Verdades olvidadas



CONSIDERACIÓN 14
La vida presente es un viaje a la eternidad
Irá el hombre a la casa de su eternidad.
Ecl. 12, 5
PUNTO 1
Al considerar que en este mundo tantos malvados viven prósperamente, y tantos justos, al contrario, viven llenos de tribulaciones, los mismos gentiles con el solo auxilio de la luz natural, conocieron la verdad de que existiendo Dios, y siendo Dios justísimo, debe haber otra vida en que los impíos sean castigados y premiados los buenos.
Pues esto mismo que los gentiles conocieron con las luces de la razón, nosotros los cristianos lo confesamos también por la luz de la fe: No tenemos aquí ciudad permanente, mas buscamos la que está por venir (He. 13, 14).
Esta tierra no es nuestra patria, sino lugar de tránsito por donde pasamos para llegar en breve a la casa de la eternidad (Ecl. 12, 5). De suerte, lector mío, que la casa en que vives no es tu propia casa, sino como una hospedería que pronto, y cuando menos lo pienses, tendrás que dejar; y los primeros en arrojarte de ella cuando llegue la muerte serán tus parientes y allegados... ¿Cuál será, pues, tu verdadera casa? Una fosa será la morada de tu cuerpo hasta el día del juicio, y tu alma irá a la casa de la eternidad, o al Cielo, o al infierno.
Por eso nos dice San Agustín: “Huésped eres que pasa y mira”. Necio sería el viajero que, yendo de paso por una comarca, quisiera emplear todo su patrimonio en comprarse allí una casa, que al cabo de pocos días tendría que dejar. Considera, por consiguiente, dice el Santo, que estáis de paso en este mundo, y no pongas tu afecto en lo que ves. Mira y pasa, y procúrate una buena morada donde para siempre habrás de vivir.
¡Dichoso de ti si te salvas!... ¡Cuán hermosa la gloria!... Los más suntuosos palacios de los reyes son como chozas respecto de la ciudad del Cielo, única que pudo llamarse Ciudad de perfecta hermosura. Allí no habrá nada que desear. Estaréis en la gozosa compañía de los Santos, de la divina Madre de Nuestro Señor Jesucristo y sin temor de ningún mal. Viviréis, en suma, abismados en un mar de alegría de continua beatitud, que siempre durará (Is. 35, 10). Y este gozo será tan perfecto y grande, que por toda la eternidad y en. 
cada instante parecerá nuevo...
Si, por el contrario, te condenas, ¡desdichado de ti! Te hallarás sumergido en un mar de fuego y de dolor, desesperado, abandonado de todos y privado de tu Dios... ¿Y por cuánto tiempo?... ¿Acaso cuando hubieren pasado cien años, o mil, habrá concluido tu pena?... ¡Oh, no acabará!... ¡Pasarán mil millones de años y de siglos, y el infierno que padecieres estará comenzando!... ¿Qué son mil años respecto de la eternidad?... Menos de un día que ya pasó... (Sal. 89, 4). ¿Quieres ahora saber cuál será tu casa en la eternidad?... Será la que merezcas; la que te fabriques tú mismo con tus obras.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Ved, pues, Señor, la casa que merecí con mi vida: la cárcel del infierno, donde apenas hube cometido el primer grave pecado, debí estar abandonado de Vos y sin esperanza de amaros nuevamente. ¡Bendita sea para siempre vuestra misericordia, porque me esperasteis, Señor, y me disteis tiempo para remediar tanto mal! ¡Bendita sea para siempre la Sangre de Jesucristo, que mereció para mí esa misericordia!... No quiero, Dios mío, abusar más de vuestra paciencia. Me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí como por haber ultrajado vuestra infinita bondad.
No más, Dios mío; no más. Antes morir que volver a ofenderos. Si yo estuviese ahora en el infierno, ¡oh Sumo Bien mío!, no podría ya amaros, ni Vos podríais amarme a mí... Os amo, Señor, y quiero que me améis. Bien sé que no lo merezco; pero lo merece Jesucristo, que se sacrificó en la cruz para que me perdonaseis y amarais. Por amor de vuestro divino Hijo, dadme, pues, ¡oh Eterno Padre!, la gracia de que yo os ame siempre de todo corazón... Os amo, Padre mío, que me disteis a vuestro Hijo Jesús. Os amo, Hijo de Dios, que moristeis por mí.
Os amo, ¡oh Madre de Jesucristo!, que con vuestra intercesión me habéis alcanzado tiempo de penitencia. Alcanzadme ahora, Señora mía, dolor de mis pecados, el amor de Dios y la santa perseverancia.
