–Reconózcame, si es tan amable, que «querer es poder».
–No puedo. Soy católico. No soy pelagiano, con perdón.
* * *
Las tres potencias del alma son la razón-entendimiento, la memoria y la voluntad. Las tres potencias, las tres facultades, los tres hábitos operativos propios del hombre. Ya traté de la
ascesis de la memoria; estudio ahora la ascesis de la
voluntad. Y sigo en mi exposición especialmente a San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia.
–La voluntad del hombre está cautiva
La voluntad del hombre carnal está gravemente enferma; lo suyo es el amor y la libertad. Es la voluntad la que ama, sea acompañada del sentimiento o incluso con el sentimiento ausente o contrario. Es la voluntad la que quiere libremente; no está predeterminada; ha de seguir al entendimiento, que le muestra la acción concreta como buena o como mala, pero puede degradarse cuando sigue a un sentimiento contrario a la razón; puede querer el bien con mérito, o el mal con culpa. Por eso dice San Juan de la Cruz, vinculando las tres facultades del hombre con las tres virtudes teologales:
«no hubiéramos hecho nada en purificar el entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purificásemos la voluntad acerca de la tercera virtud, que es la caridad» (3Subida 16,1).
*La voluntad carnal apenas es libre
Ya los romanos y griegos conocían bien este drama del hombre caído: «video meliora proboque, sed deteriora sequor: Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor» (Publio Ovidio Nasón, 43 a.C.-17 d.C. –Metamorphosis VII). La misma experiencia, común a todos los hombres, la expresa San Pablo:
«No sé lo que hago, pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… El querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… Es el pecado que mora en mí… Pero gracias sean dadas a Dios, por nuestro Señor Jesucristo», que nos sanó y liberó de tan gran miseria (Rm 7,15-2).
Es claro, pues, que el hombre no puede ser perfecto, es decir, no puede ser clara imagen de Dios, en tanto que el amor enfermo de su voluntad no venga a ser sanado y elevado por la virtud sobrenatural de la caridad. Sólo entonces podrá amar a Dios y al prójimo plenamente. Mientras tanto, el amor desordenado causa en la persona, y muchas veces en otros relacionados con ella, grandes daños y sufrimientos.
*La voluntad del hombre es deficiente en el amor
La voluntad falla muchas veces en el amor al prójimo por acción o por omisión, con egoísmos vergonzosos, con desviaciones en amores desordenados; es infiel al amor conyugal, o lo rompe por el divorcio; le cuesta mucho perdonar, y también le cuesta dar, ayudar a los necesitados, incluso a sus propios familiares; no tiene compasión; cede y busca amores pecaminosos: sigue muchas veces al sentimiento, y no al entendimiento. No es el jinete (razón-voluntad, fe-caridad) quien guía a su caballo (sentimientos, sensaciones). Es el caballo el que conduce al jinete, con los resultados previsibles.
Y muchos de los que padecen un amor enfermo, cautivo, débil, cambiante, atribuyen su miseria moral y las penalidades inevitables del amor desordenado, sin reconocer la culpa de su voluntad, prefiriendo atribuirla al egoísmo de sus prójimos, a injusticias económicas laborales, a la enfermedad o a tantos otros factores negativos.
Pero aún más terrible es que la voluntad falle en el amor a Dios, que gratuitamente nos ha creado y nos sostiene en el ser, fuente de todos los bienes (Sant 1,17); y que nos ha salvado al precio de la sangre de su Hijo Jesucristo… El que no ama a Dios prefiere hacer su propia voluntad a la voluntad de Dios: horror de los horrores. «El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama» (Jn 14,21). Si «Dios es caridad» (1Jn 4,4), y el hombre ha sido creado «a su imagen y semejanza», el hombre es caridad, y ha sido creado para amar: a Dios con todas sus fuerzas, y al prójimo como a si mismo.
