¿Le pedimos o le damos órdenes a Dios?: Comentario 21 de Junio del 2018

                                                                Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra, 
Parroquia Santa Marìa de los Ángeles



Los hombres del Antiguo Testamento concebían a Dios como el ser supremo, Todopoderoso y lejano. Al enseñar a orar, Jesús formula siete peticiones dirigidas al Dios Padre. Es la oración de un hijo confiado y respetuoso que se abandona en sus manos.
En realidad, cada vez que nos dirigimos a Dios deberíamos acudir a Él con un corazón necesitado pero a la vez lleno de fe. Pero, ¿qué es tener fe? La carta a los Hebreos dice que “tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos” (Heb. 11, 1-2). ¿Cómo anda nuestra fe? Le pedimos a Dios con la seguridad de que él nos va a dar lo que necesitamos o le pedimos a Dios con la seguridad de que nos va a dar lo que cada uno quiere.
Con razón, entonces Jesús le dice a sus discípulos que cuando oren no hagan como los paganos que, para empezar no se abren a la fe, no creen; piden lo que no necesitan o lo que no es mejor para ellos (piden cosas o piden sólo lo que les conviene); piden sólo para ellos mismos pero no para los demás y por último, confían más en ellos mismos (no le piden a Dios sino que le ordenan), piensan que por tanto hablar Dios los va a escuchar, en realidad, los paganos se autoafirman a la hora de dirigirse a Dios más que abrirse a su auxilio.
En los primeros siglos del cristianismo la entrega del Padre Nuestro a los que iban a ser bautizados constituía una etapa muy importante de la revelación de la Buena Nueva de Cristo. En realidad, hay un programa completo de las relaciones que se deben tener con Dios y con los hombres. Cada vez que se reza el Padre Nuestro, se hace un nuevo compromiso de acercamiento al Padre Dios y a los hermanos, y se renueva la decisión de trabajar por el advenimiento del Reino de Dios, que es justicia, caridad y paz.
“Nuestro” expresa una relación con Dios totalmente nueva. Cuando oramos al Padre, lo adoramos y lo glorificamos con el Hijo y el Espíritu. En Cristo nosotros somos su pueblo, y Él es nuestro Dios, ahora y por siempre. Decimos, de hecho, “Padre Nuestro”, porque la Iglesia de Cristo es la comunión de una multitud de hermanos, que tienen un solo corazón y una sola alma.
Dado que el Padre Nuestro es un bien común de los bautizados, estos sienten la urgente llamada a participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos. Rezar el Padre Nuestro es orar con todos los hombres y a favor de la entera humanidad, a fin de que todos conozcan al único y verdadero Dios y se reúnan en la unidad.
La expresión bíblica “cielo” no indica un lugar sino un modo de ser: Dios está más allá y por encima de todo; la expresión designa la majestad, la santidad de Dios, y también su presencia en el corazón de los justos. El cielo, o la casa del Padre, constituye la verdadera patria hacia la que tendemos en la esperanza, mientras nos encontramos aún en la tierra. Vivimos ya en esta patria, donde nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (CEC).
¿Y por qué reza la Iglesia esa oración todos los días en la misa? ¿Sólo porque la inventó Jesús? Yo diría que eso, de por sí, es motivo suficiente. Es la oración primordial en la que nos sabemos rezando con Él y en la línea correcta de oración. Gregorio Magno comentó una vez en una carta que el Padre Nuestro es tan importante en la misa porque al fin y al cabo es obra del mismo Cristo. Es superior a cualquier oración compuesta por el hombre, incluso a los rezos litúrgicos.
El que reza sabe que Dios no quiere empujarle al mal, y pide a Dios, como quien dice, que le escolte en la tentación. La carta de Santiago afirma expresamente que Dios en el que no existe sombra alguna, no tienta a nadie. Pero Dios puede ponernos a prueba para hacernos madurar, para confrontarnos con nuestra propia profundidad, y luego volver a llevarnos enteramente consigo.
En cualquier caso, nosotros le pedimos que no nos deje caer en tentaciones que nos harían deslizarnos hacia el mal, que no nos imponga pruebas que superen nuestras fuerzas; que no renuncie al poder, que conozca nuestra debilidad y, por tanto, nos proteja para que no nos perdamos (Benedicto XVI).

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