentemente esta simplicidad de fondo no impide que en alguno de estos componentes podamos desarrollar su contenido en la variedad de aspectos o matices que tiene, pero dejando bien claro que esos aspectos son parte de algo más importante y esencial, que debe percibirse y expresarse de manera simple y clara.

Además, todos estos elementos están íntimamente unidos formando una cadena, de modo que cada elemento depende del anterior y, a la vez, es expresión del mismo. No todos son igualmente importantes para mostrarnos nuestra identidad sobrenatural ni necesitamos conocerlos todos, de modo que podemos prescindir de alguno de ellos, como por ejemplo el ser esencial y el nombre (que son una revelación personal de Dios); pero no podemos prescindir del conocimiento preciso de los elementos que, en la práctica, son más decisivos: nuestra vocación y nuestra misión. Si no tenemos gracias extraordinarias que nos muestren claramente estos dos elementos, deberíamos rastrearlos a través de las gracias ordinarias recibidas de Dios a lo largo de nuestra vida. De hecho, Dios no nos abandona en la búsqueda de nuestra identidad, sino que nos va indicando el camino, más o menos sutilmente, por medios extraordinarios u ordinarios. El hecho de carecer de gracias extraordinarias no nos dispensa de rastrear la voluntad explícita de Dios sobre nosotros a través de los medios que emplea siempre, como son las luces que recibimos en la oración, las gracias de los sacramentos, la atracción a determinados misterios de la vida del Señor, las diferentes experiencias que nos ofrece nuestra vida, etc.

Resulta muy importante que en la identificación de estas realidades evitemos las tentaciones de suponer, rellenar o inventarnos lo que creemos que podrían ser11. Se trata de algo muy delicado y que debe estar sustentado en la verdad; de manera que es preferible que nos mantengamos ante la dolorosa consciencia de una carencia a que intentemos rellenarla artificialmente para quedarnos tranquilos, aunque la misión que elijamos esté compuesta por realidades verdaderas y buenas. Si la verdad es que ignoro mi misión y reconozco esta laguna como pobreza y con ella me pongo delante de Dios, él no dejará de mostrarme lo que necesito, siempre que busque la verdad con humildad y paciencia.

Nunca debemos olvidar que la misión no se puede construir de fuera a dentro, sino al revés12. Como hemos visto, no puedo pretender encontrar mi identidad en una misión construida juntando unos cuantos componentes externos de la misma, más o menos genéricos: amor, oración, intercesión, servicio, etc. Es necesario partir del «ser» para encontrar la vocación precisa que lo manifiesta y de ahí llegar a la misión como expresión detallada de esa vocación y de la que depende el «hacer». No podemos pasar del ser al hacer sin que medie el «filtro» sobrenatural que supone la conciencia clara de la identidad de la vocación-misión, que es imprescindible, además, para poder alcanzar la santidad.

Debemos tomar en consideración que aquí se sitúa uno de los puntos neurálgicos de la vida espiritual: la relación entre la gracia y la respuesta. Hasta aquí nos hemos fijado en nuestra identidad «sobrenatural», pero, en la práctica, nuestra realidad no suele tener mucho que ver con la que Dios quiere configurar con su gracia. Por esta razón, la reflexión sobre lo que somos debe tener en cuenta los elementos que nos condicionan humanamente, como son nuestra psicología, nuestra historia, nuestro entorno, etc. Todo esto configura claramente un elemento esencial en nuestra vida espiritual que es nuestra pobreza concreta, que es el decantado de todos esos condicionantes humanos a los que acabamos de referirnos. Y a su vez, esa pobreza es la base esencial de la cruz, una realidad que, siendo meramente humana, tiene una enorme importancia sobrenatural como el «lugar» en el que confluye la gracia de Dios y mi propia limitación humana. De alguna forma, es en la cruz donde se une la identidad sobrenatural y la natural.

Esto tiene una gran importancia puesto que, humanamente hablando, nuestra vida viene en gran medida definida en la práctica por dos conjuntos de realidades: lo que somos humanamente y lo que hacemos en la práctica. Y esos dos conjuntos se construyen espiritualmente como cruz y tareas. A la hora de la verdad eso es lo que somos: nuestros condicionantes y las tareas a las que nos dedicamos. Si ambas realidades las decidimos o elegimos nosotros -como solemos hacer- las desligamos de la gracia y disociamos nuestra identidad natural de la identidad sobrenatural, con lo cual se hace imposible el crecimiento espiritual, el discernimiento y la santidad.