–Terribles daños causa la voluntad que ni está libre, ni sabe amar
San Juan de la Cruz, cuando describe estos daños de la voluntad abandonada a sí misma, dice: Para describirlos ni «tinta ni papel bastarían, y el tiempo sería corto» (3S 19,1).
El «daño privativo principal es apartarse de Dios; porque así como allegándose a él el alma por la afección de la voluntad de ahí le nacen todos los bienes, así, apartándose de él por esta afección de criatura, dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque eso es el apartarse de Dios». El alma cebada en gozo de criaturas sufre «un embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los bienes de Dios», y que le trae «oscuridad de juicio para entender la verdad y juzgar bien de cada cosa como es». «Le hace apartarse de las cosas de Dios y de los santos ejercicios y no gustar de ellos porque gusta de otras cosas». Todo esto le va llevando a «dejar a Dios del todo, no cuidando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia.
«En este grado se contienen todos aquellos que de tal manera tienen las potencias del alma engolfadas en las cosas del mundo y riquezas y tratos, que no se dan nada por cumplir con lo que les obliga la ley de Dios, y tienen grande olvido y torpeza acerca de lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca de las cosas del mundo (+Lc 16,8); y así, en lo de Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo»… «Sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero y no por Dios, haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios» (3S 19,3-9).
Hago notar aquí que el dinero es «el principal dios y fin» del hombre carnal, pero no el único. De hecho, hay hombres que menosprecian el dinero y dan culto absoluto a otros ídolos tan peligrosos o más: ideas propias, afán de dominio, de poder, de independencia, de placer, de prestigio, culto del cuerpo. Son, por supuesto, igualmente idólatras.
–Sanación total de la voluntad cautiva y desamorada
Es preciso «purificar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas», de lo que llamaremos apegos. «Estas afecciones o pasiones son cuatro: gozo, esperanza, dolor y temor» (3S 16,2). Gozo del bien presente, esperanza del bien ausente, dolor del mal presente y temor del mal inminente. Las cuatro afecciones de la voluntad juntamente se desvían o se ordenan: si el hombre pone, por ejemplo, su gozo en la salud, ahí se centrarán convergentemente su esperanza, dolor y temor.
Pues bien, para amar a Dios con todas las fuerzas del alma, la ab-negación de la voluntad propia ha de ser total. Ninguna clase de bienes ha de apresar el corazón del hombre con un apego que lesione o disminuya su amor a Dios (3S 18-45). «La voluntad no se debe gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios» (3S 17,2). Esto es «dejar el corazón libre para Dios» (20,4). Sencillamente, el hombre es criatura de Dios, que lo conserva en el ser y que lo dirige amorosamente con su providencia: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Y no ha sido creado el hombre para vivir según su voluntad propia, sino según la voluntad de Dios.
Santa Teresa: «Dadme muerte, dadme vida, / dad salud o enfermedad, / honra o deshonra me dad, / dadme guerra o paz cumplida, / flaqueza o fuerza a mi vida, / que a todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí?». Santa Maravillas: «Lo que Dios quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera».
Entendemos por apegos de la voluntad, en este sentido, todo amor de la voluntad no integrado en el amor a Dios, o contrario a él. Y adviértase bien que la voluntad humana puede apegarse a cualquier cosa que no sea Dios. Uno puede tener amor desordenado a cosas malas –robar, adulterar, mentir–, o a cosas de suyoindiferentes –meterse en todo, no meterse en nada–, o a cosasbuenas –estudiar o rezar mucho, hacer unos trabajos excelentes–. Apegos hay que tienen como objeto bienesexteriores –casa, dinero, vino, tierras–; otros hay con objetos más interiores –vivir tranquilo, parecer moderno, ser eficaz, guardar un ritmo de vida previsible–.
–La caridad es la fuerza que sana la libertad y el amor de la voluntad
«El amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). La «nueva criatura», el cristiano re-nacido de Dios, ya no se rige solamente por razón y voluntad –tan débiles y heridas– sino que se gobierna por «la fe que obra por la caridad» (Gal 5,6), virtudes sobrenaturales, infundidas en la razón y la voluntad «por obra del Espíritu Santo».
