Engaños que el enemigo sugiere al pecador

Verdades olvidadas

CONSIDERACIÓN 23
PUNTO 1
Imaginemos que un joven, reo de pecados graves, se ha confesado y recuperado la divina gracia. El demonio nuevamente le tienta para que reincida en sus pecados. Resiste aún el joven; mas pronto vacila por los engaños que el enemigo le sugiere. “¡Oh hermano mío! –le diré–, ¿qué quieres hacer? ¿Deseas perder por una vil satisfacción esa excelsa gracia de Dios, que has reconquistado, y cuyo valor excede al del mundo entero? ¿Vas a firmar tú mismo tu sentencia de muerte eterna, condenándote a padecer para siempre en el infierno?” “No –me responderá–, no quiero condenarme, sino salvar mi alma. Aunque hiciere ese pecado, le confesaré luego...” Ved el primer engaño del tentador. ¡Confesarse después! ¡Pero entre tanto se pierde el alma!
Dime: si tuvieses en la mano una hermosa joya de altísimo precio, ¿la arrojarías al río, diciendo: mañana la buscaré con cuidado y espero encontrarla? Pues en tu mano tienes esa joya riquísima de tu alma, que Jesucristo compró con su Sangre; la arrojas voluntariamente al infierno, pues al pecar quedas condenado, y dices que la recobrarás por la confesión.
Pero ¿y si no la recobras? Para recuperarla es menester verdadero arrepentimiento, que es un don de Dios, y Dios puede no concedértele. ¿Y si llega la muerte y te arrebata el tiempo de confesarte?
Aseguras que no dejarás pasar ni una semana sin confesar tus culpas. ¿Y quién ha ofrecido darte esa semana? Dices que te confesarás mañana. ¿Y quién te promete ese día? El día de mañana –dice San Agustín– no te ha prometido Dios; tal vez te le concederá, tal vez no, como acaeció a muchos, que fueron sanos de noche a dormir en sus camas y amanecieron muertos. ¡A cuántos, en el acto mismo de pecar, hizo morir el Señor, y los mandó al infierno! Y si hiciese lo propio contigo, ¿cómo podrías remediar tu eterna perdición?
Persuádete, pues, de que con ese engaño de decir “después me confesaré”, el demonio ha llevado al infierno millares y millares de almas. Porque difícilmente se hallará pecador tan desesperado que quiera condenarse a sí mismo. Todos, al pecar, pecan con esperanza de reconciliarse después con Dios. Por eso tantos infelices se han condenado y hecho imposible su remedio.
Quizá digas que no podrás resistir a la tentación que se te ofrece. Este es el segundo engaño que te sugiere el enemigo, haciéndote creer que no tienes fuerza para combatir y vencer tus pasiones. En primer lugar, menester es que sepas que, como dice el Apóstol (2 Co. 10, 13): Dios es fiel y no permite que seamos tentados con violencia superior a nuestro poder.
Además, si ahora no confías en resistir, ¿cómo tienes esperanza de lograrlo después, cuando el enemigo no cese de inducirte a nuevos pecados y sea para ti más fuerte que antes y tú más débil? Si piensas que no puedes ahora extinguir esa llama, ¿cómo crees que la apagarás luego, cuando sea mucho más violenta?... Afirmas que Dios te ayudará. Mas su auxilio poderoso te le da ya ahora; ¿por qué no quieres valerte de él para resistir? ¿Esperas, acaso, que Dios ha de aumentarte su auxilio y su gracia cuando tú hayas acrecentado tus culpas?
Y si deseas mayor socorro y fuerzas, ¿por qué no se los pides a Dios? ¿Dudas, tal vez, de la fidelidad del Señor, que prometió conceder lo que se le pidiere? (Mt. 7, 7). Dios no olvida sus promesas. Acude a Él y te dará la fuerza que necesitas para resistir a la tentación. Dios, como nos dice el Concilio de Trento, no manda cosas imposibles.
Al dar el precepto, quiere que hagamos lo que pudiéremos, con el auxilio actual que nos comunica; y si este auxilio no nos bastare para resistir, nos exhorta a que se lo pidamos mayor, que pidiéndole como se debe, nos le concederá (Ses. 6, c. 13).
AFECTOS Y SÚPLICAS
¿Y por haber sido Vos, ¡oh Dios mío!, tan benévolo para conmigo, he sido yo tan ingrato con Vos? Como a porfía, Señor, apartábame yo de Vos, y Vos me buscabais. Me colmabais de bienes, y yo os ofendía.
¡Oh Señor mío! Aunque sólo fuese por la bondad con que me habéis tratado, debiera yo estar enamorado de Vos, porque a medida que yo acrecentaba las culpas, me aumentabais Vos la gracia para que me enmendase. ¿Acaso he merecido yo la luz con que ilumináis mi alma?