Todos tenemos experiencia de lo fácil que nos resulta decirnos a nosotros mismos o a los demás ante algún acontecimiento desagradable: «Esto es la cruz». Y, lo mismo, decidir dedicarnos a algo porque lo vemos necesario o urgente. En cualquier caso, solemos hablar y actuar sin ningún discernimiento que permita vincular el ámbito meramente humano (nuestra identidad natural) y el sobrenatural (la identidad que Dios nos revela). Y, precisamente, nuestra verdadera identidad está en esa vinculación armónica entre los dos ámbitos. Y esto sólo se puede hacer desde la conciencia de la necesidad de dar la respuesta precisa a nuestra identidad sobrenatural por medio de la acción sobre lo que está en nuestra mano, que es lo natural, tratando de ajustar lo que nos define humanamente a nuestra identidad sobrenatural, y no al revés.

El error más extendido en este campo consiste en pensar que tenemos que ser «mejores» en lo humano para acercarnos a Dios, cuando de lo que se trata es de que seamos «distintos» a lo que somos humanamente, realizando nuestra identidad sobrenatural. Por eso es muy importante la consciencia lúcida de lo que somos por nosotros mismos y de lo que podemos o sabemos hacer con nuestras fuerzas. Eso nos lleva directamente, visto a la luz de la fe, a conocer la realidad del misterio de la cruz en nuestra vida y de las acciones y tareas que nos definen humanamente.

Y en este punto es donde se tiene que dar el giro decisivo: en vez de trabajar para construir nuestro ser humano y acercarlo trabajosamente al plan de Dios, hemos de tomar como referencia nuestra identidad sobrenatural para aplicarla -como un molde- sobre nuestra «masa» humana. Ése es el único modo en que, partiendo de la masa real que somos, podemos ser configurados por el molde divino para que -sin dejar de ser lo que somos en lo humano- nuestro ser real sea absolutamente distinto y nuevo, sea el ser que Dios ha proyectado que seamos desde toda la eternidad.

Así pues, tan importante como conocer los elementos que configuran nuestra identidad sobrenatural resulta conocer y situar evangélicamente los elementos que configuran también nuestra identidad natural, reconociendo que lo único que podemos hacer eficazmente es actuar sobre lo humano, pero el modo en que lo hagamos decidirá nuestra vida en todos los sentidos, incluido su sentido sobrenatural y nuestra salvación. Lo cual simplifica mucho las cosas porque, en definitiva, lo único que debemos hacer es dedicarnos a conocer quienes somos -en todos los ámbitos- para hacer lo único que debemos y podemos hacer: tomar el barro de nuestra pobreza y ofrecérselo libremente a Dios para que lo moldee a su gusto, según la identidad que nos ha dado, y así lleguemos a ser en realidad lo que somos desde siempre en el corazón de Dios. Sin el conocimiento certero de lo que nos define en lo humano y en lo divino no existe posibilidad alguna de que encajen las piezas, y nuestros esfuerzos, por bienintencionados y eficaces que puedan parecer, resultarán fallidos en su verdadero objetivo, que es alcanzar la santidad realizando nuestra misión personal.

En definitiva, si quiero ser santo tengo que dedicarme a fondo a buscar, reconocer y asumir estas realidades y contemplar su unidad y su armonía como signos de que son obra de Dios, en una rica variedad de aspectos que forman un único proyecto personal que me define y me configura natural y sobrenaturalmente.

A partir de aquí puedo contar con un marco preciso para realizar cualquier discernimiento; de modo que todas mis decisiones, para que sean evangélicas, deben poder encajarse en todos y cada uno de estos elementos identificativos13.

El proceso

Debemos, pues, tomarnos muy en serio la tarea de mantener, con claridad y como recibida de Dios, nuestra identidad verdadera, de la que se desprende nuestra misión concreta. Tenemos que defender esta identidad de cualquier tentación y a cualquier precio para poder aplicarla con realismo a todos los ámbitos y momentos de nuestra vida. Y para lograrlo, hemos de dar los siguientes pasos:

  • 1. Identificar el proyecto para el que Dios me creó y creer en él como algo verdadero, sencillo y posible, más allá de las apariencias, los obstáculos o las circunstancias que puedan invitarme a ponerlo en duda.
  • 2. Reconocer dicho proyecto como el don más preciado que Dios me concede y encajar las dificultades que comporta contemplando al Señor y el modo como él afronta los obstáculos, en vez de contemplar esas dificultades como si pusieran en entredicho la gracia de Dios.
  • 3. Convertir las mismas dificultades y contradicciones que encuentro en el camino en oportunidades para poner en Dios mi fe, mi confianza y mi amor.
  • 4. Mantener, en lo posible, todos los elementos de mi vocación personal y encajarlos, en lo posible también, en la vida ordinaria. Esto supone que debo defender un camino peculiar dentro de mi vocación genérica.
  • 5. Liberarme de tareas y preocupaciones que impidan mi fidelidad al plan de Dios sobre mí; lo que exige relativizar muchas de las cosas que suelen considerarse importantes. Renunciar a conocer todas las opciones posibles que -aunque buenas- sé de antemano que no encajan en el plan preciso de Dios y en su voluntad para mí.
  • 6. No dejarme inquietar por opiniones o juicios de los demás, así como por los fracasos aparentes o los asuntos que no dependen de mí. El verdadero fracaso es la falta de respuesta afinada a mi misión personal.
  • 7. Salvo que lo exija la caridad, disponerme a renunciar a las capacidades y energías que me permitirían logros ajenos a mi vocación particular, dejándole a Dios la eficacia de mi vida y de mis actos.
  • 8. A partir de la libertad que me da el punto anterior, centrarme en lo que me es propio -que es lo único que Dios me pide- con gran libertad respecto de los criterios y las pretensiones de los demás.
  • 9. Vivir todo con plena conciencia de mi vocación y mi misión en sus detalles más concretos.
  • 10. Gozarme de poder dar gloria a Dios en todo, cumpliendo humildemente mi misión en el momento presente y según mis posibilidades.

6. La prueba de la autenticidad

El signo de que entiendo mi misión como el proyecto para el que Dios me creó y que da sentido a mi existencia es que estoy dispuesto a dar mi vida por esa misión, yendo más allá de lo que supone hipotecar parte de mi tiempo o de mis energías, hasta disponerme a la entrega de mi vida entera, con todo lo que contiene, siguiendo la invitación del Señor: «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc 17,33). De lo contrario, si no tengo esta disposición, difícilmente podrá mi misión iluminar e impulsar mi vida y mi acción, porque es muy difícil vivir de algo por lo que no estamos dispuestos a entregar nuestra vida. Esta determinación, que en lo humano puede verse en los que viven para su familia, su negocio, su profesión o cualquier fin más o menos noble, es la que tendríamos que ver, con mayor motivo, en lo que constituye la razón de nuestra existencia y la motivación de nuestra acción.

Vemos como normal que en multitud de ocasiones se diga: «Mi hijo es todo para mí», «no puedo vivir sin tal cosa», «esto es lo más importante de mi vida», «no estoy dispuesto a renunciar a…». Sin embargo, nos parece impensable que esto se pueda decir de manera natural de nuestra misión personal o de alguno de sus componentes: «Dios es todo para mí», «no puedo vivir sin entregarme a los demás», «no estoy dispuesto a renunciar a la eucaristía», «la oración es lo más importante de mi vida».

Por eso, mi misión tiene que ser algo muy claro y concreto, vinculado a Dios y a su acción en mí. De este modo dispondré de una formulación simple a la que poder acudir en cualquier momento; una formulación que podré recordar constantemente y de la que estoy enamorado, diciéndome a mí mismo: «Recuerda que tú misión es…». Y aquí viene una breve frase que resume y contiene la esencia de lo que Dios quiere de mí en lo concreto de mi vida.

Y, finalmente, como garantía de la autenticidad de mi misión y de mi disposición a llevarla a cabo, bastaría con aplicarle un ligero cambio en su formulación. Puedo comprobar que mi misión es verdadera si en vez de decir «mi misión es…», puedo decir con sinceridad, sin que cambien mi actitud o mis sentimientos: «Mi misión es dar la vida por…». Y si estoy convencido de ello, ya sólo queda ponerlo en práctica con la gracia de Dios.