Es la caridad la que libra la voluntad de toda deficiencia y desvío, de todo apego desordenado, uniéndola amorosamente a la voluntad de Dios. Es por tanto Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, quien habitando en el «hombre nuevo», el cristiano, le concede pasar de la cautividad a la libertad, de las tinieblas a la luz, del egoísmo congénito al amor verdadero. Creciendo en la caridad, por la gracia de Dios que lo mueve continuamente (Flp 2,13), el cristiano va abandonando uno tras otro todos los ídolos de su afecciones desordenadas, y va centrando en Dios todo su gozo-esperanza-dolor-temor. Es la caridad la única potencia espiritual que, creciendo en el cristiano, le hace posible amar al Señor con todas las fuerzas de su alma, como está mandado (Lc 10,27).
Todos los apegos y todos los ídolos han de ser consumidos por el fuego sobrenatural de la caridad. Si se trata, por ejemplo, de bienes temporales exteriores, «el hombre no se ha de gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] de las riquezas cuando él las tiene ni cuando las tiene su hermano, sino [ver] si con ellas sirven a Dios. Y lo mismo se ha de entender de los demás bienes de títulos, estados, oficios, etc..; en todo lo cual es vano gozarse si no es si en ellos sirven más a Dios y llevan más seguro el camino para la vida eterna. No hay, pues, de qué gozarse sino en si se sirve más a Dios» (3S 18,3).
«También es vana cosa desear [desordenadamente, por ejemplo] tener hijos, como hacen algunos que hunden y alborotan al mundo con el deseo de ellos, pues no saben si serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será dolor, y el descanso y consuelo, trabajo y desconsuelo, y la honra, deshonra y ofender más a Dios con ellos, como hacen muchos» (18,4).
Hacer la voluntad de Dios es lo que de verdad verifica al hombre en el tiempo y en la eternidad. El hombre se disminuye, se enferma, se destruye, se falsifica a sí mismo, en la medida en que polariza su voluntad –gozo, esperanza, dolor, temor– en sí mismo y en criaturas, por nobles que éstas sean.
Normas principales de la ascética de la voluntad:
Doy por supuesto que la primera norma de esa ascética, como para cualquier otra, es la oración de petición, que ha de ir siempre por delante como la proa del barco, ya que «es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su designio de amor» (Flp 2,13). Pero me fijo ahora en los rasgos más propios de la purificación y desarrollo espiritual de la voluntad.
1.–Descubrir las afecciones desordenadas. Los apegos –que en el cristiano principiante son muchos (1Cor 3,1-3)– están a veces encubiertos, y los más suelen depender de unos pocos apegos más radicales. Ahora bien, si la persona no se molesta en descubrir la concreta y malvada existencia de los apegos, no podrá desarraigarlos. Y no es difícil localizarlos, pues las señales que los revelan son claras. Las preguntas básicas «¿en que te gozas y alegras? ¿qué te produce más dolor y temor?», respondidas sinceramente, suelen indicar de modo convergente ciertos apegos.
Pero hay muchas otras señales. El hombre piensa mucho en el objeto de su apego –salud, dinero, etc.–, y habla mucho de él: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las preocupaciones de la memoria revelan apegos de la voluntad: uno se preocupa por aquellas cosas a las que está desordenadamente apegado. Las distracciones persistentes en la oración a causa de un objeto suelen indicar que el hombre lo quiere con voluntad carnal. Por otra parte, los apegos son raíces que producen malos frutos: así, cuando una persona –de suyo veraz– miente para salvar o acrecer su prestigio, es claro indicio de que está apegada al prestigio, aunque no lo esté a la mentira. Por eso, para discernir la calidad de ciertos amores dudosos, conviene aplicar la clave evangélica: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).
