Anhelando la segunda conversión, la entrega total
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Carlos Padilla Esteban | Oct 20, 2014
¿A qué estoy tan aferrado que no logro desprenderme? ¿Dónde están mis miedos inconfesables?
María pisa mi vida y deja una huella profunda. Se hace dueña de mis pasos, de mi voz, de mi mirada. Hoy venimos a entregarle todo lo que somos para que María haga con ello lo que quiera.
Nuestro regalo es nuestra vida. Nuestra historia. Nuestro presente en el que nos entregamos. Nuestro futuro incierto que tantas veces tememos. Nos ponemos en sus manos confiados. ¿Qué regalo traigo a María?
Ella me conoce. Espera de rodillas. Le ofrecemos lo que llevamos en el alma. Nuestros sueños y anhelos. Nuestros temores e ilusiones.
Queremos vivir en el corazón de Cristo, en su corazón de Madre. Vivir allí, en la hendidura de la roca, en la herida abierta de su corazón. Vivir con los mismos sentimientos de Cristo. Para eso tenemos que entregarlo todo. Nuestros miedos al mirar nuestro futuro.
Decía el Padre José Kentenich: «¿Hay algo en su vida personal respecto de lo cual tendría que decir: -¡Señor, todo, pero eso no!? En esto consiste la segunda conversión: estar completamente liberados de nosotros mismos y enteramente entregados a Dios y sus deseos»[1].
Anhelamos una segunda conversión que nos libere de tantos miedos. Anhelamos responderle a Dios que no, que no hay nada que no podamos entregarle, que somos libres de tantas bolas de oro que nos pesan, de esa cadena que nos ata.
Ojalá experimentáramos una segunda conversión del corazón. Es lo que necesitamos para caminar más libres por el camino de la vida. ¿Qué es aquello que no logro entregarle a Dios? ¿A qué estoy tan aferrado que no logro desprenderme? ¿Dónde están mis miedos inconfesables?
Me conmueven las palabras que Enrique Schaeffer escribía en su oración de consagración en 1939: «Te traigo todos mis fracasos, todo lo que me causa alegría. Tómame en tus manos y transfórmame. Quiero ser luz y conducir a mis compañeros hacia ti. El grano de semilla debe morir en la tierra; el cirio debe arder y consumirse para que dé luz. Acéptame totalmente. Acepta mi lucha y mis anhelos por las cosas grandes; acepta mis desvelos por tu causa; acepta mi amor por ti. Cada vez que respiro, cada vez que late mi corazón, cada momento de mi vida debe ser para decirte: -Madre, te doy mi amor. Tu causa es mi vida. Acéptame».
Queremos renovar nuestro amor, nuestro sí. Queremos que María vuelva a aceptarnos. Quisiéramos hacer nuestras esas palabras de entrega. Amamos a María. Amamos a Dios.
Un día nos preocupaba encontrar nuestro lugar en la Iglesia. Con el tiempo nos hemos dado cuenta de que lo más importante es que la Iglesia tenga un lugar en nuestro corazón.
Allí donde amo, allí donde soy amado, allí donde me entrego, allí está mi vida, mi corazón.
Decía Olegario González de Cardedal: «Somos lo que amamos y somos desde quien nos ama; hay vida donde hay amor y donde cesa toda forma de amor, cesa toda forma de vida».
Hemos sido amados un día en el Santuario. Hemos amado y sufrido, hemos entregado y recibido. Somos de aquí, esta es nuestra tierra. En el Santuario nos hemos reconocido como sus hijos. Allí hemos crecido en libertad. Amados por rostros concretos, amados por María en su ternura.
María pisa mi vida y deja una huella profunda. Se hace dueña de mis pasos, de mi voz, de mi mirada. Hoy venimos a entregarle todo lo que somos para que María haga con ello lo que quiera.
Nuestro regalo es nuestra vida. Nuestra historia. Nuestro presente en el que nos entregamos. Nuestro futuro incierto que tantas veces tememos. Nos ponemos en sus manos confiados. ¿Qué regalo traigo a María?
Ella me conoce. Espera de rodillas. Le ofrecemos lo que llevamos en el alma. Nuestros sueños y anhelos. Nuestros temores e ilusiones.
Queremos vivir en el corazón de Cristo, en su corazón de Madre. Vivir allí, en la hendidura de la roca, en la herida abierta de su corazón. Vivir con los mismos sentimientos de Cristo. Para eso tenemos que entregarlo todo. Nuestros miedos al mirar nuestro futuro.
Decía el Padre José Kentenich: «¿Hay algo en su vida personal respecto de lo cual tendría que decir: -¡Señor, todo, pero eso no!? En esto consiste la segunda conversión: estar completamente liberados de nosotros mismos y enteramente entregados a Dios y sus deseos»[1].
Anhelamos una segunda conversión que nos libere de tantos miedos. Anhelamos responderle a Dios que no, que no hay nada que no podamos entregarle, que somos libres de tantas bolas de oro que nos pesan, de esa cadena que nos ata.
