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‘Envíame a tu Ángel de la Guarda, él me traerá tu mensaje’: Padre Pío


Dominus est


“Si no consigues localizarme envíame a tu Ángel de la guarda y él me traerá tu mensaje. Te ayudaré en todo lo que me sea posible”.
“¿Ustedes piensan que los ángeles son tan lentos como los aviones?”.Santo Padre Pío de Pietrelcina

Por Fr. Alessio Parente. Dominus Est. 1 de agosto de 2019.

Una procesión de ángeles
“Por ella subían y bajaban los ángeles del Señor” (Gn. 28, 12)

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Cuerpo incorrupto del Santo Padre Pío en San Giovanni Rotondo (Foggia, Italia)

He convivido junto a Padre Pío casi seis años y estando a su lado me he dado cuenta de que eran muchas las personas que le enviaban a sus ángeles de la guarda cuando deseaban que recibiese su mensaje o que les tuviese presentes en sus oraciones.
En efecto, cuando pasaba con él entre la multitud cada día, escuchaba repetidamente:
“Padre, como no puedo venir a menudo, ¿qué es lo que tengo que hacer cuando necesite sus plegarias?”
Y Padre Pío respondía:
“Si no consigues localizarme envíame a tu Ángel de la guarda y él me traerá tu mensaje. Te ayudaré en todo lo que me sea posible”.

¡Espléndido modo de comunicarse con sus hijos espirituales! ¡Maravillosa “invención” para comunicarse con el mundo entero! No a través de los medios usuales como las cartas o los telegramas, no con el tren y el avión o cualquier otro medio humano de comunicación, sino sirviéndose de un espíritu, de un ángel más veloz que todos los medios modernos.
Padre Pío no se asociaba con aquellos malpensados que critican la permanente ineficiencia de los servicios postales italianos, no, él era respetuoso con el trabajo de los demás y se adecuaba a las exigencias y deficiencias del contexto. Miraba siempre el lado bueno de todo, como se diría hoy en día: entre ver la botella medio llena o medio vacía, él la veía siempre medio llena. Cuando se trataba de sus enfermos, entre la silla y el sillón, escogía sin duda el sillón. Sin embrago, para él, entre ir a dar un paseo o rezar, escogería rezar.
Volviendo a su relación con la gente, en respuesta a las peticiones de ayuda o de asistencia, a las oraciones que le dedicaban los fieles o en sus momentos de encuentro con ellos, he escuchado a menudo estas palabras saliendo de su boca de manera muy clara:
“Mándame a tu Ángel de la guarda”.

Cada vez que no lograba comprender del todo lo que le decían los fieles mientras él cruzaba entre ellos, decía siempre: “Mándame tu Ángel de la guarda”.
He escuchado tantas veces esta invitación dirigida a sus devotos que me ha aparecido justo utilizar estas palabras como título para dichas páginas que tratan del ángel y de Padre Pío.
Un día estaba sentado a su lado en la galería cercana a la celda sobre las dos y media del mediodía, cuando todos los frailes ya se habían retirado a sus respectivas celdas para su regular momento de silencio antes de retomar las oraciones de la víspera y ya no quedaba un solo alma con vida en torno a nosotros, vi como Padre Pío recitaba el rosario, como siempre con la corona de la mano.
A su alrededor reinaba una paz y una calma tan intensas que me sentí con el valor suficiente como para acercarme y hacerle algunas preguntas.
En aquellos años solía recibir muchas cartas de personas que pedía consejo a Padre Pío sobre todo tipo de problemas.
Él no lo sabía porque no solo yo, sino también otros hermanos hacíamos de intermediarios entre él y sus hijos espirituales, sobre todo cuando la respuesta necesitaba expresamente su consejo.
Me pareció un buen momento para intercambiar palabras con él. Me aproximé, abrí una carta y me dirigí a él con mucho respeto diciéndole:
“Padre, la señora B.R. le pide un consejo laboral. Ya tiene un buen trabajo, pero otra compañía le está ofreciendo mejores condiciones, además de un salario más elevado que le garantizará una vida mejor. ¿Qué debe hacer?”.
Para mi gran sorpresa, no respondió a la pregunta y simplemente dijo con tono de reproche:
“Sí, hijo mío, déjame solo. Muchacho, ¿no ves que tengo cosas que hacer?”. Confieso que me sentí muy mal. “Qué extraño – pensé – se sienta a desgranar el rosario y ¡dice que tiene cosas que hacer! ¡Boh!”.

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En silencio y desolado por cómo se había desecho de mí y de mi pregunta, me quedé concentrado pensando en su extraño “tengo cosas que hacer”, sin estar en absoluto convencido de que fuese verdad que tuviese otras “cosas que hacer” aparte de rezar el rosario, operación que podía perfectamente suspender o retrasar y que además no requería fatiga. De repente, el Padre se dirigió a mí bastante esquivo con estas palabras:

“¿No has visto a todos aquellos ángeles de la guarda ir y venir de un lado para otro desde mis hijos espirituales hasta mí para traerme sus mensajes?”.

Sin sorprenderme por sus palabras y casi indiferente repliqué:
“Padre espiritual, yo no he visto nada de nada y menos un ángel de la guarda, pero le creo, porque aconseja diariamente a la gente que le envíe a sus ángeles de la guarda”.
Después de la conversación continué con lo que le estaba notificando. Él fue muy paciente, gentil y paternal.
Al finalizar, volvió a tomar la corona del rosario entre sus manos y probablemente los ángeles regresaron. Por la noche, me vinieron a la mente las palabras de Padre Pío, la galería, el rosario; “¡aquella galería – pensé – qué sagrado lugar! Habría que denominarla ‘la galería de los ángeles’. ¡Quizás, más que Padre Pío, fueron los ángeles quienes se cansaron de mis preguntas! Sí, pero, ¿los ángeles se enfadan? ¿Y si están enfadados conmigo? Mala idea pensar en eso, será mejor que me duerma”.
Aquel montón de preguntas me hacían perder tiempo. Además, las más difíciles me hacían parecer más ignorante de lo que soy.