NOTAS

  1. En el retiro «La radicalidad de los santos», el apartado El mediocre limita metas y objetivosa la vez que describe la actitud del que limita sus aspiraciones a lo que puede alcanzar cómodamente, nos recuerda la posibilidad de abrazar metas que parecen imposibles, si es Dios el que las propone: «Desde toda la eternidad, Dios nos llama al abismo de su amor, de su presencia, su ternura y su salvación. Ése es nuestro verdadero ser, nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra meta; de tal manera que sólo podremos realizarnos como personas y ser nosotros mismos en la medida en que nos acerquemos a lo que Dios ha proyectado para cada uno; lo cual es posible porque él nos lo descubre y nos da la gracia para alcanzarlo».
  2. Téngase en cuenta la necesidad de conocer El verdadero sujeto de la conversión, tal como intentamos descubrir en el retiro «Una palanca hacia la santidad»: «Para tomar las riendas de mi vida es imprescindible que encuentre mi verdadero “yo”. Sólo a partir de ahí puedo responder a la gracia de Dios de forma concreta, realista y eficaz y abrirme al cambio interior de vida que es la conversión. Ahí es, precisamente, donde se realiza la verdadera conversión porque sólo a ese “yo” es al que Dios concede su gracia». Del mismo modo que el verdadero yo es el que hemos recibido de Dios y lo que estamos llamados a ser desde nuestra realidad concreta, también nuestra misión es la que Dios nos da y encaja perfectamente en nuestra realidad.
  3. G. Bernanos, La libertad, ¿para qué?, Madrid 1989 (Encuentro), 185.
  4. Retiro «¿Por qué no soy santo?» en el apartado El único gran pecado.
  5. También Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), 83, nos propone la respuesta de Jesús a las tentaciones del desierto como reacción al activismo, que está muy relacionado con la dificultad de reconocer y mantener la misión específica que Dios nos da.
  6. Recuérdese también que el nº 366 afirma: «Cada alma espiritual es directamente creada por Dios».
  7. «Nuestro mundo está muy marcado por la agitación propia de una actividad frenética, que pretende que llenemos a toda costa el tiempo, para que olvidemos que estamos vaciando la vida. Esto influye en los cristianos, que se sienten movidos a realizar multitud de tareas sin un adecuado discernimiento, impulsados, no por el deseo de cumplir la voluntad de Dios, sino para cubrir las necesidades, urgencias y caprichos de los demás» (Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 80-81).
  8. Retiro «Una palanca hacia la santidad», apartado El verdadero sujeto de la conversión.
  9. Esta relación de amor se fundamenta en la fe verdadera, que se convierte en la única realidad de nuestra existencia, según nos indica en la Introducción el retiro «El realismo de la fe»: «Ésta es la clave para entender el sentido de la vida del Señor y de los santos. Jesucristo no hace otra cosa que vivir en esa relación con el Padre a la que nos invita. Él nos abre el camino para poder vivir de la fe y nos acompaña. La vida de los santos sólo se entiende porque están cimentados en esa fe que es lo único y lo esencial de su vida. En el fondo se trata de creer las realidades sobrenaturales con tal fuerza que no se añore y no se desee otra cosa que vivir en la fe y de la fe, en vez de añadirle la fe a la vida ordinaria como si fuera un apéndice de ella. Desgraciadamente esta fe es algo realmente excepcional, que no lo encontramos fácilmente ni siquiera entre los consagrados y los cristianos más comprometidos».
  10. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 83.
  11. Este error tiene mucho que ver con la tentación de la traducción de la gracia que describe Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 74-75 (III,5,F,f): «Cuando Dios nos da una determinada gracia, lo hace en función de un proyecto concreto que él tiene para cada uno; sin embargo, cuando nosotros tomamos conciencia de la gracia recibida, normalmente no sabemos su sentido verdadero y último; de forma que, en vez de realizar un discernimiento profundo y afinado, nos vemos impelidos a ceder a la tentación de darle a dicha gracia el sentido que nos parece más claro o conveniente, traduciéndola inadecuadamente según nuestro criterio, y de manera superficial y precipitada. Es lo que le pasa al joven Samuel (cf. 1Sm 3,1-10)».
  12. De nuevo, la reflexión del libro de los Fundamentos sobre la tentación del activismo ilumina la necesidad de construir nuestra misión de dentro hacia fuera: «En el fondo, lo que se está jugando aquí es muy simple: Dios nos invita a construir nuestra vida de dentro a fuera y el mundo nos empuja a hacerlo de fuera a dentro. Dios quiere que encontremos en nuestro interior nuestra identidad, nuestra vocación y misión, y a partir de ahí vayamos encajando responsabilidades, tareas y misiones; así, una vida plena de sentido se desarrollará en unas actividades que darán plenitud a la vida. El mundo, sin embargo, nos propone trabajos, urgencias y necesidades, sin permitirnos elegir o priorizar, como si la única manera de amar a los demás fuera hacer cosas por ellos, sin que importe el sentido o el valor de lo que hacemos. Como se trata normalmente de trabajos buenos y meritorios, podemos suponer que agradan a Dios, cuando la realidad es que no se puede construir una vocación partiendo de los quehaceres externos y esperando que éstos construyan la raíz de nuestra vocación o misión. Porque no son las tareas lo que da sentido a nuestra vida, sino la razón de nuestra vida lo que da sentido a las tareas» (Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 82-83).
  13. Véase en este sentido en nuestro tema «El discernimiento espiritual», uno de los Principios fundamentales de discernimiento, denominado Principio de armonía y especialmente el ejemplo de El «perchero» o discernimiento fundamental.

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