Gracias os doy, Dios mío, con todo mi corazón, y espero que os las daré eternamente en el Cielo, pues los méritos de vuestra preciosísima Sangre me infunden consoladora esperanza de salvación, fundada en la inmensa misericordia que habéis conmigo usado.
Espero, entre tanto, que me daréis fuerzas para no haceros traición, y propongo que con el auxilio de vuestra gracia preferiré mil veces la muerte a ofenderos más. Basta con lo mucho que os ofendí. En la vida que me resta quiero entregarme a vuestro amor. ¿Cómo no amar a un Dios que murió por mí, y me ha sufrido con tanta paciencia, a pesar de las ofensas que le hice?...
Arrepiéntome de todo corazón, Dios de mi alma, y quisiera morir de dolor... Y si en la vida pasada me aparté de Vos, ahora os amo sobre todas las cosas, más que a mí mismo... Eterno Padre, por los merecimientos de Jesucristo, socorred a un miserable pecador que desea amaros...
María, mi esperanza, ayudadme Vos, y alcanzadme la gracia de que acuda siempre a vuestro divino Hijo y a Vos, no bien el enemigo me induzca a cometer nuevos pecados.
PUNTO 2
Dices que el Señor es Dios de misericordia. Aquí se oculta el tercer engaño, comunísimo entre los pecadores, y por el cual no pocos se condenan. Escribe un sabio autor que más almas envía al infierno la misericordia que la justicia de Dios, porque los pecadores, confiando temerariamente en aquélla, no dejan de pecar, y se pierden.
El Señor es Dios de misericordia, ¿quién lo niega? Y sin embargo, ¡a cuántas almas manda Dios cada día a penas eternas! Es, en verdad, misericordioso, pero también es justo; y por ello se ve obligado a castigar a quien le ofende. Usa de misericordia con los que le temen (Sal. 102, 11-13).
Pero en los que le desprecian y abusan de la clemencia divina para más ofenderle, tiene que responder sólo la justicia de Dios. Y con grave motivo, porque el Señor perdona el pecado, mas no puede perdonar la voluntad de pecar.
El que peca –dice San Agustín– pensando en que se arrepentirá después de haber pecado, no es penitente, sino que hace burla y menosprecio de Dios. Además, el Apóstol nos advierte (Ga. 6, 7) que de Dios nadie se burla; ¿y qué irrisión mayor habría que ofenderle cómo y cuándo quisiéramos, y luego aspirar a la gloria?
“Pero así como Dios fue tan misericordioso conmigo en mi vida pasada, espero que lo será también en lo venidero”. Este es el cuarto engaño. De modo que porque el Señor se ha compadecido de ti hasta ahora, ¿habrá de ser siempre clemente y no te castigará jamás?... Antes bien, cuanto mayor haya sido su clemencia, tanto más debes temer que no vuelva a perdonarte, y que te castigue con rigor apenas le ofendas de nuevo. “No digáis –exclama el Eclesiástico (5, 4)– he pecado, y no he recibido castigo, porque el Altísimo, aunque es paciente, nos da lo que merecemos”.
Cuando llega su misericordia al límite que para cada pecador tiene determinado, entonces le castiga por todas las culpas que el ingrato cometió. Y la pena será tanto más dura cuanto más largo hubiere sido el tiempo en que Dios esperó al culpado, dice san Gregorio.
Si vieras, pues, hermano mío, que, a pesar de tus frecuentes ofensas a Dios, aún no has sido castigado, debes decir: “Señor, grande es mi gratitud, porque me habéis librado del infierno, que tantas veces merecí”. Considera que muchos pecadores, por culpas harto menos graves que las tuyas, se han condenado irremisiblemente, y trata además de satisfacer por tus pecados con el ejercicio de la paciencia y de otras buenas obras.
La benevolencia con que Dios te ha tratado debe animarte no sólo a dejar de ofenderle, sino a servirle y amarle siempre, ya que contigo mostró inmensa misericordia, a otros muchos negada.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Jesús mío crucificado, mi Redentor y mi Dios: a vuestras plantas se postra este traidor infame, avergonzándose de comparecer ante vuestra presencia. ¡Cuántas veces os he menospreciado! ¡Cuántas veces prometí no ofenderos más! Pero mis promesas fueron otras tantas traiciones, pues no bien se me ofreció ocasión de pecar, olvidéme de Vos y os abandoné nuevamente. Os doy mil gracias porque me habéis librado del infierno y me pemitís estar a vuestros pies, e ilumináis mi alma y me atraéis a vuestro amor.
¡Quiero amaros, salvador mío, y no despreciaros más, que bastante me habéis esperado! ¡Infeliz de mí si, a pesar de tantas gracias, volviese a ofenderos! Deseo, Señor, mudar de vida y amaros tanto como os he ofendido, y me llena de consuelo el considerar que sois bondad infinita.
