Comentario 23 de Enero del 2018: “La familia de Jesús”


Autor: Padre Manuel de Jesús de los Santos
Fuente: Misioneros Servidores de la Palabra, 
Parroquia Santa Marìa de los Ángeles

Jesús nos enseña que para ser sus verdaderos discípulos no solamente hace falta seguirlo, sino también sentir y saber que se pertenece a una gran familia, a su familia. Y es que a veces se procura seguir a Jesús fríamente, sin darlo todo, sin renunciar a sí mismo, con los propios esquemas y sin dejarse transformar por él. Podemos seguir a Jesús pero sin entablar ninguna relación o conexión con él y con los demás. Podemos llegar, también, a ser grandes admiradores de Jesús, pero solamente eso, admiradores, más no imitadores. Si queremos formar parte de la familia de Dios es hora de que empecemos a imitar la vida de Jesús, pues no se le puede seguir verdaderamente solo por interés, por lo que pueda sacar de él, por lo que me pueda dar. El verdadero discípulo aprende a querer y valorar como lo mejor y más conveniente eso que Jesús quiere y permite en el mundo y en la vida de cada hombre.
“¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él…” Cuando aprendemos a vivir en sintonía con Jesús, también notamos que se forma la comunidad, nace una gran necesidad por entrar en comunión con los otros, se les quiere conocer, se les pretende ayudar y aprender de ellos, se les acepta, se les valora y se les anima. No hay ninguna comunidad que se sostenga si Jesús no está en el centro de ella. La comunidad podrá tener buenos propósitos, proyectos y estructuras, pero sin Jesús se cae y desaparece. Si la comunidad no tiene como eje central la escucha y la vivencia de la Palabra de Dios, será como los cohetes de la noche de Navidad o de Año Nuevo, se mantendrá encendida y brillará por un momento pero luego se apagará la efusividad y se perderá en el olvido. Lo peor es que, han existido comunidades que han terminado divididas y peleadas a causa de la ambición al dinero, de la búsqueda de protagonismo y de poder, todo por dejar de lado a Jesús.
Por eso, si se quieren comunidades fuertes, que crezcan sanamente, con un Espíritu evangélico y con lazos de verdadera fraternidad, se necesita escuchar a Jesús tanto en la oración como en la predicación de la Palabra de Dios. Si nos damos cuenta, los problemas en una familia comienzan por la falta de diálogo, por la falta de escucha y por la falta de obediencia. Si en una familia, no hay una voz que hable y ponga los parámetros que se tienen que respetar, cada miembro terminará por hacer lo que quiere y siempre vivirán metidos en problemas o en broncas, sino es con los que están adentro, será, de seguro, con los que están afuera. Lo mismo pasa en toda comunidad que se pretenda construir en el nombre de Jesús, sino se le escucha y obedece a él, será una ONG o un grupo de voluntariado magnifico, pero no una Iglesia, una verdadera comunidad de hermanos.
Si nos consideramos cristianos, entonces, digamos sí a la comunión y digamos no a la división y a la murmuración. Puesto que como va a decir el Papa Francisco que no hay peor terrorista que aquel que expulsa bombas y misiles por la boca, aquél que saca fuego por la lengua y devora todo lo que se le expone. La murmuración divide y es fruto de la falta de caridad, de humildad y de sinceridad. Si vamos a hablar, que de nuestra boca y lengua brote la unidad y la paz.
“Estos son mi madre y hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios. Ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.  Jesús quiso que sus seguidores vivieran realmente como hermanos, formando una nueva familia manifestada particularmente en el compartir la mesa, figura del Reino que viene a nosotros: un banquete abierto, sin exclusiones por motivo de prestigio social o de “impureza” legal (publicanos, prostitutas…). Y en esta nueva familia nadie será el padre, el que exige ser servido, sino que todos serán los criados de todos. Por ello, en esto consiste cumplir la voluntad de Dios, en ser capaces de servir y amar a Dios en los hermanos. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”.
La obediencia a Dios es camino de crecimiento y, en consecuencia, de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad distinta de la propia, que no solo mortifica o disminuye, sino que fundamenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, también la libertad es en sí un camino de obediencia, porque el creyente realiza su ser libre obedeciendo como hijo al plan del Padre. Es claro que una tal obediencia exige reconocerse como hijos y disfrutar siéndolo, porque sólo un hijo y una hija pueden entregarse libremente en manos del padre, igual que el Hijo Jesús que se ha abandonado al Padre”.
Por eso, a menudo el Señor nos pregunta: ¿Qué buscas? ¿Qué busca tu corazón? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Te estás buscando a ti mismo o buscas al Señor tu Dios? ¿Sigues tus deseos o el deseo del que ha hecho tu corazón y lo quiere realizar como él quiere y conoce? ¿Persigues solo cosas que pasan o buscas a Aquél que no pasa? Ya lo observaba San Bernardo: “¿Qué podemos negociar, Señor Dios nuestro, en éste país de la desemejanza? Mira qué hacen los humanos desde el alba hasta el ocaso: recorrer todos los mercados del mundo en busca de riquezas y honores o arrastrados por los suaves encantos de la fama”.

Pidamos a Nuestra Madre del cielo, que nos enseñe a tener un corazón dócil, humilde y obediente para que cumplamos con la voluntad de Dios que nunca falla, y es la única vía de realización personal.

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