El poder de la pasividad
Aleteia
Carlos Padilla Esteban | Dic 19, 2018
Dios me hace de nuevo cuando pronuncio esa palabra llena de poder: hágase
Mi capacidad de creer tiene el poder de crear una realidad que antes no existía. Mis palabras crean. Cuando yo creo que puedo subir a lo alto de la montaña, lo imposible llega a ser posible.
A menudo tengo creencias limitantes que no me dejan crecer. Niegan mi capacidad para hacer algo y no creen en mí, me cortan las alas.
Me incapacitan con sus palabras faltas de fe. Su actitud al mirarme me hace incrédulo. Y dejo de soñar y de crecer. No avanzo.
Porque tengo miedo a caer, a hacer realidad lo que me han dicho que haré. Dios mira a María en toda su belleza y Ella se conmueve. Dios la mira como nadie más la ha mirado nunca.
A mí me cuesta creerme que Dios me mire de esa manera. Me cuesta pensar que Dios vea en mí una belleza oculta que soy incapaz de ver. Pero Él sí lo logra. Tiene ese poder.
Siempre me recuerdan que Dios no elige a los más capaces. Lo que hace es capacitar a los que elige. Y entonces les da el poder para volar hasta las estrellas.
Me conmueve el poder de la mirada de Dios sobre María. Y el poder de su mirada sobre mí. Y también el poder de mi propia mirada sobre los que me rodean.
Cuando los demás me miran, su mirada pesa. Y cuando acojo esa mirada, cambia todo. Cuando acojo la fe del que cree en mí. Entonces pronuncio con libertad mi Hágase.
Decía el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: “Cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización”.
Me conmueve el poder de la mirada de María sobre mí. Cree en lo que puedo llegar a ser. Su mirada es un acto de fe.
Dios puede hacerme de nuevo si yo me dejo hacer. ¡Cuánto me cuesta conjugar los verbos en pasiva!
Me cuesta tanto dejarme hacer, dejarme amar, dejarme conducir, dejarme llevar. Me cuesta abandonarme en las manos de Dios.
Normalmente soy yo el que hace, el que ama, el que conduce a otros. Soy yo el actor principal de mi película. Creo en mi poder casi ilimitado.
Por eso me cuesta más dejarme hacer por ese poder de Dios que me transforma. Pero creo que para ser cristiano tengo que aceptar la pasividad como forma de vida.
Dios me capacita haciendo algo grande en mí. Usando mis manos, mis labios, mis pies, mi fuerza. Utilizando mis heridas, mis torpezas, mis defectos, mis vacíos.
Dios me hace de nuevo cuando pronuncio esa palabra llena de poder: hágase. Y abro la puerta de mi alma. Y Dios entra y hace. Ama y cambia.
Y yo dejo de hacer, de actuar, de protagonizar todo lo que hago. Él lo hace en mí. Y todo cobra una vida nueva. Tiene más fuerza. ¡Cuánto poder tiene!
¡Cuánta ha de ser mi impotencia, mi debilidad, mi impericia para dejarme hacer! Sé que sólo así se verá en mí la luz de su poder y no mis talentos.
Tiene que ver el camino a Belén con dejarse llevar, con dejarse hacer a fuego lento. Mientras arden las velas señalando el camino yo me dejo quemar en sus manos de fuego. En medio de la noche. Soy llevado. Me mandan. Me conducen adonde no quiero ir.
Normalmente soy yo el que manda, el que conduce y lleva a otros. Y me cuesta tanto la pasividad. Tengo que llegar al límite o estar roto, para dejarme hacer. Entonces miro mi pequeñez y me sobrecoge mi indigencia.
Tal vez Dios me mire como dice la Biblia: “El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta”.
Se alegra al mirarme. Sonríe al ver mi indefensión. Él me salva. Soy salvado en sus manos poderosas.
Yo no me salvo. A veces lo intento con pasión. Busco repetir actos de devoción. Acumulo méritos. Busco tener para cuando me pidan. No perder para no quedarme vacío.
Intento comportarme siempre bien para no fallar nunca. Deseo que mis manos hagan tantas cosas para tener algo que regalarle al niño. No quiero llegar con las manos vacías.
¿Y si me pasa como al pastor del cuento?
Cuentan que los pastores llegaron al portal. Todos llevaban bienes para el Niño. Comida, animales, mantas, sus pequeños tesoros.
Pero un pastor más pobre y humilde no tenía nada que llevarle al niño. Pero quería ir. Quería adorar a Jesús en la gruta. Fue con todos los pastores tratando de pasar desapercibido en medio de la masa.
María fue recibiendo a los pastores. Y para acoger sus regalos, viendo a un pastor con las manos vacías, puso al Niño Jesús en sus brazos.
Mientras tanto iba recibiendo a todos. Él no tenía nada. Ni méritos, ni obras. Sólo sus manos vacías y abiertas. Y su sí en los labios, en el alma.
Y pudo acoger a Jesús en sus brazos conmovido. Se llenó su vida de luz. Más de lo que hubiera esperado.
Así quiero llegar yo a Belén este Adviento. En esta tercera semana veo que no tengo muchos logros ni méritos. No sé bien cuáles pueden ser mis regalos.
Tal vez a María le baste con mi presencia. Hágase, le digo. Y me dejo hacer. No me resisto. No me pongo tenso. Dejo que Dios me haga de nuevo.
Duele, eso lo sé. Pero no pretendo acumular logros que justifiquen mi presencia en el portal. No soy digno. Nunca lo seré. Sonrío al ver a Jesús en mis manos. Y mi corazón se llena de esperanza.
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