Cómo ser generoso sin agobiar ni agotarse

 

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¿Hasta qué punto somos generosos con los demás?

Ayudar más, implicarse más… Es admirable desvivirse por los demás, pero esta entrega puede tener una doble cara de la que quizás no nos demos cuenta. ¿Cómo ayudar a nuestro prójimo en su justa medida?

Querer satisfacer sin cesar al otro termina por fatigarnos, a nosotros y a los demás. Ya no sabemos dar oportunamente, ni en la familia, ni a los amigos, ni en el trabajo…

Y el resultado a veces es opuesto al esperado: asfixiamos a nuestro entorno y perdemos el gusto por ayudar. Peor aún, aunque el servicio y la oración son dos frutos de la caridad, puede producirse una “amargura del servicio gratuito o una aversión hacia la oración”, según afirma el padre Pascal Ide, que piensa que las personas más generosas son también las más susceptibles de verse afectadas por este agotamiento o burn-out. Entonces, ¿cómo evitar que las buenas intenciones se tornen en hiperactividad y generosidad mal calibrada?

Creer que somos inagotables puede inflar el orgullo

A menudo, admiramos a quien se desvive por los demás, pero esta dedicación puede ocultar también una sed de poder, una necesidad de sentirse indispensable y de hacer siempre más para sentir nuestra existencia. Creer que somos inagotables, como Dios, puede inflar nuestro orgullo, sobre todo cuando rechazamos las alertas de nuestro entorno.

“En el trabajo, creía que, sin mí, los clientes estarían peor servidos y, en la vida, me sentía obligada a implicarme en cuanto alguien necesitaba ayuda, como si yo fuera el remedio a la miseria humana”, confiesa Juliette.

Resultado: el médico del trabajo impuso a esta directora de recursos humanos varios meses de baja por enfermedad. Otras personas generosas llegan a aislarse de sus emociones y de toda compasión por quienes les ayudan. Persisten en el deber olvidando la caridad. Unas consecuencias que ponen de manifiesto un don desnaturalizado.

Y es que aquel que colma demasiado a los demás con atenciones, favores o regalos está mal conectado consigo mismo y con Dios. Las personas demasiado entregadas asfixian a su entorno.

“Creemos que cuanto más damos, más recibimos; pero es exactamente lo contrario”, avanza el psicoterapeuta Gérard Apfeldorfer en su obra Las relaciones duraderas.

Los niños cuya madre está demasiado presente pueden sentirse agobiados. Por otro lado, la madre que “se sacrifica por sus hijos” puede caer en una dinámica peligrosa al olvidar sus propias necesidades básicas.

Y si el saber popular atribuye a la Biblia el proverbio “La caridad bien ordenada empieza por uno mismo”, es porque es esencial ocuparse primero de uno mismo correctamente para poder luego volcarnos en los demás.

El don excesivo puede volverse también en contra de su beneficiario cuando lo toma como rehén y exige reconocimiento a cambio, según expresa el psiquiatra Vincent Laupies en su libro Donner sans blesser (“Dar sin herir”).

El buen samaritano puede transformarse entonces en verdugo. Es el caso de Laure, una madre de familia numerosa que se entregaba al 100 % en los deberes de sus hijos, al mismo tiempo que les reprochaba fuertemente no obtener buenos resultados en la escuela. Como si fuera necesario que su inversión tuviera retorno.

“Cuanto más activa es la espera de un retorno positivo para tranquilizarnos con respecto al trabajo realizado, más elevado es el riesgo de padecer una profunda frustración”, advierte el padre Ide. El “donante a toda costa” puede desarrollar resentimiento cuando no se considera reconocido en la misma medida en que da.

Cuanto más se impone, más molesta a su entorno, que lo rehúye. Desarrolla entonces comportamientos tóxicos hacia todo el mundo: “Críticas, ira sorda, acusaciones, cinismo, cálculos enredados…”, enumera el padre Ide.

Este cambio de equilibrios entre el dar en exceso y la enfermedad parte a menudo de un incidente menor. ¿El elemento desencadenante para Juliette? Se dio cuenta de que debía reducir la intensidad de su voluntariado en la prisión cuando se percató de que refunfuñaba sistemáticamente contra los presos y contra el responsable del centro penitenciario donde trabaja. El responsable había hecho un comentario anodino sobre un retraso de Juliette, mientras que ella había hecho horas extras sin llevar la cuenta la semana anterior. Aunque el comentario no tenía gran trascendencia, el resentimiento en Juliette permaneció en su interior y se lo llevó a casa con su familia, durante todo el fin de semana.

Finalmente, comprendió que detrás de su dedicación se escondía una necesidad excesiva de sentirse amada. Sin embargo, como explicó el sociólogo Marcel Mauss, la entrega total no se calcula y no debería exigirse recompensa.

“Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto” (Mt 6,3-4). Un don pleno incluye la posibilidad del fracaso. Darse intensamente es fuente de cansancio y, por tanto, llama al reposo. Jesús mismo invitó a ello a sus discípulos: “Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco” (Mc 6,31).

Dar según nuestra capacidad y sabiendo reponer fuerzas

“La felicidad está más en dar que en recibir”, dijo también Cristo (He 20,35). Pero no podemos ofrecer aquello que no hemos recibido. El padre Ide muestra que para prodigar hay que ser capaz no sólo de recibir, sino de recibirse de Cristo: “En efecto, el hombre es criatura antes que creador, se recibe antes de darse. Necesita ser amado para aprender a amar”. En un verdadero don, “siempre somos tres”, resume el psiquiatra Vincent Lapies: Dios, yo y el donatario. El donatario, entonces, debe “abrirse antes él mismo”, precisa el psiquiatra.

Los cristianos tienen las claves para ir a la fuente del don, deteniéndose para adorar a Cristo, en una iglesia o en su propia casa. Porque si la persona no está conectada a esta fuente inmortal, sólo podrá dar según sus capacidades, limitadas. Quien dedica tiempo a la adoración repone fuerzas interiormente para distribuir mejor los frutos.

Laure, madre de cuatro chicos, terminó por confiar en otra persona para cuidar de sus hijos una tarde por semana. Y Juliette renunció a una promoción profesional. Dieron a menos personas, pero dieron mejor. Y recentraron su generosidad en su entorno próximo. A veces es más fácil implicarse en una causa externa y lejana que pensar cotidianamente en nuestro prójimo más cercano.

A una madre de familia que confesaba no hacer bastante por los demás, su cura le respondió: “No considero tu confesión como un pecado. Tu deber de estado es ocuparte de tus hijos”. Dar según nuestra capacidad puede parecer una misión muy humilde e insuficiente, pero es ahí donde estamos llamados a la excelencia.

Por Olivia de Fournas

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