PUNTO 2
“Si el árbol cayere hacia el austro o hacia el aquilón, en cualquier lugar en que cayere, allí quedará” (Ecl. 11, 3). Donde caiga, en la hora de la muerte, el árbol de tu alma, allí quedará para siempre. No hay, pues, término medio: o reinar eternamente en la gloria, o gemir esclavo en el infierno. O siempre ser bienaventurado, en un mar de inefable dicha, o estar siempre desesperado en una cárcel de tormentos.
San Juan Crisóstomo, considerando que aquel rico calificado de dichoso en el mundo luego fue condenado al infierno, mientras que Lázaro, tenido por infeliz, porque era pobre, fue después felicísimo en el Cielo, exclama: “¡Oh infeliz felicidad, que produjo al rico eterna desventura!... ¡Oh feliz desdicha, que llevó al pobre a la felicidad eterna!”.
¿De qué sirve atormentarse, como hacen algunos, diciendo: “¿Quién sabe si estaré condenado o predestinado?...”. Cuando cortan el árbol, ¿hacia dónde cae?... Cae hacia donde está inclinado... ¿A qué lado te inclinas, hermano mío?... ¿Qué vida llevas?... Procura inclinarte siempre hacia el austro, consérvate en gracia de Dios, huye del pecado, y así te salvarás y estarás predestinado al Cielo.
Y para huir del pecado, tengamos presente siempre, el gran pensamiento de la eternidad, que así, con razón, le llama San Agustín.
Este pensamiento movió a muchos jóvenes a abandonar el mundo y vivir en la soledad, para atender sólo a los negocios del alma. Y en verdad que acertaron, pues ahora, en el Cielo, se regocijan de su resolución, y se regocijarán eternamente.
A una señora que vivía alejada de Dios, la convirtió el Beato M. Ávila sin más que decirle: “Pensad, señora, en estas dos palabras: siempre y jamás”. El Padre Pablo Séñeri, por un pensamiento de la eternidad que tuvo un día, no pudo conciliar luego el sueño, y se entregó desde entonces a la vida más austera.
Dresselio refiere que un obispo, con ese pensamiento de la eternidad, llevaba santísima vida, diciendo mentalmente: “A cada instante estoy a las puertas de la eternidad”. Cierto monje se encerró en una tumba, y exclamaba sin cesar: “¡Oh eternidad, eternidad!...”. “Quien cree en la eternidad –decía el citado Beato Ávila– y no se hace santo, debiera estar encerrado en la casa de locos”.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Dios mío, tened piedad de mí!... Sabía que pecando me condenaba yo mismo a eterno dolor, y con todo, quise oponerme a vuestra voluntad santísima... ¿Y por qué?... Por un miserable placer... Perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón. No me rebelaré nunca más contra vuestra santa voluntad. ¡Desdichado de mí si me hubierais enviado la muerte en el tiempo de mi mala vida! Hallárame en el infierno aborreciendo vuestra voluntad. Mas ahora la amo, y quiero amarla siempre. Enseñadme y ayudadme a cumplir en lo sucesivo vuestro divino beneplácito (Sal. 142, 10).
No he de contradeciros más, ¡oh Bondad infinita!; antes bien, os dirigiré solamente esta súplica: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo”. Haced que cumpla perfectamente vuestra voluntad, y nada más pediré. ¿Pues qué otra cosa queréis, Dios mío, sino mi bien y mi salvación?
¡Ah Padre Eterno! Oídme por amor de Jesucristo, que me enseña lo que he de pediros, como en su nombre os pido: Fiat voluntas tua! Fiat voluntas tua! “¡Hágase tu voluntad!...”. ¡Dichoso de mí si paso la vida que me resta y muero haciendo vuestra santa voluntad!...
¡Oh María, bienaventurada Virgen, que hicisteis siempre con toda perfección la voluntad de Dios, alcanzadme por vuestros méritos que la cumpla yo hasta el fin de mi vida!
PUNTO 3
“Irá el hombre a la casa de su eternidad”, dice el Profeta (Ecl. 12, 5). “Irá”, para denotar que cada cual ha de ir a la casa que quisiere. No le llevarán, sino que irá por su propia y libre voluntad. Cierto es que Dios quiere que nos salvemos todos, pero no quiere salvarnos a la fuerza. Puso ante nosotros la vida y la muerte, y la que eligiéremos se nos dará (Ecl. 15, 18).
Dice también Jeremías (Jer. 21, 8) que el Señor nos ha dado dos vías para caminar: una la de la gloria, otra la del infierno. A nosotros toca escoger. Pues el que se empeña en andar por la senda del infierno, ¿cómo podrá llegar a la gloria?