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La interminable procesión de ángeles de la guarda que venían hasta el lugar donde residía Padre Pío no cesaba ni siquiera al anochecer. Tengo razones de peso para decir esto.
Con frecuencia, bien entrada la noche, después de haberle ayudado a recostarse en su cama para su breve descanso, me sentaba en el sillón de su celda a la espera de que Padre Pellegrino viniese a hacer el cambio de guardia para el resto de la noche. Mientras aguardaba al hermano siempre sentía a Padre Pío rezando el rosario y, en muchas ocasiones, interrumpió la oración del Ave María con frases que aparentemente no pertenecían al rezo en sí, como por ejemplo:
“Dile que rezaré por ella”.
“Dile que desataré una tempestad de rezos en el Cielo para lograr su salvación”;
“Dile que llamaré en el corazón de Jesús para impetrar esta gracia”;
“Dile que estará presente en mi Misa”;
“Dile que la Virgen no rechazará concederle esta gracia”.

Estas eran las frases más habituales que oía estando sentado en el sillón, ese mismo sillón en el que él ha exhalado su último respiro la noche del 23 de septiembre de 1968.
No obstante, nunca he escuchado preguntas u otras voces que no fuesen la de Padre Pío.

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Tengo que reconocer que por aquel entonces no le daba demasiada importancia a aquellas expresiones “fuera de contexto”. Estando a su lado y partiendo de la base de que existían muchos motivos por los cuales no lo podía saber todo de una persona ya extraordinaria, no me planteaba el porqué de muchas cosas. Algunas veces pensaba que si yo, que caminaba con los pies en la tierra, cometía errores terrenales, él que, como escribe un amigo, caminaba por el cielo, seguramente se “perdía” entre asuntos y pensamientos celestiales.
Sólo más adelante, cuando leí los apuntes que había ido tomando P. Agostino durante los éxtasis de Padre Pío en Venafro, he descubierto la relación del Padre con los ángeles y con los demás personajes celestiales y he comprendido que siempre ha vivido su vida en un nivel superior y en unas dimensiones no comunes.
Sólo más adelante, cuando algunas personas comenzaron a escribirme diciendo que por razones personales habían mandado junto a Padre Pío a sus ángeles de la guarda y que casi de inmediato se les había concedido el favor perdido, comprendí que aquel era el modo en que él mismísimo Padre Pío respondía a los diversos ángeles de la guarda. La señora A.P. me escribió estas líneas: “Padre Alessio, la otra noche sufrí un terrible dolor de estómago y, temiendo morir, me sentía dominada por la desesperación. No tenía a nadie a quien dirigirme y como era hija espiritual de Padre Pío le envié a mi ángel de la guarda. Inmediatamente después aquel malestar se desvaneció y yo me sentía incluso mejor que antes”.

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El señor D.C. me escribió una carta: “Le ruego que transmita mi más sincero agradecimiento a Padre Pío por la espléndida gracia que me ha concedido la pasada noche: estaba comiendo alegremente en un restaurante con algunos amigos cuando hacia medianoche uno de ellos sugirió atracar una joyería. Los demás estaban de acuerdo, así que para no quedar mal yo también acepté, a pesar de que en realidad no quería hacerlo. En aquel instante pensé en mi querida mujer y mis maravillosos niños, pero me sentía entre la espada y la pared. Cuando comprendí que mis amigos estaban decididos a llevar a cabo la hazaña en la que me vería envuelto también yo, pensé en Padre Pío y le envié mentalmente a mi ángel de la guarda a que le dijese: ‘Pídele a Padre Pío que me vega a salvar’. Apenas pronunciar estas palabras, pasó un coche de policía y la banda se dispersó. Con un profundo suspiro de alivio regresé a casa repitiendo: ‘Gracias, Padre Pío y gracias a ti también, mi ángel de la guarda, gracias’”.
La intervención fue útil para el señor D.C., para sus amigos ladrones y también para el joyero, por decirlo de algún modo. Creo además que el Señor D.C. se ha buscado otros compañeros para su tiempo libre y sus lícitas distracciones. Reflexionando sobre estas cosas me da por pensar en estos tiempos modernos en los que se pone en duda la existencia del infierno, del diablo e incluso del propio Creador, ¿quizá ya no resulta nada especial recordar que, no demasiado tiempo atrás, existía un fraile que se valía de criaturas angelicales, cuya existencia ponemos en duda, para recibir a “embajadores” de todo el mundo, para proteger a la gente de los peligros, para convertir a los pecadores y para traducir otras lenguas? ¿Padre Pío tenía un ángel espléndido? La verdad es que tenía uno extraordinario, pero si confiamos en las palabras de Padre Pío, debemos aceptar el hecho de que cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado a un amoroso “compañero”, que siempre está preparado para echarnos una mano en nuestro camino cristiano conforme a la voluntad divina.

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¡Hago constar que estas cartas son tan solo una minúscula parte de las millones de misivas recibidas procedentes de personas que me informaban de la ayuda que sus ángeles de la guarda les habían prestado!


[Transcripción de Dominus Est, del libro “Envíame a tu Ángel de la guarda”, de Fr. Alessio Parente]
*permitida su reproducción mencionando a dominusestblog.wordpress.com


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