2.–Tender siempre al desposeimiento afectivo, y a veces al efectivo. Fácilmente el hombre se apega a las cosas que posee, y «si las manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado» (3S 18,1). Por eso el cristiano, enseñado por Cristo en el evangelio, procura poseer con gran sobriedad, desconfiando humildemente de su propio corazón. Y esto lleva siempre a la pobreza espiritual, y a veces también a la pobreza material. Ya sabemos que todos los cristianos, también los laicos, están llamados a vivir los consejos evangélicos, si no es efectiva y materialmente, al menos espiritualmente, en el afecto y en la disposición del ánimo, que es en definitiva lo único que cuenta ante Dios.
Cuando las cuatro afecciones de la voluntad están ordenadas en el amor a Dios, «de manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios, está claro que enderezan y guardan la fortaleza del alma y su habilidad para Dios; porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás. Estas cuatro pasiones tanto más reinan en el alma cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de las criaturas, porque entonces con mucha facilidad se goza de cosas que no merecen gozo, y espera de lo que no aprovecha, y se duele de lo que, por ventura, se había de gozar, y teme donde no hay que temer» (3S 16,2. 4).
«Debe, pues, el espiritual, al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas, reprimirle» (20,3), haciéndose consciente de que su «tesoro escondido en el campo» es Dios, y que en él tiene que tener puesto el corazón, todo el corazón, de tal modo que esté dispuesto a «» vender cuanto tiene, para poder adquirir ese campo (Mt 13,44-45). Ahora bien, sobre todo a los comienzos, cuando todavía el cristiano es carnal, es muy difícil la pobreza afectiva en ciertas cosas si sobre ellas no se ejerce también la pobreza efectivaen la medida conveniente. Desde luego, el desprendimiento material de criaturas se impone si éstas son malas –pornografía, por ejemplo–; pero también si, aun siendo buenas –por ejemplo, la afición a la literatura–, hacen daño de hecho a quien las posee. Esas mismas cosas buenas renunciadas, quizá puedan ser recuperadas más tarde con santo provecho cuando la persona esté más crecida en lo espiritual.
3.–Desvalorizar los apegos a la luz de la fe. No son más que ídolos, muchas veces ridículos, alzados en el corazón del hombre, y a los que éste da culto. Pero no resisten la luz de la fe, pues cuando el foco luminoso de ella revela lo que son, se desvanecen. Por eso, cuando descubrimos en nosotros el ídolo de algún amor desordenado a criatura, lo venceremos sobre todo proyectando sobre él la luz de una fe intensamente actualizada.
Supongamos que una mujer esposa y madre tiene excesivo apego al orden: si cada cosa o persona no está en su sitio y a su hora, se pone nerviosa, se enfada y hace a todos la vida imposible. Esta mujer, mientras no derribe de su corazón el ídolo del orden, apenas conseguirá nada con sus buenos e ingenuos propósitos de «no enfadarse la próxima vez». Tiene que ver y reconocer a la luz de la fe la vana torpeza de su manía. Ha de comprender que el orden es un valor que ha de integrarse en otros valores –paz, unidad, alegría familiar–, y que es completamente ridículo que estos valores sean sacrificados a aquél. Al valorar lo que ahora no tiene suficientemente en cuenta, porque ve las cosas con poca luz, conseguirá desvalorar su idolatrado orden. Y si ella misma llega a «reírse de sus manías de orden», entonces la curación puede considerarse total.
Pero el combate contra los apegos suele hacerse muy mal, como se comprueba por sus resultado. Es muy ineficaz, porque está mal planteado. Suele reducirse a decretos volitivos («la próxima vez no me enfadaré si hay algún desorden»). Esas decisiones condenadas al incumplimiento son espiritualmente ineficaces, y psicológicamente insanas. El cristiano, al combatir un apego, debe comenzar por la oración, pidiendo la gracia de Dios para reconocer su deficiencia y para poder vencerla. Debe convencerse de su vanidad, ridiculez y maldad. Debe renunciar volitivamente, con actos intensos, a sus ávidas obstinaciones («procuraré el orden, pero me conformaré con el que buenamente consiga en la casa»). Y en ocasiones, cuando no resulta posible la afirmación simultánea de todos los valores, debe elegir los que le parezcan más importantes, dejando otros («tal como están las cosas, elijo positivamente descuidar un poco el orden, para sacar adelante en mi familia la unidad, la paz y la alegría, que me importan más»).