De admirar es que, aunque todos los pecadores quieran salvarse, ellos mismos se condenan al infierno, diciendo: Espero salvarme. “Mas ¿quién habrá tan loco –dice San Agustín– que quiera tomar mortal veneno con esperanza de curarse?... Y con todo, cuántos cristianos, cuántos locos se dan, pecando, a sí propios la muerte, y dicen: “Luego pensaré en el remedio...”. ¡Oh error deplorable, que a tantos ha enviado al infierno!
No seamos nosotros de estos dementes; consideremos que se trata de la eternidad. Si tanto trabajo se toma el hombre para procurarse una casa cómoda, vasta, sana y en buen sitio, como si tuviera seguridad de que ha de habitarla toda su vida, ¿por qué se muestra tan descuidado cuando se trata de la casa en que ha de estar eternamente?, dice San Euquerio.
No se trata de una morada más o menos cómoda o espaciosa, sino de vivir en un lugar lleno de delicias, entre los amigos de Dios, o en una cárcel colmada de tormentos, entre la turba infame de los malvados, herejes o idólatras... ¿Por cuánto tiempo?... No por veinte ni por cuarenta años, sino por toda la eternidad. ¡Gran negocio, sin duda! No cosa de poco momento, sino de suma importancia.
Cuando Santo Tomás Moro fue condenado a muerte por Enrique VIII, su esposa, Luisa, procuró persuadirle que consintiera en lo que el rey quería. Pero Santo Tomás Moro le replicó: “Dime, Luisa; ya ves que soy viejo, ¿cuánto tiempo podré vivir aún?” Podréis vivir todavía veinte años más”, dijo la esposa. “¡Oh, inconsiderado negocio! –exclamó entonces Tomás–. ¿Por veinte años de vida en la tierra quieres que pierda una eternidad de dicha y que me condene a eterna desventura?”
¡Oh Dios, iluminadnos! Si la doctrina de la eternidad fuese dudosa, una opinión solamente probable, todavía debiéramos procurar con empeño vivir bien para no exponernos, si esa opinión era verdad, a ser eternamente infelices. Pero esa doctrina no es dudosa, sino cierta; no es mera opinión, sino verdad de fe: “Irá el hombre a la casa de la eternidad...” (Ecl. 12, 5).
“¡Oh, que la falta de fe –dice Santa Teresa– es la causa de tantos pecados y de que tantos cristianos se condenen!... Reavivemos, pues, nuestra fe, diciendo: ¡Creo en la vida eterna!” Creo que después de esta vida hay otra, que no acaba jamás.
Y con este pensamiento siempre a la vista, acudamos a los medios convenientes para asegurar la salvación. Frecuentemos los sacramentos, hagamos meditación diaria, pensemos en nuestra eterna salvación y huyamos de las ocasiones peligrosas. Y si fuera preciso apartarnos del mundo, dejémosle, porque ninguna precaución está de más para asegurarnos la eterna salvación. “No hay seguridad que sea excesiva donde se arriesga la eternidad” dice San Bernardo.
AFECTOS Y SÚPLICAS
No hay, pues, ¡oh Dios mío!, término medio: o ser para siempre feliz, o para siempre desdichado; o he de verme en un mar de venturas, o en un piélago de tormentos; con Vos en la gloria, o eternamente en el infierno, apartado de Vos; sé de seguro que muchas veces merecí ese infierno, pero también sé de cierto que perdonáis al que se arrepiente y libráis de la eterna condenación al que en Vos espera. Vos lo dijisteis: “Clamará a Mí..., y Yo le libraré y glorificaré” (Sal. 90, 15).
Perdonadme, pues, Señor mío, y libradme del infierno. Duélome, ¡oh Bien Sumo!, sobre todas las cosas, de haberos ofendido. Volvedme pronto vuestra gracia y concededme vuestro santo amor. Si ahora estuviese en el infierno, no podría amaros, sino que os odiaría eternamente... Pues ¿qué mal me habéis hecho para que os odiase?... Me amasteis hasta el extremo de morir por mí, y sois digno de infinito amor. ¡Oh Señor!, no permitáis que me aparte de Vos; os amo, y quiero amaros siempre. “¿Quién me separará del amor de Cristo?” (Ro. 8, 35). “¡Ah Jesús mío, sólo el pecado puede apartarme de Vos! No lo permitáis, por la Sangre que por mí derramasteis”. Dadme antes la muerte...
¡Oh Reina y Madre mía! Ayudadme con vuestras oraciones; alcanzadme la muerte, mil muertes, antes que me separe del amor de vuestro divino Hijo.
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)


 

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