Cuando no sentimos a Dios

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CARLOS J. DÍAZ RODRÍGUEZ

 Reflexionaremos a lo largo de tres pequeños artículos sobre esas veces en las que no sentimos a Dios. Sin duda, cuesta trabajo transitar cuando falta cualquier tipo de emoción, afecto o devoción. ¿Qué hacer en esos momentos o, incluso, en esas temporadas que pueden ser largas? Ayuda mucho una expresión del maestro Eckhart (1260-1328), quien hablaba mucho sobre “El fruto de la nada”. Para el fraile dominico alemán, Dios solamente puede entrar en un “templo vacío”. La sequedad, el no sentir a Dios, nos va vaciando de ideas o distorsiones que, consciente o inconscientemente, hacemos sobre él. Podríamos decir que se trata de un periodo terapéutico; un tiempo de madurar y crecer en la verdad sobre quién es él. ¿Aunque llega a doler o pesar? Así es. No es una escala fácil. Del mismo modo que subir a la cima de una montaña tampoco lo es, pero qué bien cuando se llega.

Algo que ayuda es repasar los antecedentes de los que disponemos como parte de la Iglesia. Es decir, los casos de hombres y mujeres santos que pasaron por situaciones de sequedad o de vacío. Por ejemplo, San Juan de la Cruz (1542-1596), Santa Teresa de Lisieux (1873-1897) o la beata Concepción Cabrera de Armida (1862-1937). Últimamente, el que esto escribe, ha descubierto experiencias muy parecidas en Santa Teresa de los Andes (1900-1920). En fin, ejemplos que muestran la importancia de no perder la fe aún en situaciones en las que todo se tambalea y no hay absolutamente nada claro.

Ahora bien, ¿hay que forzar la oración cuando sencillamente sentimos que no podemos? En realidad, no hay que forzarla. Simplemente, marcar el momento. Es decir, detenernos en silencio y ofrecer el deseo de querer hacer oración aunque materialmente no podamos. Desearlo, ¡ya es una forma de orar!

Continuamos con el tema de lo que San Juan de la Cruz llamaba la “noche oscura del alma”es decir, cuando no sentimos la presencia de Dios. Antes de entrar en materia, aclaramos lo siguiente:

  1. La sequedad espiritual es parte normal del proceso de madurar en la fe.
  2. De todo esto saldremos con nuevas fuerzas y una mayor profundidad en nuestra relación con Dios y con los demás.

Para poder profundizar mejor en el asunto que nos ocupa, citamos ahora tanto a Teresa de Ávila como de Lisieux. Ambas, en distintos momentos de la historia, experimentaron, quizá como pocas personas, la intensidad de la sequedad espiritual. Sus escritos nos permiten darnos una idea y encontrar pistas importantes.

Nos dice Santa Teresa de Jesús, en el capítulo primero de las Moradas terceras:

«Mirad mucho, hijas[1], algunas cosas que aquí van apuntadas, anque arrebujadas, que no lo sé más declarar; el Señor os lo dará a entender, para que saquéis de las sequedades humildad, y no inquietud, que es lo que pretende el Demonio; y creé que adonde la hay de veras, que anque nunca dé Dios regalos, dará una paz y conformidad con que anden más contentas que otros con regalos…»”[2]. Lo que nos enseña con esto es aprender a sacar de las sequedades, una buen a dosis de humildad (es decir, reconocer que Dios sabe por dónde nos va llevando) y no de inquietud, al pensar que Jesús nos ha dejado, que esto no es normal, que al principio no era así, que el camino se vuelve imposible, que esta crisis no terminará nunca, etcétera. La santa de Ávila sabía que, en medio de la sequedad, surgen las grandes obras y de eso se trata.

Ahora bien, en el caso de Teresa de Lisieux, encontramos la siguiente referencia como clave para nuestra vida de fe:

«El (Dios) permitió que mi alma fuera invadida por las más espesas tinieblas y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuera en adelante sino motivo de lucha y tormento» (C 5v)[3]Esto no significa que se haya vuelto atea, sino que sabía que debía pasar por la prueba para que el amor a Dios no fuera solamente un sentimiento, algo que viene y va, sino que pudiera echar raíces en su interior. Por eso, también decía: «Mi alma, a pesar de sus tinieblas, está en una paz admirable» (DE 24.9. 10)[4].

Como podemos ver, dos grandes santas en medio de la sequedad que nos enseñan a mantener el rumbo y el buen humor, porque el hecho de no sentir a Dios de ninguna manera significa que haya dejado de existir o que debamos estar tristes minuto a minuto, sino que lo permite para trabajar en cada uno de nosotros y así poder ser personas con una espiritualidad de verdad; es decir, capaz de liberarnos de nuestros esquemas y/o complejos.

Hasta ahora, hemos estado comentando acerca de la experiencia de no sentir a Dios en determinados momentos o temporadas de nuestra vida, con el pesar natural que eso conlleva; sin embargo, esto tampoco significa que en esas circunstancias no exista de parte de Dios algún paréntesis, descanso o consuelo hacia nosotros. De hecho, por muy difícil que sea la prueba o inclusive su silencio, siempre habrá; sobre todo, cuando sentimos que estamos al borde de desesperarnos o de perder el rumbo de manera definitiva, una intervención suya, palpable, que, aunque no dure gran cosa, bastará para que podamos recuperar la paz. Es decir, no nos deja solos, a pesar de que una primera impresión pudiera hacernos creer lo contrario.

El silencio de Dios, aunque real y doloroso, no es absoluto, porque sabe que no podríamos seguir sin su ayuda y lo que busca, al compartirnos esas experiencias, no es hacernos sufrir por sufrir, sino ayudar a que nuestra fe, sometida a la prueba, se vuelva definitiva y no de uno o dos días, mientras nos va enseñando a liberarnos de tantas ideas y actitudes que nos impiden disfrutar de las cosas sanas de la vida; aquellas que Dios quiere que aprovechemos al máximo y, frente a las cuales, nos capacita desde la Espiritualidad de la Cruz. Es decir, permite el dolor, pero nunca como fin, sino como medio de aprendizaje, porque en la vulnerabilidad, distinguimos entre lo esencial y lo accesorio, haciendo un lado ciertos apegos que, de no ser atendidos por la sequedad, nos privan de cosas mejores.

Además de lo anterior, el silencio de Dios amplia nuestros horizontes, porque al resultarnos irracional, en realidad nos libera de un abuso de la razón, de los cálculos, de nuestra mente. Con esto, no decimos que haya que optar por la ignorancia, o que la fe niegue el valor de la vida intelectual. Al contrario, ya sabemos que se complementan; sin embargo, en la parte más humana del trabajo interior, a veces es necesario dar un salto y dejar en segundo plano nuestros planteamientos para poder vivir la experiencia que Dios nos ofrece. Es decir, confiar y lanzarse. No se trata de renunciar al pensamiento, sino de abrirse a otra voz distinta de la nuestra. Y, entonces, terminamos por comprender que el silencio de Dios, en realidad, constituye una hoja de ruta en la que descubrimos nuevas cosas sobre él y nosotros mismos. Es decir, el fruto o el resultado de la perseverancia aún en la duda. Cuando uno va más allá de ella, entonces, vive la fe y empieza a disfrutar, desde esta vida, un porcentaje de la plenitud que tendrá en la otra.

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