¡Qué tranquilos están los apegos cuando ven que el hombre, sin pedirlo a Dios y sin modificar su pensamiento, sólo los combate a golpes de voluntad! ¡Y cómo tiemblan en cuanto ven que la persona enciende la luz de la fe y se apresta a enfocarla sobre ellos! En ese momento saben que tienen las horas contadas.
4.–Nunca la voluntad debe ceder al sentimiento, cuando éste se opone a la verdad del entendimiento y de la fe. Nunca debe el jinete permitir que sea el caballo quien elija el camino. el caballo (el sentimiento) es un gran bien; pero siempre que esté guiado por el jinete (razón-voluntad / fe y caridad). Por arrebatador que sea el deseo, por invencible que parezca la repugnancia, aunque todos, familiares y amigos, lo hagan, jamás la voluntad debe ceder a la apetencia o repugnancia sensible. Hacerlo viene a ser lo mismo que encadenarse.
5.–Es preciso saber que el apego a cosas buenas puede ser más peligroso que el referido a cosas malas, pues aquél fácilmente se justifica bajo capa de bien. Un cura apegado a la televisión, tratará de corregirse, y si no lo consigue, al menos reconocerá su deficiencia y a veces su pecado. Pero un cura que está apegado a su parroquia –lo cual se conoce porque se resiste a posibles cambios, inventa para ello razones falsas, busca intercesores que presionen sobre el Obispo, etc.–, difícilmente reconoce su afección desordenada: ¿Acaso no es bueno y noble que un sacerdote ame a su parroquia?. Un cura, en cambio, apegado a la televisión, más fácilmente reconoce su vicio y lo combate. Mucho cuidado hay que tener para descubrir y reducir los apegos de la voluntad a cosas buenas.
6.–Hay que saber que los apegos interiores son más peligrosos que los referidos a bienes exteriores. Los interiores son mas persistentes, más vinculados a la personalidad de cada uno, más ocultos, y suelen ser la raíz que sostiene no pocos apegos a objetos exteriores. Por eso en la vida espiritual –y concretamente en la dirección espiritual– tiene la mayor importancia descubrir estos apegos internos para desarraigarlos. De otro modo, gran parte del trabajo ascético será inútil. Lo de San Pablo: «yo corro no como a la aventura; yo lucho no como quien azota al aire» (1Cor 9,26).
Un hombre, por ejemplo, tiene como afección radical desordenada el éxito mundano (apego interno), y para conseguirlo busca enriquecerse (apego externo); pero como no lo consigue, se entrega a la bebida (apego externo). Esta persona, probablemente, será consciente de su apego a la bebida; será menos consciente de su apego a las riquezas, pues es una tendencia desordenada más universal; pero quizá no sea consciente en absoluto de su apego al éxito mundano, que en él es el decisivo. Así pues, si combate sus apegos a riqueza y bebida, probablemente no conseguirá nada, pues no ataca la mala raíz –el apego al éxito social– que los sostiene. Pero aun en el supuesto, improbable, de que consiga una vida más libre de riqueza y bebida, si continúa apegado al éxito ¿ha adelantado algo con su ascetismo? Sigue siendo un idólatra, quizá ahora más soberbio, al verse libre de unos apegos exteriores humillantes.