Duélome de todo corazón de haberos despreciado, y os ofrezco todo mi amor en lo sucesivo. Perdonadme por los merecimientos de vuestra sagrada Pasión; olvidad los pecados con que os injurié, y dadme fuerzas para seros fiel siempre. Os amo, Sumo Bien mío; espero amaros eternamente, y no quiero volver a abandonaros...
¡Oh María, Madre de Dios, unidme a mi Señor Jesucristo, y alcanzadme la gracia de que yo no me aparte jamás de sus benditos pies!... En Vos confío.
PUNTO 3
“Aún soy joven... Dios se compadece de la juventud, y más tarde me entregaré a Él”. Consideremos este quinto engaño. Eres joven: ¿mas no sabes que Dios no cuenta los años, sino los pecados de cada hombre?... ¿Cuántos has cometido?... Muchos ancianos habrá que no hayan hecho ni la décima parte de los que tú hiciste. ¿Ignoras que el Señor tiene determinados el número y medida de las culpas que a cada pecador ha de perdonar?
“El Señor –dice la Escritura (2 Mac. 6, 14)– sufre con paciencia para castigar a las naciones en el colmo de sus pecados cuando viniere el día del juicio”. Lo cual significa que el Señor es paciente y sufre y espera hasta cierto límite; mas no bien se colma la medida de los pecados que a cada hombre quiere perdonar, cesa el perdón y se ejecuta el castigo, enviando de improviso la muerte al pecador en el estado de condenación en que éste se halle, o abandonándole a su pecado, que es pena peor que la misma muerte (Is., 5).
Si tenéis una tierra de labor y la cercáis con setos, y a pesar de haberla cultivado muchos años y de haber hecho en ella gastos considerables, veis que, con todo eso, no os da fruto alguno, ¿qué haréis?... Le arrancaréis el cercado y la dejaréis abandonada.
Temed que Dios no haga eso mismo con vosotros. Si seguís pecando, iréis perdiendo el remordimiento de conciencia; no pensaréis en la eternidad ni en vuestra alma; perderéis casi del todo la luz que nos guía, acabaréis por perder todo temor... Pues ya con eso quitada está la cerca que os defendía. Ya llegó el abandono de Dios.
Examinemos, en fin, el último engaño. Dices: “Verdad es que por ese pecado perderé la gracia de Dios y quedaré condenado al infierno. Puede, pues, suceder que me condeno; mas también puede acaecer que luego me confiese y me salve...”. Concedo que así pudiera ser. Quizá te salves. No soy profeta, y no me es dado asegurar con certidumbre que después de ese nuevo pecado no habrá ya para ti perdón de Dios.
Mas no me negarás que si con tantas gracias como el Señor te ha concedido todavía vuelves a ofenderle, es sumamente fácil que para siempre te pierdas. Así lo patentiza la Sagrada Escritura (Ecl. 3, 27): “El corazón obstinado mal se hallará en sus postrimerías”. “Los que proceden malignamente serán exterminados” (Sal. 36, 9). “El que siembra pecados, recogerá, al fin, penas y tormentos” (Gal. 6, 8). “Os llamé –dice Dios (Pr. 1, 24-26)– y me rechazasteis... Yo también me reiré en vuestra muerte”. “Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su tiempo” (Dt. 32, 35).
Así habla de los pecadores obstinados la Sagrada Escritura, y así lo exigen la razón y la justicia. Y, sin embargo, dices que, a pesar de todo, quizá te salvarás. Repetiré que no es imposible; pero ¿no es tremenda locura confiar la eterna salvación a un quizá, y a un quizá tan poco probable? ¿Es negocio éste de tan corto valer, que podemos ponerle en tan grave riesgo?
AFECTOS Y SÚPLICAS
Amadísimo Redentor mío: Postrado a vuestros pies, os agradezco con toda mi alma que, a pesar de mis muchas culpas, no me hayáis abandonado. ¡Cuántos que os habrán ofendido menos que yo no habrán recibido las inspiraciones que ahora me dais! Bien veo que deseáis salvarme, y yo uno a los vuestros mis deseos. Quiero ensalzar en el Cielo eternamente vuestra misericordia.
Espero, Señor, que me habréis perdonado; pero si todavía no he recuperado vuestra gracia por no haber sabido arrepentirme de mis culpas, ahora me arrepiento de todo corazón, y las detesto sobre todos los males.
Perdonadme, por piedad, y aumentad en mí el dolor de haberos ofendido a Vos, Dios mío, Bondad Suma e inefable. Dadme dolor y amor, pues aunque os amo sobre todas las cosas, harto poco es; quiero amaros más, y a Vos pido y de Vos espero alcanzar ese amor. Oídme, Jesús mío, ya que prometisteis oír al que os suplica...
¡Oh Virgen María, Madre de Dios!, el mundo entero afirma que nunca dejáis desconsolado al que a Vos se encomienda. Y pues sois, después de Jesucristo, mi única esperanza, a Vos, Señora, acudo, y en Vos confío. Encomendadme a vuestro Hijo y salvadme.
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)

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