Ojalá experimentáramos una segunda conversión del corazón. Es lo que necesitamos para caminar más libres por el camino de la vida. ¿Qué es aquello que no logro entregarle a Dios? ¿A qué estoy tan aferrado que no logro desprenderme? ¿Dónde están mis miedos inconfesables?
Me conmueven las palabras que Enrique Schaeffer escribía en su oración de consagración en 1939: «Te traigo todos mis fracasos, todo lo que me causa alegría. Tómame en tus manos y transfórmame. Quiero ser luz y conducir a mis compañeros hacia ti. El grano de semilla debe morir en la tierra; el cirio debe arder y consumirse para que dé luz. Acéptame totalmente. Acepta mi lucha y mis anhelos por las cosas grandes; acepta mis desvelos por tu causa; acepta mi amor por ti. Cada vez que respiro, cada vez que late mi corazón, cada momento de mi vida debe ser para decirte: -Madre, te doy mi amor. Tu causa es mi vida. Acéptame».
Queremos renovar nuestro amor, nuestro sí. Queremos que María vuelva a aceptarnos. Quisiéramos hacer nuestras esas palabras de entrega. Amamos a María. Amamos a Dios.
Un día nos preocupaba encontrar nuestro lugar en la Iglesia. Con el tiempo nos hemos dado cuenta de que lo más importante es que la Iglesia tenga un lugar en nuestro corazón.
Allí donde amo, allí donde soy amado, allí donde me entrego, allí está mi vida, mi corazón.
Decía Olegario González de Cardedal: «Somos lo que amamos y somos desde quien nos ama; hay vida donde hay amor y donde cesa toda forma de amor, cesa toda forma de vida».
Hemos sido amados un día en el Santuario. Hemos amado y sufrido, hemos entregado y recibido. Somos de aquí, esta es nuestra tierra. En el Santuario nos hemos reconocido como sus hijos. Allí hemos crecido en libertad. Amados por rostros concretos, amados por María en su ternura.
Nuestro regalo es nuestra vida. Nuestra historia. Nuestro presente en el que nos entregamos. Nuestro futuro incierto que tantas veces tememos. Nos ponemos en sus manos confiados. ¿Qué regalo traigo a María?
Ella me conoce. Espera de rodillas. Le ofrecemos lo que llevamos en el alma. Nuestros sueños y anhelos. Nuestros temores e ilusiones.
Queremos vivir en el corazón de Cristo, en su corazón de Madre. Vivir allí, en la hendidura de la roca, en la herida abierta de su corazón. Vivir con los mismos sentimientos de Cristo. Para eso tenemos que entregarlo todo. Nuestros miedos al mirar nuestro futuro.
Decía el Padre José Kentenich: «¿Hay algo en su vida personal respecto de lo cual tendría que decir: -¡Señor, todo, pero eso no!? En esto consiste la segunda conversión: estar completamente liberados de nosotros mismos y enteramente entregados a Dios y sus deseos»[1].
Anhelamos una segunda conversión que nos libere de tantos miedos. Anhelamos responderle a Dios que no, que no hay nada que no podamos entregarle, que somos libres de tantas bolas de oro que nos pesan, de esa cadena que nos ata.
Ojalá experimentáramos una segunda conversión del corazón. Es lo que necesitamos para caminar más libres por el camino de la vida. ¿Qué es aquello que no logro entregarle a Dios? ¿A qué estoy tan aferrado que no logro desprenderme? ¿Dónde están mis miedos inconfesables?
Me conmueven las palabras que Enrique Schaeffer escribía en su oración de consagración en 1939: «Te traigo todos mis fracasos, todo lo que me causa alegría. Tómame en tus manos y transfórmame. Quiero ser luz y conducir a mis compañeros hacia ti. El grano de semilla debe morir en la tierra; el cirio debe arder y consumirse para que dé luz. Acéptame totalmente. Acepta mi lucha y mis anhelos por las cosas grandes; acepta mis desvelos por tu causa; acepta mi amor por ti. Cada vez que respiro, cada vez que late mi corazón, cada momento de mi vida debe ser para decirte: -Madre, te doy mi amor. Tu causa es mi vida. Acéptame».
Queremos renovar nuestro amor, nuestro sí. Queremos que María vuelva a aceptarnos. Quisiéramos hacer nuestras esas palabras de entrega. Amamos a María. Amamos a Dios.
Un día nos preocupaba encontrar nuestro lugar en la Iglesia. Con el tiempo nos hemos dado cuenta de que lo más importante es que la Iglesia tenga un lugar en nuestro corazón.
Allí donde amo, allí donde soy amado, allí donde me entrego, allí está mi vida, mi corazón.
Decía Olegario González de Cardedal: «Somos lo que amamos y somos desde quien nos ama; hay vida donde hay amor y donde cesa toda forma de amor, cesa toda forma de vida».
Hemos sido amados un día en el Santuario. Hemos amado y sufrido, hemos entregado y recibido. Somos de aquí, esta es nuestra tierra. En el Santuario nos hemos reconocido como sus hijos. Allí hemos crecido en libertad. Amados por rostros concretos, amados por María en su ternura.
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