7.–Los apegos han de ser arrancados con la fuerza de la caridad. No tiene el alma otra fuerza que la de su amor. «El amor es la inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios» (Llama 1,13). San Juan de la Cruz sabe bien que del amor desordenado a criatura sólo puede arrancarnos un amor a Dios más fuerte. Es cuestión de preferir a Dios en un acto de la caridad intenso, fuerte y mantenido: «¿Amaré a la criatura más que al Creador? ¿Voy a preferir mi gusto al agrado de mi Señor y Salvador?» Sólo la fuerza del amor a Dios puede arrancarnos de nuestros apegos, y lo hace con facilidad, pues ante el alma que ama de verdad a Dios «todas las cosas le son nada, y ella es para sus ojos nada. Sólo su Dios para ella es el todo» (1,32).
8.–Los apegos han de ser atajados cuanto antes; y por pequeños que sean, nunca se debe subestimar su peligrosidad, pues «una centella basta para quemar un monte y todo el mundo. Y nunca se fíe por ser pequeño el asimiento, si no le corta luego [pronto], pensando que adelante lo hará, porque, si cuando es tan poco y al principio no tiene ánimo para acabarlo, cuando sea mucho y más arraigado ¿cómo piensa y presume que podrá?» (3S 20,1).
Se atajan los apegos, ante todo, por la oración de petición, rogando a Dios que rompa las cadenas que nos sujetan y nos dé fuerzas para romperlas; se atajan con los actos intensos que les son contrarios; y también no consintiendo en estos apegos mientras duran, que a veces perduran mucho, y no bastan unos pocos actos, por intensos que sean, para que desaparezcan.
9.–Los apegos han de ser vencidos por amor aDios y al cielo, y por temor al diablo y al infierno.
Dios y cielo.Toda la salvación que Jesucristo enseña está cifrada en el Padrenuestro. Y esta divina oración tiene su centro en la obediencia a la voluntad de Dios: «venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». El universo inmenso es una obediencia total al Creador: los astros siguen fielmente sus órbitas, los animales viven según sus instintos naturales, las plantas germinan y crecen a su tiempo… Sólo el hombre, criatura no sujeta por necesidad, es libre, y puede su voluntad elegir libremente –y responsablemente: con mérito o con culpa– entre el bien y el mal. Si la voluntad, asistida por la gracia, elige obedecer a Dios, lleva al cielo.
Demonio e infierno. Pero si la voluntad se afirma en sí misma, si habitualmente vive según su querer y deseo, dejando a Dios a un lado o contra Él, no por eso ha afirmado su libertad personal. Por el contrario, la ha perdido, porque está obedeciendo al demonio, al padre de la mentira, haciendo suyo el diabólico lema: «non serviam: no te serviré» (Jer 2,20). Y ése camino lleva al infierno.
–Inefables bienes de la voluntad santificada por la caridad
El cristiano que tiene el corazón «desnudo de todo, sin querer nada» (2S 7,7), y ama a Dios con toda su alma, se transforma por obra de la gracia en Jesús el Admirable, y se configura a la fisonomía fascinante de sus santos:
«Adquiere libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad y confianza pacífica en Dios; adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas; adquiere más clara noticia de ellas para entender bien las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente; por lo cual las goza muy diferentemente que el que está asido a ellas. Gózase en todas las cosas, no teniendo el gozo apropiado a ellas, como si las tuviese todas; en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (+2Cor 6,10; 1Cor 7,29-31); el otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena. Al desasido no le molestan cuidados ni en oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad hace mucha hacienda espiritual» (3S 20,2-3).
El amor de la voluntad, santificado por la caridad, une totalmente al Alma con Dios y la transforma en Él. Tenga San Juan de la Cruz la última palabra, En una noche oscura:
«¡Oh noche amable más que la alborada! / ¡Oh noche que juntaste Amado con amada, / amada en el Amado transformada!» (Subida, canción 5).
* * *
Deus nos adjuvet! –Et Sancta Maria, Dei Genetrix.
Procedamus in pace! –In nomine Christi. Amen.
José María Iraburu, sacerdote
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